Durante el otoño, las conversaciones previas a la boda de Noriko y Taro Saito avanzaron muy favorablemente. En octubre habíamos intercambiado algunas fotos y, por lo tanto, a través del señor Kyo, nuestro intermediario, nos llegó la noticia de que el joven estaba ansioso por conocer a Noriko. Esta, evidentemente, fingió tener que considerar la propuesta, pero a esas alturas ya estaba claro que mi hija, a los veintiséis años cumplidos, no podía rechazar así como así a alguien como Taro Saito.

Por lo tanto, anuncié al señor Kyo que estábamos de acuerdo con el miai y, finalmente, acordamos una fecha de noviembre y una cita en el Hotel Kasuga Park. Convendrán conmigo en que el Hotel Kasuga Park es hoy un tanto vulgar, por lo que la elección no me dejó muy satisfecho. Pero el señor Kyo me aseguró que teníamos reservada una habitación y nos dijo incluso que a los Saito les gustaba mucho la comida de ese hotel. Al final di mi consentimiento aunque sin mucho entusiasmo.

El señor Kyo nos advirtió también que, al parecer, la familia del futuro novio tendría más peso en el miai, puesto que su hermano menor así como sus padres tenían la intención de estar presentes, y me dio a entender que sería muy conveniente que llevásemos a algún familiar o amigo íntimo para apoyar un poco más a Noriko. Sin embargo era evidente que, estando Setsuko tan lejos, no había nadie a quien pudiésemos pedirle que asistiera al acontecimiento. Fue quizá esa sensación de estar de algún modo en desventaja en el miai, añadida a nuestro poco entusiasmo por el lugar de la cita, lo que hizo que Noriko se mostrase más tensa de lo que normalmente hubiera estado. De todas formas, las semanas previas al miai no fueron agradables.

A menudo, al volver de la oficina a casa, Noriko hacía comentarios como: «¿Qué ha estado haciendo hoy, padre? Se ha pasado el día de mal humor, supongo.» Pero lo cierto es que, en vez de estar «de mal humor», me había pasado el día intentando asegurar el buen resultado de las indagaciones matrimoniales. Pero dado que por aquella época consideraba importante no agobiarla hablándole del tema, le comentaba muy por encima lo que había hecho, dejándola que siguiera con sus indirectas. Visto ahora, me doy cuenta de que el hecho de no hablar abiertamente de muchas cosas ponía a Noriko aún más tensa, y, si me hubiese mostrado más sincero, quizá nos hubiésemos ahorrado muchas de las desagradables conversaciones que mantuvimos por aquellos días.

Por ejemplo, recuerdo una tarde en que Noriko llegó a casa y yo estaba podando unos arbustos del jardín. Desde la terraza me saludó muy correctamente antes de meterse de nuevo en casa. Unos minutos más tarde, estaba yo en la terraza mirando el jardín para apreciar el resultado de mi trabajo, cuando apareció otra vez Noriko con el té, esta vez vestida con un kimono. Dejó la bandeja entre nosotros y se sentó. Si recuerdo bien, fue una de las últimas y espléndidas tardes de otoño del año pasado. A través de las copas de los árboles se filtraba una luz tenue. Con la mirada puesta en la misma dirección que yo, dijo:

– ¿Por qué ha cortado así el bambú, padre? Está desigual.

– ¿Tú crees? Yo pienso que ha quedado bien. Tienes que mirarlo por donde predominan los brotes nuevos.

– No debería hacer tantos arreglos, padre. Va a echar a perder también ese arbusto.

– ¿También ese arbusto? -Me volví hacia mi hija-. ¿Quieres decir que he echado a perder ya otros?

– Las azaleas ya no están igual que antes. Y todo porque no sabe usted en qué emplear su tiempo libre. Al final acaba tocando lo que no debe.

– Perdón, Noriko, pero no sé a qué te refieres. ¿Me estás diciendo que las azaleas tampoco están bien cortadas? Noriko volvió a mirar el jardín y suspiró.

– Debería haber dejado todo como estaba.

– Lo siento, Noriko, pero para mí tanto el bambú como las azaleas están mucho mejor así. Lamento decirte que no veo ninguna «desproporción».

– Pues entonces es que está quedándose ciego. O quizá que tiene usted mal gusto.

– ¿Mal gusto yo? Vaya. ¿Sabes, Noriko?, nadie ha asociado nunca mi nombre al mal gusto.

– En fin, padre -dijo cansada-, a mí me parece que el bambú está desproporcionado y la forma en que caía el árbol por encima también la ha estropeado usted.

Durante un rato me quedé sentado en silencio contemplando el jardín.

– Sí -dije al final asintiendo-. Supongo que es normal que lo veas así, Noriko. Nunca has sido sensible al arte. Ni tú ni Setsuko. Kenji era otra cosa, pero vosotras habéis salido a vuestra madre. Recuerdo que tu madre también solía decir semejantes disparates.

– Pero padre, ¿acaso es usted un experto en cortar arbustos? No lo sabía, discúlpeme.

– Yo no he dicho que sea un experto, pero me sorprende que se me acuse de tener mal gusto. Me resulta una acusación poco habitual, eso es todo.

– Supongo que es cuestión de opiniones.

– Tu madre era igual que tú, Noriko. Decía lo primero que se le pasaba por la cabeza, cosa que, supongo, da fe de una gran sinceridad.

– Padre, no hay duda de que en ciertos temas es usted la máxima autoridad.

