Ya en el cementerio, vi que a mitad de la ceremonia Suichi se alejaba malhumorado. Cuando le pregunté a Setsuko qué le ocurría a su marido, me susurró muy de prisa:
– Discúlpelo, pero no se encuentra muy bien. Es un problema de desnutrición. Aunque han pasado ya varios meses, aún no ha conseguido curarse.
Pero más tarde, cuando los invitados a la ceremonia se reunieron en mi casa, Setsuko me dijo:
– Le ruego que lo comprenda, padre. A Suichi le afectan mucho este tipo de ceremonias.
– Qué conmovedor -le dije-. No sabía que tu hermano y él estuviesen tan unidos.
– Las veces que se vieron se entendieron muy bien -dijo Setsuko-. Además, Suichi se identifica mucho con todos los que han corrido la suerte de Kenji. Piensa que a él le podría haber ocurrido lo mismo.
– Razón de más para no irse a mitad de la ceremonia, ¿no crees?
– Discúlpeme, padre, pero Suichi no ha pretendido mostrarse irrespetuoso, es sólo que este año hemos asistido ya a innumerables entierros de amigos o compañeros suyos y cada vez está más irritado.
– ¿Irritado? ¿Y por qué?
Pero en ese momento llegaron más invitados y tuve que interrumpir la conversación con mi hija. Hasta más tarde no tuve ocasión de hablar con Suichi. Muchos de los invitados, reunidos en el recibidor, seguían aún con nosotros. De pie, al fondo de la habitación, distinguí una silueta esbelta. Era mi yerno. Había abierto las mamparas que daban al jardín y, de espaldas al susurro de nuestras voces, contemplaba la oscuridad de la noche. Me acerqué y le dije:
– Suichi, Setsuko me ha comentado que estas ceremonias le irritan.
Se volvió con una sonrisa en los labios.
– Sí, me irrita pensar en estas cosas, en todas estas muertes inútiles.
– Es verdad. Es terrible pensar que se han perdido tantas vidas inútilmente. Pero Kenji, al igual que otros muchos, ha muerto como un valiente.
Mi yerno se quedó observándome durante un rato, impasible y sin ninguna expresión en la cara. Es algo que hace de vez en cuando, pero no he conseguido habituarme. Su mirada no puede ser más inocente, pero como físicamente es un hombre fuerte y sus rasgos tienen algo de temible, cuando me mira, me siento acusado o amenazado.
– Por lo visto, nunca van a terminar de morir hombres valientes -dijo al cabo de un rato-. La mitad de mis compañeros de promoción han muerto valientemente. Y aunque nunca lo sabrán, todos han muerto por causas estúpidas. Padre, ¿sabe qué es lo que de verdad me irrita?
– ¿Qué, Suichi?
– Pues que ¿sabe qué hacen ahora los que mandaron al frente a jóvenes como Kenji para que murieran valientemente? Siguen viviendo, y sus vidas no han cambiado gran cosa. Algunos, incluso, viven mejor que antes. Han aprendido cómo comportarse delante de los americanos, y eso que son los mismos que provocaron esta catástrofe. Y fíjese, es por jóvenes como Kenji por los que ahora lloramos. Eso es lo que me irrita. Hombres jóvenes y valientes que han muerto por causas estúpidas, mientras que los verdaderos culpables siguen entre nosotros, temerosos de mostrarse como lo que son y admitir que son los responsables. -Y estoy seguro de que fue en ese momento, al volverse hacia mí, cuando dijo-: Para mí, ésa es la gran cobardía.
