No me cabe la menor duda de que aquel día estaba bastante bebido y mi discurso sonó demasiado rimbombante, pero así transcurrían nuestras reuniones en el Migi-Hidari.

– Tiene usted razón, Sensei -dijo uno de ellos-. No debemos dejarnos llevar por las circunstancias. Es algo que todos debemos recordar.

– Y creo que todos los aquí presentes en torno a esta mesa -proseguí- tenemos derecho a estar orgullosos. Si la frivolidad y el mal gusto son dos cosas que han estado predominando a nuestro alrededor, en estos momentos aflora en Japón un espíritu mucho más noble y varonil del que formáis parte todos vosotros. Mi mayor deseo es que no abandonéis este nuevo espíritu y lleguéis a convertiros en sus principales representantes. -Y en ese momento no sólo me dirigí a mi mesa sino a todos los que se encontraban cerca escuchando-: Este rincón nuestro donde nos hallamos reunidos, es una prueba del nacimiento del nuevo espíritu y todos tenemos derecho a sentirnos orgullosos.

Muchas veces, conforme se iba caldeando el ambiente, se amontonaban alrededor de la mesa otras personas que se sumaban a nuestros discursos y controversias, o simplemente se limitaban a escuchar, embriagados por el ambiente. En general, mis discípulos no tenían ningún reparo en escuchar a desconocidos pero, evidentemente, si alguien se ponía pesado o nos importunaba con opiniones contrarias, no tardaban en ignorarlo. Sin embargo, a pesar de la algarabía y los discursos que se prolongaban hasta bien entrada la noche, raras veces se producía algún altercado, puesto que todos los que éramos asiduos del Migi-Hidari comulgábamos con los mismos ideales. El establecimiento terminó siendo lo que Yamagata siempre había deseado, un lugar digno, donde emborracharse no tenía nada de vil ni vergonzoso.

En algún rincón de mi casa tengo una pintura de Kuroda, el de más talento entre mis discípulos, que representa una de esas veladas en el Migi-Hidari. Su título, Espíritu patriota, puede inducir a imaginar una obra con soldados desfilando o algo por el estilo. Ahora bien, lo que Kuroda quería demostrar es que el patriotismo empieza a desarrollarse justamente en lugares que no son el frente, en la rutina de la vida diaria. En los sitios donde tomamos una copa, por ejemplo, o en la gente con la que tratamos. El cuadro es un homenaje (por aquella época aún creía en esas cosas) a la esencia del Migi-Hidari. La pintura, hecha al óleo, muestra un conjunto de mesas, y recoge muy bien los colores y el decorado del local, destacando ante todo las pancartas con lemas patrióticos y los emblemas colgados de las barandas del segundo piso. Debajo de las pancartas, se ve a los clientes conversando en torno a las mesas, mientras que en primer plano una camarera vestida con kimono se apresura a llevar una bandeja con bebidas. Se trata de una excelente pintura que plasma con mucha precisión el ambiente bullicioso y, sin embargo, respetable y digno del Migi-Hidari. Y aún hoy, cuando a veces se me ocurre mirarla, me sigue produciendo cierta satisfacción pensar que, gracias a mi buena reputación en la ciudad, fui capaz de contribuir, aunque mínimamente, a que un lugar semejante pudiera florecer.

Últimamente, las noches que voy al bar de la señora Kawakami acabo recordando aquellos tiempos del Migi-Hidari. Debo decir que Shintaro y yo solemos ser los únicos clientes y que, sentados los dos a la barra, codo con codo, a la luz baja de las lámparas, nos entra la nostalgia fácilmente. A veces, basta con que empecemos a hablar de alguien de aquella época, de lo que bebía o de alguna manía especial que tuviese. Y cuando intentamos que la señora Kawakami recuerde al personaje en cuestión, nos enfrascamos en más y más detalles sobre el individuo, con el fin de refrescarle la memoria. La otra noche, después de haber agotado todos los recursos que se nos ocurrían, la señora Kawakami dijo (lo que por otra parte suele acabar diciendo):

– En fin, ahora no me acuerdo del nombre, pero si le viera, estoy segura de que le reconocería.

– Bueno, Obasan -dije recordando-, a decir verdad nunca fue un buen cliente. Siempre se iba enfrente a beber.

– ¡Ah, sí! A ese bar tan grande. Da igual. Si le viese, le reconocería. Aunque ¿quién sabe? La gente cambia tanto… A veces cuando veo a alguien por la calle que creo conocer, me digo «voy a saludarlo», pero cuando vuelvo a mirar, ya no estoy tan segura.

– A mí también me pasa -dijo Shintaro-. El otro día saludé a alguien en la calle creyendo que era un conocido, y claro, el hombre pensó que estaba loco y ¡se largó sin contestarme!

A Shintaro le pareció haber dicho algo muy divertido y soltó una fuerte carcajada. La señora Kawakami sólo sonrió y después, volviéndose hacia mí, me dijo:

– Sensei, a ver si convence usted otra vez a sus amigos para que vuelvan por este barrio. Cada vez que nos encontramos con alguien de aquella época deberíamos pararlo y decirle que pasara por aquí. Quizá al cabo de un tiempo todo volvería a ser como antes.

– Una idea excelente, Obasan -dije-. Lo voy a intentar. Pararé a la gente en la calle y le diré: «Yo a usted le conozco. ¿No iba usted por nuestro barrio? Si cree que aquello está muerto, se equivoca. El bar de la señora Kawakami sigue en el mismo sitio, igual que siempre. El barrio vuelve a ser como antes.»

