– ¿Conoce a alguno de los inspectores? -pregunté.

Se miraron uno al otro y me dieron una sonrisa de disculpa. No conocían a nadie, pero aconsejaban que me acercara a uno de ellos y le explicara lo que andaba buscando.

En la estación de Vicam, mi tentativa de establecer contacto con uno de los inspectores de campo del gobierno fue un desastre total. Conocí a tres y cuando les dije lo que quería, cada uno de ellos me miró con un aire de desconfianza. De inmediato, sospecharon que era yo un espía enviado por los yanquis para causarles problemas que no podían claramente definir, pero acerca de los cuales hicieron alocadas especulaciones, desde la agitación política hasta el espionaje industrial. Era la creencia de todos, sin base ninguna desde luego, que había depósitos de cobre en las tierras de los yaquis y que los yanquis querían apoderarse de ellos.

Después de esta resonante derrota, me refugié en la ciudad de Guaymas, llegando a un hotel muy cerca de un fabuloso restaurante. Iba allí tres veces al día. La comida era estupenda. Me encantó tanto que me quedé en Guaymas por más de una semana. Casi vivía en el restaurante, y de esa manera llegué a tener mucho trato con el dueño, el señor Reyes.

Una tarde, mientras almorzaba, vino el señor Reyes a mi mesa con otro hombre a quien me presentó como Jorge Campos, yaqui de raza pura, un empresario-intermediario que había vivido en Arizona de joven; me dijo que hablaba inglés perfectamente y que era más americano que cualquier americano. El señor Reyes lo elogió como un hombre excepcional, un verdadero ejemplo de lo que el trabajo y la dedicación pueden lograr.

El señor Reyes se retiró y Jorge Campos se sentó a mi lado, inmediatamente haciéndose cargo de todo. Fingió ser modesto, negando cualquier alabanza, pero era evidente que estaba en el cielo con lo que el señor Reyes había dicho de él.

A primera vista tuve la clara impresión de que Jorge Campos era un hombre de empresa de esos que uno encuentra en un bar o en las esquinas concurridas de las calles mayores, tratando de vender una idea o simplemente tratando de encontrar el medio de convencer a alguien de que le dé sus ahorros.

El señor Campos era muy bien parecido, medía alrededor de un metro ochenta de estatura y era delgado pero con una barriga alta, como la de un bebedor habitual de alcohol. Era muy moreno, un tanto verduzco, y llevaba blue jeans caros y botas de vaquero muy brillosas, puntiagudas y con talones de ángulo, como si necesitara enterrarlos en el suelo para no ser arrastrado por un buey enlazado.

Llevaba una camisa de cuadritos, gris e impecablemente planchada; en el bolsillo derecho tenía un protector de plástico en el que guardaba una fila de bolígrafos. Había visto el mismo protector entre trabajadores de oficina que no querían mancharse la bolsa de la camisa de tinta. Su traje también incluía una chaqueta de gamuza, color rojizo y de flecos, que parecía ser cara, y un sombrero de vaquero. Su cara redonda era inexpresiva. No tenía arrugas aunque parecía tener unos cincuenta años. Por alguna razón desconocida, sentía que era peligroso.

– Encantado de conocerlo, señor Campos -le dije en español, dándole la mano.

– Dejémonos de formalidades -me respondió también en español, apretándome la mano vigorosamente-. Me gusta tratar a la gente joven como iguales, a pesar de la diferencia en edad. Llámeme Jorge.

Se calló por un momento, indudablemente midiendo mi reacción. Yo no sabía qué decir. Ciertamente no quería llevarle la corriente, pero tampoco quería tomarlo en serio.

– Tengo curiosidad de saber qué hace en Guaymas -me dijo como al descuido-. No parece ser turista, y no creo que le interese la pesca de alta mar.

– Soy estudiante de antropología -le dije-. Y quiero establecer mis credenciales con los indios locales para poder hacer una investigación de campo.

– Y yo soy hombre de negocios -me dijo-. Mi negocio es facilitar información, ser el intermediario. Usted necesita algo, yo se lo consigo. Cobro por mis servicios. Sin embargo, están garantizados. Si no está satisfecho, no tiene que pagarme.