Yo me sentía agotado después de la ceremonia, de no haber sido así, habría rebatido algunos de sus argumentos. Sin embargo, consideré que ya se me presentarían otras oportunidades para hablar del asunto y preferí llevar la conversación por otros derroteros. Recuerdo que me quedé junto a él, contemplando la oscuridad y haciéndole preguntas acerca de su trabajo y de Ichiro. Desde que había vuelto de la guerra era la primera vez que hablaba a solas con Suichi, y descubrí que mi yerno había cambiado, ahora era el hombre amargado al que he llegado a acostumbrarme. Aquella noche me sorprendió oírle hablar de ese modo. Hasta antes de ir a la guerra siempre se había mostrado muy correcto, por eso atribuí el cambio a la emoción del entierro y, en general, al duro golpe que para él había supuesto la guerra. Una experiencia terrible, había insinuado Setsuko.
Al final me he dado cuenta de que el mal humor que tenía aquella noche no ha variado en estos últimos tiempos. Si pensamos en el joven educado y modesto que se casó con Setsuko dos años antes de la guerra, el cambio ha sido importante. Por supuesto, es una tragedia que tantos jóvenes de su generación murieran de aquel modo; sin embargo, no entiendo por qué alberga ese odio contra sus mayores. En las ideas de Suichi encuentro una dureza y un rencor que me preocupan, sobre todo porque, a mi juicio, están influyendo en Setsuko.
Mi yerno no es un caso único. Ahora mismo es un hecho patente en todas partes. El cambio que ha experimentado esta última generación es un fenómeno que no llego a comprender por completo, y algunos aspectos de este cambio son sin duda preocupantes.
Por ejemplo, la otra noche, en el bar de la señora Kawakami, había un cliente sentado a la barra a quien le oí decir:
– Parece que al muy idiota se lo llevaron al hospital, con conmoción cerebral y algunas costillas rotas.
– ¿Está usted hablando del chico de los Hirayama? -le preguntó intranquila la señora Kawakami.
– Pues no sabia quién era, pero siempre le he visto por ahí dando voces. Ya era hora de que alguien le cerrase la boca. Por lo visto anoche volvieron a zurrarle. En fin, al margen de las cosas que diga, es una vergüenza que alguien arremeta contra un pobre tonto.
Entonces me volví hacia el hombre y le dije:
– Discúlpeme, ¿dice usted que han agredido al chico de los Hirayama? ¿Qué es lo que ha hecho?
– Según dicen, se puso a cantar una de esas viejas canciones militares y a proferir gritos reaccionarios.
– Pero es algo que siempre ha hecho -observé yo-. No sabe más que dos o tres canciones. Las que le han enseñado. El individuo se encogió de hombros.
– Si es lo que yo digo. ¿A qué viene zumbarle a un pobre tonto como ése? Es una crueldad. Pero el chico andaba por el puente de Kayabashi y ya sabe usted la canalla que merodea por ahí de noche. Había estado cerca de una hora sentado en la baranda del puente, cantando y dando gritos. Desde el bar de enfrente le oían y, al parecer, hubo unos cuantos que se hartaron.
– No veo el motivo -dijo la señora Kawakami-. El pobre chico no hacía daño a nadie.
– Sí, es verdad, pero alguien debería encargarse de enseñarle otras canciones -contestó el hombre entre trago y trago-. Si sigue con el mismo repertorio, le seguirán zurrando.
Aunque tendrá ya por lo menos cincuenta años, aquí todo el mundo le sigue llamando el chico de los Hirayama. El nombre, sin embargo, le conviene, ya que tiene la edad mental de un niño. Todo lo más que recuerdo es que las monjas católicas de la misión se hicieron cargo de él, y supongo que Hirayama era el nombre de la familia en la cual nació. Antes, cuando nuestro barrio de vida nocturna estaba en su mejor época, al chico de los Hirayama siempre se le veía sentado en el suelo, cerca del Migi-Hidari o de cualquier otro de los locales próximos. Como había dicho la señora Kawakami, el chico era totalmente inofensivo. Llegó a ser incluso muy popular en el barrio, con sus canciones de guerra y las imitaciones que hacía de discursos patrióticos.
