Una mañana en que el maestro Takeda salió de la sala unos instantes, recuerdo que dos colegas se acercaron al Tortuga para reprocharle la lentitud con que trabajaba. Como mi caballete no estaba lejos del suyo, pude ver perfectamente el apuro con que respondía:
– Les ruego que sean pacientes conmigo. Mi mayor deseo es aprender de ustedes. Aprender ese don superior de poder realizar en tan poco tiempo obras de tanta calidad. Estas últimas semanas he hecho lo posible por trabajar más de prisa, pero por desgracia he tenido que desechar varias pinturas. La calidad era tan mala que sólo habría perjudicado a nuestra empresa. Pero me esforzaré al máximo por mejorar la pobre opinión que tienen de mí. Les suplico que me perdonen y que tengan más paciencia.
El Tortuga repitió su súplica dos o tres veces, pero mis dos compañeros siguieron atormentándolo, acusándole de ser vago y de cargarnos a los demás con su trabajo. La mayoría de nosotros habíamos dejado de pintar y nos habíamos congregado a su alrededor. Mis dos colegas estaban atacándole en términos cada vez más duros y, como vi que nadie intervenía, me adelanté y dije:
– Ya basta. ¿No ven que es a un verdadero artista a quien están insultando? Todos deberíamos respetar a un artista que se niega a sacrificar la calidad por la rapidez. Si no lo entienden, es que se han vuelto locos.
Evidentemente, de esto hace ya muchos años, y no les puedo garantizar que aquella mañana pronunciara exactamente esas palabras. De lo que sí estoy seguro es de haber hablado en favor del Tortuga, ya que recuerdo con toda claridad la cara de alivio y agradecimiento con que se volvió hacia mí y la mirada atónita de los otros. Mis colegas sentían por mí mucho respeto. Mi obra era incuestionable y mi producción abundante y de gran calidad, de modo que, al menos durante el resto de la mañana, mi intervención puso fin a los sufrimientos del Tortuga.
Pensarán ustedes que me estoy atribuyendo méritos contándoles esta historia. Sin embargo, lo que pretendo es hacer ver que cualquiera que respete el verdadero arte habría defendido al Tortuga como lo hice yo. Ahora bien, lo que ocurría en el estudio del maestro Takeda en aquella época, era que todos nos sentíamos implicados en una batalla contra el tiempo con el único fin de preservar la reputación de la empresa ganada con tantos esfuerzos. También sabíamos muy bien que las geishas, cerezos, carpas nadadoras y templos que nos encargaban pintar, debían parecer ante todo «japoneses» a los ojos de los extranjeros a quienes los enviábamos, incapaces de apreciar los matices del estilo. Por lo tanto, no creo estar exagerando los méritos de mi época de juventud haciéndoles ver que mi modo de comportarme aquel día fue la manifestación de una cualidad que terminaría por convertirme en un hombre muy respetado, a saber, mi capacidad para pensar y juzgar por mí mismo, aunque ello implicase enfrentarme con los demás. Lo cierto es que, aquella mañana, el único que salió en defensa del Tortuga fui yo.
Tras mi pequeña intervención, el Tortuga me dio las gracias. La escena se repitió alguna que otra vez y, aunque siempre agradecía mi apoyo, estábamos todos tan ocupados que pasó un tiempo hasta que conseguí hablar con él más íntimamente. Creo que transcurrieron casi dos meses desde el incidente que acabo de narrar hasta un día en que nuestro acelerado programa de trabajo nos permitió un respiro. Yo me fui a dar un paseo por los jardines del templo de Tamagawa, como solía hacer cada vez que disponía de tiempo libre y, de pronto, vi al Tortuga sentado en un banco, al sol, aparentemente dormido.
Los jardines de Tamagawa siguen entusiasmándome. Reconozco que los setos y las hileras de árboles que hay ahora proporcionan un ambiente más en consonancia con un lugar de culto; sin embargo, cada vez que voy, no puedo evitar pensar en los jardines tal y como eran en aquella época. Antes de que plantasen los setos y los árboles, el parque parecía mucho más grande y animado. Era una vasta extensión de césped donde por todas partes se veían puestos de caramelos, vendedores de globos y casetas con malabaristas e ilusionistas. El parque de Tamagawa también era el sitio, me acuerdo muy bien, adonde iba la gente a hacerse fotos. No se podía dar un paso sin toparse con el trípode y la tela negra de un fotógrafo. La tarde que me encontré con el Tortuga, era un domingo de principios de primavera. El parque estaba lleno de padres con sus hijos. Al acercarme y sentarme a su lado, el Tortuga se despertó con un sobresalto.
– ¡Hombre, Ono-san! -exclamó con júbilo-. ¡Vaya suerte, verlo hoy! Hace unos instantes estaba pensando: si me sobrara un poco de dinero, le haría un regalo a Ono-san para agradecerle lo bueno que es conmigo. Pero en este preciso momento sólo podría regalarle alguna bagatela. Sería como insultarlo. De modo que, entretanto, Ono-san, déjeme agradecerle de todo corazón lo que ha hecho usted por mí.
– No tiene ninguna importancia -dije yo-. He dicho lo que pensaba en unas cuantas ocasiones, eso es todo.
– Son tan escasos los hombres como usted. Francamente, es un honor ser su colega. Aunque la vida nos lleve por caminos muy dispares, no olvidaré nunca su amabilidad.
Durante un rato tuve que escuchar todas sus alabanzas sobre mi valor y mi integridad. Al final le dije:
– Hace tiempo que quería hablar con usted. ¿Sabe?, he estado sopesando algunas cosas y quizá deje pronto al maestro Takeda.