– Si su negocio es facilitar información -le dije-, con gusto le pagaré lo que pida.

– Ah -exclamó-, seguramente necesita un guía, alguien con más educación que la mayoría de los indios de por aquí. ¿Tiene una beca del gobierno norteamericano o de alguna otra institución?

– Sí -mentí-. Tengo una beca de la Fundación Eso térica de Los Ángeles.

Al decir eso, de veras le vi una ráfaga de codicia en los ojos.

– ¡Ah! -volvió a exclamar-. ¿Qué tan grande es esa institución?

– Bastante grande -dije.

– ¡Bueno! ¿De veras? -dijo como si mis palabras fueran la explicación que deseaba oír-. Y si me permite, ¿de cuánto es su beca? ¿Cuánto dinero le otorgaron?

– Unos cuantos miles de dólares para hacer el trabajo de campo preliminar -mentí de nuevo, para ver lo que decía.

– ¡Ah! Me gusta la gente directa -dijo saboreando sus palabras-. Estoy seguro de que usted y yo vamos a llegar a un acuerdo. Yo le ofrezco mis servicios como guía y como llave que va a abrir muchas puertas secretas entre los yaquis. Como puede ver por mi apariencia, soy un hombre de gusto y de medios.

– Oh sí, por supuesto, se ve que es usted un hombre de gusto -le aseguré.

– Lo que le estoy diciendo -me dijo-, es que por un precio modesto, que va a encontrar muy razonable, yo voy a llevarlo con la gente debida a quien podrá hacer las preguntas que quiera. Y por un poquito más, le voy a traducir lo que le digan, palabra por palabra, al español o al inglés. También hablo francés y alemán, pero no creo que esas lenguas le interesen.

– Tiene mucha razón, muchísima razón -dije-. Esas lenguas no me interesan en lo más mínimo. ¿Pero cuáles son sus honorarios?

– ¡Ah! Mis honorarios -dijo, y sacó un cuaderno cubierto de piel del bolsillo del pantalón y lo abrió delante de mi cara; hizo unos garabatos rápidos, lo cerró nuevamente y lo volvió a meter al bolsillo con precisión y rapidez. Estaba seguro de que quería darme la impresión de ser eficaz y rápido en la cálculo de cifras-. Le voy a cobrar cincuenta dólares al día -dijo-, con transporte incluido, pero le cobro mis comidas aparte. Lo que quiero decir es que cuando usted come también como yo. ¿Qué dice?

En ese momento, se inclinó sobre mí y casi susurrando, dijo que debiéramos cambiar al inglés porque no quería que otros se enteraran de nuestros tratos. Empezó a hablarme en algo que para nada era inglés. Yo estaba perdido. No sabía cómo responder. Empecé a sentirme nervioso mientras él farfullaba de la manera más natural. No estaba nada perturbado. Gesticulaba, moviendo la manos de manera muy animada y haciendo señas con el dedo como si estuviera dándome instrucciones. No tenía la impresión de que me hablaba en lenguas desconocidas; más bien pensé que estaba hablando en yaqui.

Cuando pasaron algunas personas por la mesa y nos miraron, yo asentí con la cabeza y le dije a Jorge Campos: «Sí, sí, claro». En un momento le dije: «Dígalo de nuevo», y me pareció tan ocurrente que me eché una carcajada. Él también se rió como si hubiera dicho lo más ocurrente posible.

Debe de haber notado que yo estaba casi perdiendo los estribos, y antes de que me levantara para decirle que se hiciera humo, empezó de nuevo a hablar en español.

– No quiero cansarlo con mis ridículas observaciones -dijo-. Pero si voy a servirle de guía, vamos a pasar largas horas charlando. Le estaba haciendo una prueba hace un momento, para tener idea de que tan buen conversador es usted. Si voy a andar con usted en coche, necesito alguien que sea buen iniciador y buen receptor. Veo que usted es ambas cosas.

Entonces se levantó, me dio la mano y se fue. Como por seña convenida, el dueño se acercó a mi mesa, sonriendo y moviendo la cabeza de lado a lado como un pequeño oso.

– ¿Verdad que es un tipo fabuloso? -me preguntó.


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