Las canciones no sé de quién pudo haberlas aprendido, pero su repertorio no constaba de más de dos o tres, y de cada una sólo sabía una estrofa. Aun así, las cantaba con una voz tan potente, que atraía a todo el mundo, y entre canción y canción, se quedaba plantado en jarras, miraba al cielo y, sonriendo, decía a gritos: «¡Este pueblo tendrá que ofrecer sus sacrificios al emperador. ¡Algunos de vosotros entregaréis vuestras vidas! ¡Otros recibirán triunfantes el nuevo amanecer!», y frases por el estilo. Y la gente decía: «Quizá no esté en su sano juicio, pero sabe lo que dice. Es japonés.» Muchas veces la gente se paraba para darle dinero o para comprarle algo de comer. Al chico entonces se le iluminaba la cara y sonreía. Si ha seguido cantando y pronunciando esos discursos patrióticos, es porque le daban popularidad y atraía a la gente.
En aquella época los tontos no molestaban a nadie. En cambio, ahora a la gente le da por pegarles. Es posible que ya no gusten sus canciones y sus discursos, pero lo cierto es que se trata de la misma gente que antes le acariciaba la cabeza y le animaba a aprenderse de memoria esas pocas estrofas.
Como he dicho, actualmente se respira otra atmósfera en el país, y la actitud de Suichi no tiene nada de extraordinario. Puede que sea una injusticia por mi parte atribuirle este mismo sentimiento de rencor al joven Miyake, pero tal y como están ahora las cosas, si se paran a pensar en lo que hace y dice la gente, llegarán a la conclusión de que es un sentimiento muy extendido. Lo único que sé es que Miyake pronunció aquellas palabras, y lo más probable es que todos los jóvenes de la generación de Miyake y de Suichi piensen y hablen de ese modo.
Creo haber dicho ya que ayer fui al barrio de Arakawa, al otro extremo de la ciudad. Arakawa es la estación término de la línea de tranvía que va hacia el sur, aunque a mucha gente le extraña que la línea llegue hasta esos barrios de las afueras. La verdad es que cuando uno piensa en Arakawa, en sus calles tan limpias y aseadas, en las aceras bordeadas de arces, en sus lujosas residencias bien separadas entre sí, y en esa sensación que uno tiene de estar en pleno campo, es difícil hacerse a la idea de que el barrio forma parte de la ciudad. Y a mi entender, las autoridades locales han hecho bien en prolongar la línea de tranvía hasta Arakawa, así la gente que vive en el centro puede tener fácil acceso a otras zonas más tranquilas y menos concurridas. Aunque no siempre hemos estado tan bien comunicados. Recuerdo que esa sensación de agobio que uno suele tener en las ciudades, sobre todo en los meses ardientes de verano, era aún peor cuando la red actual no existía.
Creo que las líneas que hay ahora empezaron a funcionar en 1931, después de suprimirse la antigua red que durante treinta años no había hecho más que irritar a los usuarios. Con la nueva red, la vida de la ciudad varió por completo. Sin haber vivido aquí, no es fácil imaginárselo. Hubo barrios enteros que cambiaron de personalidad de la noche a la mañana, parques que siempre habían estado abarrotados de gente se quedaron desiertos, y tiendas que hasta entonces habían sido prósperas sufrieron importantes pérdidas.
Evidentemente, también hubo barrios que, por el contrario, salieron beneficiados, entre ellos la zona al otro lado del Puente de las Vacilaciones, que pronto se convirtió en nuestro barrio de vida nocturna. Antes de que llegara el tranvía, allí no había más que unas cuantas callejas sin interés e hileras de casas con cubierta de tejas. En realidad, nadie consideraba aquello un barrio, y para referirse a esa zona la gente decía «al este de Furukawa». Sin embargo, dado el trazado de las nuevas líneas, los pasajeros que se apeaban en la parada término de Furukawa llegaban antes al centro a pie que haciendo un segundo viaje en tranvía, mucho menos directo. El resultado fueron las oleadas de gente que empezó de pronto a cruzar la zona. Bares que años atrás apenas se sostenían, prosperaron de un modo increíble al tiempo que empezaron a abrirse otros nuevos.