Durante unos instantes nos quedamos callados. A nuestros oídos llegaban desde el otro lado del patio las canciones y las palmadas de nuestros compañeros.
– Y bien, Ono -dijo Mori-san finalmente-, ¿qué piensas ahora de mi amigo Gisaburo? Todo un personaje, ¿no?
– Sí, Sensei. Parece un hombre muy agradable.
– Ahora parece un pordiosero, pero ha sido una celebridad y, como hemos visto esta noche, aún conserva el talento.
– Es cierto.
– Dime, Ono, ¿qué es lo que te preocupa?
– ¿Qué me preocupa? Nada, Sensei.
– ¿Hay algo de Gisaburo que te desagrada?
– ¡Oh, no, Sensei! -Me reí un poco molesto-. En absoluto. Me parece un hombre muy amable.
Después estuvimos hablando de otras cosas, de todo lo que se nos ocurría. Pero al ver que Mori-san volvía al tema de mis «preocupaciones», vi claramente que no estaba dispuesto a moverse de allí hasta que me desahogara. Al final le dije:
– Gisaburo-san parece ser un hombre realmente bueno. Sus bailarinas y él mismo han sido muy amables al venir a divertirnos, pero Sensei, hemos recibido tantas visitas así estos últimos meses…
Mori-san no contestó y yo proseguí:
– Discúlpeme, Sensei, no quisiera parecer irrespetuoso ante Gisaburo-san y su gente, pero a veces me pregunto si es necesario que los artistas dediquemos tanto tiempo a divertirnos con gente como Gisaburo-san.
Creo que en ese momento mi maestro se puso en pie y, con el farol en la mano, atravesó la habitación en dirección al fondo del trastero. La pared había permanecido a oscuras, pero al levantar el farol, aparecieron de pronto tres grabados colgados uno debajo del otro. Los tres representaban la misma escena, una geisha arreglándose el pelo, vista de espaldas, sentada en el suelo. Mori-san examinó las imágenes durante un rato, iluminándolas con el farol una tras otra. Acto seguido meneó la cabeza y murmuró para sí mismo:
– Son muy malos, muy malos. Qué banalidad. Unos segundos después añadió, sin apartarse de los grabados:
– Pero en fin, siempre se siente un gran cariño por las primeras obras. Quizá algún día sientas lo mismo por el trabajo que has hecho aquí.
Después volvió a menear la cabeza y repitió:
– Pero son muy malos, Ono, muy malos.
– No estoy de acuerdo, Sensei -dije yo-. Creo que estas imágenes son un buen ejemplo de cómo el talento de un artista puede superar las limitaciones que impone un estilo concreto. Siempre he considerado que era una verdadera lástima que los trabajos de Sensei quedasen relegados a un cuarto como éste. Creo que deberían aparecer expuestos junto a sus pinturas.
Mori-san se quedó ensimismado mirando sus imágenes.
– Son muy malas -volvió a decir-. Supongo que aún era muy joven.
Volvió a mover el farol, una imagen se perdió en las sombras y apareció otra. Después dijo:
– Todas estas imágenes son escenas de una casa de geishas que hay en Honcho. Muy bien considerada, cuando yo era joven. Gisaburo y yo solíamos ir juntos a esos sitios. -Al cabo de un rato volvió a decir-: Son muy malas, Ono.
– Pero Sensei, créame. Ni el ojo más exigente encontraría defecto alguno en estos grabados.
Siguió examinando las imágenes durante otro rato y se dispuso a volver a cruzar el cuarto. A mi juicio, pasó un buen tiempo intentando abrirse camino entre los objetos desparramados por el suelo. Varias veces lo oí hablar entre dientes, empujando con el pie alguna caja o alguna vasija. Pensé que buscaba algo determinado, otros grabados de su primera época, por ejemplo, perdidos en todo aquel caos, pero acabó por sentarse otra vez en el viejo baúl de madera y dio un suspiro. Después de estar un rato en silencio dijo:
– Gisaburo es un hombre desdichado. Su vida ha sido muy triste. Ya no queda nada de su talento. Aquellos a los que amó en una época han muerto o lo han abandonado. Ya en nuestra juventud era un personaje triste y solitario. -Mori-san se quedó unos instantes callado. Después prosiguió-: Pero a veces bebíamos y nos divertíamos con las mujeres del barrio del placer. En esos momentos, Gisaburo se sentía feliz. Las mujeres le decían todo lo que él quería oír y, aunque fuese por una noche, llegaba a creerlas. En cuanto se hacía de día, claro, era demasiado inteligente para seguir engañándose. Lo mejor en la vida, me decía siempre, se vive una noche y desaparece con el día. Ono, eso que la gente llama el mundo flotante, es un mundo que Gisaburo sabía apreciar muy bien.
Mori-san volvió a hacer una pausa. Igual que antes, sólo alcanzaba a ver su silueta, pero tuve la sensación de que se había quedado escuchando el bullicio que venía del otro lado del patio. Luego dijo:
– Ahora es más viejo y también está más triste, pero en algunas cosas apenas ha cambiado. Esta noche se siente dichoso, como cuando iba a los prostíbulos. -Aspiró profundamente como si estuviera fumando. Después siguió-: La belleza más delicada y pura que un artista espera poder atrapar vaga siempre por esos sitios cuando ha caído la noche. Y Ono, en noches como éstas, parte de esa belleza se filtra hasta nuestra propia casa. Pero, en cuanto a estos grabados, no ofrecen la menor huella de esa dimensión ilusoria y transitoria. Son muy malos, Ono.
– Pero Sensei, lo que me sugieren estas imágenes es precisamente esa dimensión.
