– Oji, ¿y qué ocurre si una mujer bebe sake?

– No sé qué decirte. Las mujeres no son tan fuertes como los hombres, Ichiro. Se emborrachan enseguida.

– A lo mejor tía Noriko se emborracha. En cuanto beba una tacita, va a estar borracha. Yo me reí:

– Sí, es muy posible.

– Tía Noriko va a estar completamente borracha. Se pondrá a cantar y después se caerá dormida encima de la mesa.

– Ichiro -dije sin dejar de reírme-, en ese caso, será mejor que nos bebamos todo el sake nosotros, ¿no crees?

– Los hombres son más fuertes, por eso pueden beber más.

– Cierto, Ichiro. Será mejor que nos bebamos nosotros todo el sake.

Después de reflexionar un momento, añadí:

– Ya debes tener ocho años, ¿no? Pronto serás todo un hombre. Bueno, esta noche Oji intentará conseguirte un poco de sake.

Mi nieto se quedó mirándome un poco preocupado, pero no dijo nada. Le sonreí y después clavé mi mirada en el cielo gris que se veía a través de los grandes ventanales.

– Ichiro, nunca has conocido a tío Kenji, pero cuando él tenía tu edad era tan alto y tan fuerte como tú. Recuerdo que la primera vez que probó el sake fue más o menos a tu edad. Veré si puedo conseguirte un poco de sake esta noche.

– El problema va a ser mi madre.

– No te preocupes por tu madre, Oji sabrá convencerla. Ichiro sacudió la cabeza deprimido:

– Las mujeres no entienden que los hombres beban -apuntó.

– Bueno, ya es hora de que un hombre como tú pruebe un poco de sake. No te preocupes, de tu madre me encargo yo, ¿o es que vamos a dejar que las mujeres estén continuamente encima de nosotros?

Mi nieto se quedó unos instantes absorto en sus pensamientos. De pronto dijo en voz alta:

– ¡A lo mejor se emborracha tía Noriko!

Yo me reí.

– Ya veremos, Ichiro.

– ¡Tía Noriko va a estar completamente borracha!

Debieron pasar unos quince minutos mientras esperábamos a que nos trajesen los helados, cuando Ichiro me preguntó pensativo:

– Oji, ¿conoció usted a Yujiro Naguchi?

– Querrás decir Yukio Naguchi. No, no le conocí personalmente.

Mi nieto no respondió, estaba absorto mirándose en el cristal que tenía al lado.

– También me ha parecido que tu madre estaba pensando en el señor Naguchi cuando esta mañana he hablado con ella en el parque -proseguí-. Seguro que los mayores hablaron de él ayer en la cena, ¿no?

Ichiro siguió mirando su imagen durante un rato. Después se volvió y me preguntó:

– ¿El señor Naguchi se parecía a usted, Oji?

– ¿Que si se parecía a mí? Bueno, para tu madre al menos, no. Lo dirás por una cosa que le dije una vez a tu tío Taro, pero no fue nada importante. Al parecer tu madre se lo tomó muy en serio. Ahora ya ni me acuerdo de lo que le dije a tu tío Taro en aquel entonces, sólo le dije de pasada que yo tenía algunas cosas en común con el señor Naguchi. Pero dime, Ichiro, ¿de qué estuvieron hablando anoche los mayores?

– Oji, ¿por qué se mató el señor Naguchi?

– No sabría decírtelo con seguridad, Ichiro. No le conocí personalmente.

– Pero ¿era un hombre malo?

– No, no lo era. Sólo fue un hombre que trabajó mucho por lo que él consideraba bueno. Pero al acabar la guerra, todo cambió. Las canciones que había compuesto el señor Naguchi se habían hecho muy populares en todo Japón, no sólo en esta ciudad. Las ponían en la radio y en los bares, y la gente como tu tío Kenji las cantaba en el ejército cuando desfilaba o antes de una batalla. Después de la guerra el señor Naguchi pensó que…, bueno, que había cometido un error componiendo esas canciones. Pensó en toda la gente que había muerto, en todos los muchachos de tu edad que ya no tenían padres, pensó en cosas así y, en fin, pensó que se había equivocado con esas canciones y sintió que debía pedir perdón a los que habían sobrevivido, a los muchachos que ya no tenían padres y a los padres que habían perdido a sus hijos. Quiso manifestar su pesar a esa gente y creo que por eso se mató. El señor Naguchi no fue una mala persona ni mucho menos. Tuvo el valor de reconocer los errores que había cometido. Fue muy valiente y digno de admiración.

Ichiro me observaba pensativo. Yo sonreí y le dije:

– ¿Qué ocurre, Ichiro?

Mi nieto pareció a punto de decir algo, pero se volvió de nuevo hacia el cristal que reflejaba su rostro.

– Pero Ichiro, cuando he dicho que me parecía al señor Naguchi no hablaba en serio -dije yo-. Sólo era una broma. Es lo que tienes que decirle a tu madre la próxima vez que le oigas hablar del señor Naguchi, porque, según lo que ha dicho esta mañana, lo ha entendido todo al revés. Pero ¿qué te pasa Ichiro? ¿Por qué estás tan callado?

Después de comer estuvimos de tiendas por el centro, viendo juguetes y libros. Al final de la tarde, invité a Ichiro a otro helado en una de las elegantes cafeterías de la calle Sakurabashi antes de emprender el camino hacia el nuevo piso de Taro y Noriko, en el barrio de Izumimachi.