El Tortuga me miró sorprendido y echó una cómica mirada a su alrededor, como si temiera que me hubiese oído alguien.
– Pues sí -proseguí-. El pintor y grabador Seiji Moriyama se ha mostrado interesado por mi obra. Para mí, es una verdadera suerte. Habrá usted oído hablar de él, ¿no?
El Tortuga, sin apartar sus ojos de mí, sacudió la cabeza.
– El señor Moriyama -dije- es un verdadero artista. Hasta es probable que sea un gran artista. Ha sido una suerte que se haya interesado por mí y me haya dado algunos consejos. Me ha dicho que si no dejo al maestro Takeda, mi talento se verá perjudicado. Me ha propuesto que sea su discípulo.
– ¿En serio? -observó con cautela mi compañero.
– Y ¿sabe?, mientras paseaba por el parque, me he dicho: el señor Moriyama tiene toda la razón. Me trae sin cuidado que otros se ganen la vida con el maestro Takeda, pero los que tenemos ambiciones más serias, debemos seguir otros caminos.
Entonces le lancé al Tortuga una sugestiva mirada, pero siguió observándome fijamente con expresión cada vez más confusa.
– También me he permitido -le dije- hablarle de usted. E incluso me he tomado la libertad de comentarle que, entre todos mis colegas, era una excepción. De todos, es el único que tiene auténtico talento y aspiraciones serias.
– Pero ¿qué dice, Ono-san? -exclamó con una carcajada-. ¡Qué cosas tiene! Ya sé que lo dice usted por cortesía, pero, aun así, es demasiado.
– He decidido aceptar la amable oferta del señor Moriyama -seguí-. Y le ruego me permita que le enseñe su obra. Con un poco de suerte, quizá también a usted le proponga ser su discípulo.
El Tortuga me miró angustiado.
– Pero Ono-san, ¿qué está usted diciendo? -me dijo bajando la voz-. El maestro Takeda me contrató gracias a la recomendación de una persona muy respetable que conocía mi padre. Y la verdad es que, a pesar de todos los problemas que le causo, Takeda se ha mostrado muy indulgente conmigo. ¿Cómo quiere que lo deje al cabo de pocos meses? Sería una falta de lealtad por mi parte. -De pronto, el Tortuga se dio cuenta del significado de sus palabras y se apresuró a añadir-: No estoy queriendo decir que sea usted desleal. Su caso es distinto. Nunca me atrevería a… -Se puso nervioso y dejó la frase a medias. Después, tras un esfuerzo, cobró energía y preguntó-: ¿De verdad se propone dejar al maestro Takeda?
– A mi juicio -dije-, el maestro Takeda no se merece la lealtad de gente como usted ni como yo. La lealtad se gana. Actualmente todo el mundo habla de lealtad y, en realidad, lo único que hace es obedecer ciegamente las órdenes que recibe. De todas formas, personalmente, no tengo ninguna gana de llevar ese tipo de vida.
Como es natural, es posible que las palabras que dije aquella tarde en el templo de Tamagawa no fueran exactamente éstas, ya que he contado esa escena en otras ocasiones, y cuando una historia se repite varias veces, empieza a adquirir vida propia. Pero aunque aquel día no me expresara con el Tortuga de un modo tan claro, es fácil imaginar que esas palabras, cuya autoría me atribuyo, reflejan con bastante fidelidad la entereza y la resolución que me caracterizaban por aquel entonces.
Y a propósito, donde me veía obligado a contar una y otra vez todas mis aventuras en el taller de Takeda, era en la mesa del Migi-Hidari. A mis alumnos les fascinaba oír historias de mi primera época, sin duda por la curiosidad de saber lo que hacía su maestro a su misma edad. De cualquier modo, mis días con el maestro Takeda era un tema que constantemente salía a colación en aquellas veladas.
– No fue una experiencia tan mala -recuerdo haberles dicho una vez-. Aprendí cosas importantes.
– Discúlpeme, Sensei -y creo que fue Kuroda el que se inclinó sobre la mesa para decirlo-, pero me cuesta creer que un lugar como el que usted describe pueda enseñarle algo útil a un artista.
– Sí, Sensei -dijo otra voz-, díganos qué aprendió usted allí. Según lo que usted cuenta, aquello no era más que una fábrica de cajas de cartón.
Diálogos como éste se repetían una y otra vez en nuestra mesa del Migi-Hidari. Podía estar conversando tranquilamente con uno de ellos, mientras el resto hablaba entre sí y, en cuanto mi interlocutor me hacía una pregunta interesante, todos interrumpían sus respectivas conversaciones y se volvían hacia mí esperando oír mi respuesta. Era como si en todo momento tuviesen un oído atento, al acecho de cualquier enseñanza que yo pudiese impartirles. No quiero decir que careciesen de sentido crítico; al contrario, juntos constituían un equipo de jóvenes brillantes, en el que ninguno se atrevía a hablar sin haberlo pensados dos veces.
– Mi temporada con Takeda -les dije- me enseñó, ya en mi juventud, algo importante, y es que si bien es justo respetar a un maestro, también es importante cuestionar su autoridad. Fue una experiencia que me enseñó a no seguir nunca ciegamente a la masa sino a considerar primero en qué dirección me estaban arrastrando. Y si hay algo que he intentado inculcaros a todos vosotros, ha sido que no os dejéis llevar por las circunstancias, que estéis por encima de todas esas corrientes decadentes e indeseables que nos han inundado durante estos últimos diez o quince años, y que tanto han contribuido a debilitar el carácter de nuestra nación.