– Eso es, Sensei -dijo la señora Kawakami-. Le dirá a la gente que no sabe lo que se pierde, que esto va a cobrar vida otra vez. Después de todo, quien tiene que hacer que vuelva la gente es usted. En todo el barrio, era a usted a quien más respetaban.

– Bien dicho, Obasan -dijo Shintaro-. Antiguamente, cuando un noble se encontraba con que su tropa se había disuelto después de una batalla, se apresuraba a reunirla de nuevo. La situación de Sensei es la misma.

– ¡Qué tontería! -dije riéndome.

– Es cierto, Sensei -prosiguió la señora Kawakami-, busque a todos los que venían antes y dígales que vuelvan. Cuando pase un tiempo, compraré el local de al lado y abriré un bar imponente. Como el que había antes enfrente.

– Se lo aseguro, Sensei -insistía Shintaro-. La obligación de un noble es reunir a sus hombres.

– Una idea interesante, Obasan -dije asintiendo-. Como usted sabe, el Migi-Hidari era un bar no más grande que este local, y con el tiempo, conseguimos convertirlo en un lugar importante. Quizá aquí deberíamos hacer lo mismo. Ahora que empiezan a arreglarse las cosas, la gente debería venir de nuevo.

– Podría usted volver a traer a sus amigos artistas, Sensei -dijo la señora Kawakami-. Seguro que los periodistas vendrían detrás.

– No es mala idea. Quizá diera resultado. Ahora bien, no sé si en un sitio tan grande… Tampoco es cuestión de que se vea usted desbordada de trabajo, Obasan.

– Pero qué tontería -protestó ofendida la señora Kawakami-. Si se apresura usted a hacer lo que hemos dicho, ya verá qué bien sale todo.

Últimamente, éste es un tema del que hemos hablado mucho, y me he preguntado si acaso no volvería a resurgir el barrio como antes. Cuando hablamos de esto, tendemos a tomárnoslo en broma. En el fondo, sin embargo, aún conservamos una llama de optimismo. «La obligación de un noble es reunir a sus hombres.» Es posible que esa sea mi obligación. Cuando el futuro de Noriko esté arreglado de una vez por todas, me plantearé en serio los planes de la señora Kawakami.

Creo que debería contarles que, desde que acabó la guerra, he visto a Kuroda, mi antiguo protegido, una sola vez. En realidad, lo encontré por casualidad una mañana lluviosa. Fue durante el primer año de ocupación, antes de que echaran abajo el Migi-Hidari y todos los demás edificios. Ahora no sé muy bien adonde me dirigía, pero decidí pasar por nuestro antiguo barrio de vida nocturna, completamente en ruinas, mirando por debajo del paraguas los esqueletos de los edificios que aún quedaban en píe. Me acuerdo que aquel día había algunos obreros por la zona, de modo que no presté ninguna atención a una silueta que vi plantada frente a un edificio totalmente carbonizado. Sin embargo, al pasar por delante, me di cuenta de que la silueta se había vuelto y me estaba observando. Me detuve, miré con más atención y, a través de la cortina de lluvia que resbalaba por mi paraguas, descubrí con gran sorpresa que era Kuroda el que, carente de toda expresión, me estaba mirando.

Llevaba puesto un impermeable oscuro, iba sin sombrero y se protegía bajo un paraguas. El agua de la lluvia se deslizaba por las ruinas calcinadas de los edificios que tenía a sus espaldas, y junto a él los restos de un canalón dejaban caer una verdadera cascada. Recuerdo que entre nosotros se cruzó un camión lleno de obreros y seguidamente reparé en que, como el paraguas tenía una varilla rota, al lado del pie le caía un hilillo de agua.

Kuroda había envejecido. Es lo que me dije al ver que las formas redondas de su rostro habían desaparecido para dar paso a unos pómulos muy marcados y a unas profundas arrugas en torno al cuello y el mentón.

Movió la cabeza y no supe si pensaba hacerme una reverencia o si, como el paraguas estaba roto, trataba de evitar que el agua le salpicara. Después se volvió y empezó a alejarse.

En fin, no era mi intención ponerme a hablar de Kuroda. En realidad, me ha venido ahora a la mente porque el mes pasado me encontré casualmente con el doctor Saito en el tranvía, y su nombre surgió de pronto.

Fue la tarde en que llevé a Ichiro a ver la película del monstruo. Finalmente, la terquedad de Noriko nos había impedido ir el día anterior. Lo cierto es que fuimos solos mi nieto y yo. Noriko no quiso venir y Setsuko se ofreció a quedarse en casa. La reacción de Noriko no había sido más que una chiquillada, pero Ichiro había interpretado a su modo el comportamiento de las dos mujeres. Aquel día, cuando nos sentábamos a comer, empezó diciendo:

– Tía Noriko y mamá no vienen porque les da mucho miedo la película, ¿verdad, Oji?

– Sí, eso creo yo.

– Les debe dar mucho miedo. Tía Noriko, ¿a que le daría muchísimo miedo ver la película?

– ¡Ya lo creo! -dijo Noriko poniendo cara de terror.

– Hasta a Oji le da miedo. Fíjense, se nota que le da miedo, y eso que es un hombre.

Aquella tarde, a punto ya de irnos al cine, presencié una curiosa escena entre Ichiro y su madre. Setsuko le estaba atando las sandalias. Mi nieto intentaba decirle algo, pero cada vez que Setsuko decía: «¿Qué quieres, Ichiro?, no te oigo», él la miraba muy enfadado y rápidamente se volvía hacia mí para ver si lo había oído. Al final, una vez puestas las sandalias, Setsuko se inclinó para que Ichiro le pudiese hablar al oído. Ella entonces asintió y se metió en casa. Al instante volvió con un impermeable, lo plegó y se lo entregó al niño.


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