– Era muy joven cuando hice estos grabados. Creo que todavía era incapaz de rendir homenaje al mundo flotante por el simple motivo de que no llegaba a convencerme yo mismo de su valor. A los ojos de muchos jóvenes, el placer aparece a menudo como un pecado, y creo que ése era mi caso. Sin duda opinaba que pasar el tiempo en esos sitios, consagrar el propio talento o elogiar algo tan fugaz e intangible, no era más que una pérdida de tiempo, un pasatiempo decadente. No es fácil apreciar la belleza de un mundo cuando se duda de su valor.
Me quedé pensativo un rato antes de contestar:
– Sensei, esas palabras pueden aplicarse perfectamente a mi obra. Haré todo lo posible por corregir ese defecto. Mori-san parecía no oírme.
– Pero ya hace tiempo que se han disipado en mí todas esas dudas, Ono -prosiguió-. Cuando sea viejo y piense en toda mi vida pasada, creo que me sentiré satisfecho de haberla dedicado a perseguir la belleza de este mundo, una belleza única. Y nadie me convencerá de que he perdido el tiempo.
Es posible que Mori-san no utilizara estas mismas palabras. Si lo pienso ahora, ésas serían más bien las palabras que yo diría a mis propios discípulos, después de haber bebido un poco en el Migi-Hidari: «En tanto que sois la nueva generación de artistas japoneses, vais a ser responsables de la cultura de esta nación. Me siento orgulloso de tener por discípulos a gente como vosotros. Y aunque yo no merezca que se me alabe por mi propia obra, cuando mire hacia atrás y recuerde que fui yo quien os ayudó a madurar como artistas, no habrá nadie que pueda convencerme de que he perdido el tiempo.» Cada vez que pronunciaba los discursos en torno a la mesa, mi grupo de jóvenes discípulos profería gritos indignados por el modo en que menospreciaba mi propia obra. Exaltados, me decían que, sin lugar a dudas, mi obra pasaría a la posteridad. Pero, como ya he dicho, muchas frases y expresiones que llegaron a creerse mías, eran en realidad el legado de Mori-san. Por lo tanto es muy probable que dijera exactamente las palabras oídas aquella noche a mi maestro, palabras que tenía grabadas por lo mucho que en su época me impresionaron.
En fin, he vuelto a salirme del tema. Estaba rememorando el día en que comí con mi nieto en los grandes almacenes, hará un mes, después de la molesta conversación que había tenido con Setsuko en el parque de Kawabe. Estaba recordando la apología de las espinacas que hizo Ichiro.
Cuando nos trajeron la comida, Ichiro se quedó mirando las espinacas con aire preocupado, removiéndolas de vez en cuando con la cuchara. Al cabo de un rato levantó la mirada y dijo:
– ¡Mire, Oji!
Cogió con la cuchara la mayor cantidad de espinacas posible, acto seguido la levantó en el aire y empezó a metérselas en la boca, dejándolas caer de la cuchara. Era como alguien que apurase las últimas gotas de una botella.
– Ichiro -dije-, ¡qué modales son ésos! Pero mi nieto siguió llenándose la boca de espinacas, al mismo tiempo que las masticaba enérgicamente. Bajó la cuchara una vez vacía, con los carrillos hinchados a punto de estallar. Entonces, sin dejar de masticar, puso cara de hombre recio y, sacando pecho, empezó a dar puñetazos en el aire.
– Pero Ichiro, ¿qué significa esto? ¿Me puedes decir qué estás haciendo?
– ¿No lo adivina, Oji? -dijo con la boca todavía repleta de espinacas.
– No sé, Ichiro. Un hombre bebiendo sake… O peleándose, no sé, no lo adivino.
– ¡Popeye el marino!
– ¿Qué? ¿Otro de tus héroes?
– Cuando Popeye come espinacas se pone muy fuerte. Volvió a sacar pecho y dio más puñetazos en el aire.
– Ya veo, Ichiro -dije riéndome-, ya veo que las espinacas son un alimento excelente.
– ¿El sake da fuerzas?
Sonreí y meneé la cabeza.
– El sake te puede hacer creer que eres fuerte, pero en realidad, no tienes más fuerza que antes de haberlo bebido.
– Entonces, Oji, ¿por qué los hombres beben sake?
– No lo sé, Ichiro. Quizá porque durante un ratito creen que son más fuertes, pero en realidad, el sake no los hace más fuertes.
– Las espinacas sí te dan fuerza.
– Entonces es mejor comer espinacas que beber sake. Sigue comiendo espinacas, Ichiro. Pero mira, ¿y todo lo que te queda en la bandeja?
– A mí también me gusta beber sake. Y whisky. Donde yo vivo hay un bar al que siempre voy.
– ¿De verdad, Ichiro? Creo que es mejor que sigas comiendo espinacas. Como dices, las espinacas sí te dan fuerza.
– Prefiero el sake. Todas las noches me bebo diez botellas y después diez botellas de whisky.
– ¿De verdad, Ichiro? Eso sí que es beber. Para tu madre debe ser un auténtico quebradero de cabeza.
– Las mujeres nunca entienden que los hombres beban -dijo Ichiro, y volvió a fijarse en la bandeja que tenía delante. Pero enseguida volvió a levantar la mirada-: Oji, esta noche viene a cenar, ¿no?
– Exacto, Ichiro. Espero que tía Noriko haya preparado algo muy bueno.
– Tía Noriko ha comprado sake. Ha dicho que Oji y tío Taro se lo beberían todo.
– Es muy posible. Pero seguro que las mujeres también querrán un poco. Sin embargo, creo que tu tía tiene razón, Ichiro. El sake sobre todo es cosa de hombres.