Ya sabrán ustedes que en este barrio viven ahora muchas parejas jóvenes de buena familia, por lo cual es una zona muy limpia con un ambiente muy respetable. Sin embargo, a mí la mayoría de estos bloques de pisos nuevos, que tanto atraen a las parejas jóvenes, me parecen algo agobiantes y poco originales. El piso de Taro y Noriko, por ejemplo, está en una tercera planta y no tiene más que dos habitaciones pequeñas de techos bajos. Se oye todo lo que pasa en los pisos de al lado, la única vista son las ventanas de los pisos de enfrente, y estoy seguro de que si el apartamento produce enseguida claustrofobia no es sólo porque estoy acostumbrado al tipo de casa tradicional, mucho más espaciosa. Noriko, sin embargo, parece estar muy orgullosa de su apartamento, y siempre está ensalzando las ventajas de un piso «moderno». Por lo visto, es muy fácil tenerlo limpio y se ventila mucho mejor. Pero sobre todo la cocina y el cuarto de baño, gracias a su diseño occidental, según dice mi hija, son mucho más prácticos que en mi casa.

La cocina, por muy práctica que sea, es demasiado pequeña, y aquella tarde, cuando entré para ver qué tal se las arreglaban mis hijas con la comida, apenas había espacio para tres personas, de modo que no me quedé charlando con ellas demasiado tiempo, pues, como digo, apenas cabíamos los tres y, además, estaban muy ocupadas. No obstante, en un momento dado, les dije:

– ¿Sabéis?, hace un rato Ichiro me estaba contando que le gustaría mucho probar el sake.

Setsuko y Noriko, que hasta ese momento habían estado preparando las verduras, se quedaron inmóviles y levantaron la mirada hacia mí.

– Lo he estado pensando y he llegado a la conclusión de que deberíamos dejar que lo probara -proseguí-. Aunque quizá sería mejor que lo mezclarais con un poco de agua.

– Discúlpeme, padre -dijo Setsuko- pero… ¿está usted insinuando que Ichiro beba esta noche?

– Sólo un poco. Ya se está haciendo un hombre. Pero, como he dicho, sería mejor que lo mezclarais con agua. Mis hijas se miraron una y otra vez y Noriko dijo:

– Pero padre, Ichiro sólo tiene ocho años.

– Con agua no puede hacerle ningún daño. Las mujeres no lo entendéis, pero para un jovencito como Ichiro estas cosas significan mucho. Es una cuestión de orgullo, algo que no olvidará en su vida.

– Qué disparate, padre -dijo Noriko-. Seguro que le sentaría mal.

– Será un disparate, pero lo he estado pensando muy detenidamente. A veces las mujeres no os dais cuenta de lo que es el orgullo de un muchacho. -Con el dedo apunté hacia la botella de sake que estaba en el estante, encima de sus cabezas-. Con una sola gota será suficiente.

Al salir de la cocina oí que Noriko decía:

– Setsuko, de eso ni hablar. Me pregunto cómo ha podido ocurrírsele semejante idea.

– ¡Pero qué exageradas sois! -dije volviendo al umbral de la puerta. Detras de mí llegaron a mis oídos las risas de Taro y de mi nieto, que estaban en el salón. Bajé la voz y seguí diciendo:

– De todas formas, le he prometido que lo probaría y se ha puesto muy contento. Las mujeres no tenéis la menor idea de lo que es el orgullo.

Cuando ya me alejaba de nuevo, fue Setsuko la que habló:

– Padre, le agradezco mucho que se interese tanto por los sentimientos de Ichiro. Sin embargo, no sé si sería mejor esperar a que sea algo mayor.

Yo me reí.

– Recuerdo que vuestra madre también protestó cuando decidí que Kenji probase un poco de sake a esa misma edad, y os aseguro que a vuestro hermano no le hizo ningún daño.

Enseguida me arrepentí de haber incluido a Kenji en una conversación tan banal. El caso es que en ese momento me enfadé conmigo mismo y, por tal motivo, no presté demasiada atención a las palabras que Setsuko pronunció después, aunque creo que dijo algo así como:

– Padre, todos sabemos que a la educación de Kenji dedicó usted una atención muy minuciosa; sin embargo, si pensamos en lo que sucedió, quizá podríamos decir que madre tenía más razón que usted en un par de cosas.

Para ser justos, puede que sus palabras no fueran tan desagradables. Hasta es posible que yo interpretara mal lo que dijo, ya que recuerdo perfectamente que la única reacción de Noriko al oír las palabras de su hermana fue darse la vuelta y seguir preparando las verduras más bien con desgana. Además, no creo capaz a Setsuko de hacer una referencia así de un modo tan fortuito, aunque cuando pienso en las insinuaciones que ella me había hecho aquel mismo día en el parque de Kawabe, tengo que reconocer que, de algún modo, la posibilidad no era nada remota. En cualquier caso, recuerdo que Setsuko concluyó con estas palabras:

– Además, me temo que a Suichi no le gustaría que Ichiro bebiese sake hasta que no sea un poco mayor. De todas formas ha sido muy amable en considerar de ese modo los sentimientos de Ichiro.

Como sabía que Ichiro podía oírnos y no quería echar a perder la reunión familiar, una de las pocas que teníamos, dejé de discutir y salí de la cocina. Después, según recuerdo, estuve un rato con Taro e Ichiro en el salón, hablando animadamente de esto y aquello, mientras esperábamos la cena.

Cuando una o dos horas más tarde nos sentamos por fin a comer, Ichiro tendió la mano hacia la botella de sake, que estaba encima de la mesa, y le dio unos golpecitos con los dedos mirándome maliciosamente. Yo sonreí pero no le dije nada.

La cena que las mujeres habían preparado fue espléndida, y no tardamos en ponernos a hablar espontáneamente. Taro, sobre todo, nos hizo reír con la historia de un colega suyo que, en parte por mala suerte y en parte por necia dejadez, tenía fama de no respetar nunca las fechas limite. Llegado un momento, mientras nos contaba la historia, dijo:


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