– Noriko, recuerdo que incluso cuando estaba pintando, tu madre era incapaz de reservarse sus comentarios. Me daba su opinión y yo me reía. Al final acababa riéndose también ella y reconocía que no era un tema del que estuviese muy enterada.

– O sea que, en cuanto a su obra, también ha tenido usted siempre la razón.

– Noriko, estamos discutiendo tontamente. Además, si no te gusta lo que he hecho en el jardín, tienes entera libertad para salir y cambiar lo que te parezca.

– Es usted muy amable, padre. Pero ¿cuándo quiere que lo haga? Tengo otras muchas cosas que hacer, no como usted.

– ¿Qué quieres decir, Noriko? Yo también he tenido que hacer un montón de cosas. -Me quedé mirándola fijamente durante un rato, pero ella siguió contemplando el jardín con aire abatido. Me volví y suspiré-. Cuando tu madre hablaba así por lo menos nos reíamos.

Era en esos momentos cuando tenía la tentación de echarle en cara todo lo que estaba haciendo por ella. Pero se habría llevado una gran sorpresa, y es más, creo que incluso se habría sentido avergonzada por su modo de tratarme. Aquel mismo día, por ejemplo, había estado en el barrio de Yanagawa. Según había descubierto, era allí donde vivía Kuroda.

Finalmente no me había sido tan difícil dar con su paradero. Un profesor de Bellas Artes de la Facultad de Uemachi, una vez convencido de mis buenas intenciones, no sólo me había dado su dirección, sino también un informe de todas las peripecias de mi antiguo discípulo durante los últimos años. Por lo visto, desde su liberación al acabar la guerra, no le había ido nada mal. Por una de esas cosas de este mundo, sus años de cárcel le habían servido de buenas referencias, y determinados grupos habían considerado un honor acogerlo y ocuparse de él. Por lo tanto, no le había resultado difícil encontrar trabajo, sobre todo dando clases particulares, ni empezar a pintar de nuevo. De modo que, a principios del verano pasado, lo habían contratado como profesor de Bellas Artes en la Facultad de Uemachi.

Puede parecer una hipocresía decir que me alegré, e incluso me enorgulleció oír que Kuroda iba progresando en su carrera. Pero es natural que, como antiguo profesor suyo, me sienta orgulloso de él aunque las circunstancias nos hayan distanciado.

Kuroda no vivía en un buen barrio. Me pasé bastante rato cruzando callejuelas donde no había más que casas de huéspedes destartaladas, hasta que llegué a una plaza de cemento que parecía el patio de una fábrica. Y el caso es que al otro lado de la plaza vi unos camiones aparcados, y más al fondo, detrás de una verja, unas excavadoras removiendo la tierra. Recuerdo que me quedé observando las excavadoras hasta que me di cuenta de que el bloque que tenía enfrente era precisamente el de Kuroda.

Subí al segundo piso. Había dos chiquillos que recorrían con sus triciclos el pasillo de punta a punta. Busqué la puerta de Kuroda. Llamé al timbre pero no obtuve respuesta, y, como había decidido no cejar hasta verlo, volví a llamar.

Un joven de unos veinte años y aspecto saludable abrió la puerta.

– Lo lamento -dijo muy serio-, pero el señor Kuroda no está en casa en estos momentos. ¿Es usted colega suyo?

– En cierto modo. Sólo quería hablar con él de un asunto.

– En ese caso, quizá no le importe pasar y esperar un rato. Estoy seguro de que el señor Kuroda no tardará en llegar. Sentiría mucho no haberlo visto.

– Pero no quisiera molestar.

– En absoluto, señor. Le ruego que pase. Era un apartamento pequeño y, al igual que muchos de estos pisos modernos, no tenía lo que se dice un vestíbulo. El tatami, por lo tanto, empezaba a poca distancia de la puerta de entrada y no había más que un pequeño escalón. Se veía que era un lugar ordenado; las paredes estaban llenas de cuadros y otros adornos. La luz del sol entraba a raudales por las ventanas, que, según pude ver, daban a un estrecho balcón. De fuera nos llegaba el ruido de las excavadoras.

– ¿No tendrá usted prisa? -me preguntó el joven acercándome un cojín-. Si volviese el señor Kuroda y se enterara de que lo he dejado marchar, no me lo perdonaría nunca. Permítame que le prepare un poco de té.

– Muy amable -dije sentándome-. ¿Es usted alumno suyo? El joven soltó una pequeña carcajada.

– El señor Kuroda tiene la atención de llamarme su protegido, pero yo dudo mucho de merecer tal honor. Me llamo Enchi. El señor Kuroda fue profesor mío, y ahora, a pesar de la gran cantidad de obligaciones que tiene en la facultad, sigue preocupándose desinteresadamente por mi trabajo.

– ¿Ah, sí?

Desde fuera nos llegaba el ruido de las excavadoras. Durante unos instantes, el joven se sintió incómodo sin saber qué hacer. Después se disculpó diciendo:

– Si no le molesta, prepararé un poco de té. Unos minutos más tarde, cuando volvió a aparecer, señalé un cuadro que había en la pared y dije:

– El estilo del señor Kuroda es realmente inconfundible.

En ese momento, el joven soltó una carcajada y se quedó evidentemente molesto mirando el cuadro, con la bandeja aún en las manos. Al cabo de un rato contestó:

– Lo lamento, señor, pero ese cuadro está muy por debajo del nivel del señor Kuroda.

– ¿No es suyo?

– Siento decirle que es uno de mis intentos. Mi profesor es tan buena persona que ha considerado el cuadro digno de estar ahí colgado.


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