No quise comprometerme con una opinión, y el señor Reyes espontáneamente dijo que Jorge Campos andaba en aquel momento como intermediario en unos trámites muy delicados y de gran provecho. Dijo que unas empresas mineras de los Estados Unidos estaban interesadas en los depósitos de hierro y cobre que pertenecían a los yaquis, y que Jorge Campos estaba involucrado y en espera de recibir un pago de cinco millones de dólares. Supe entonces que Jorge Campos era un estafador. No existían depósitos de cobre o hierro en las tierras yaquis. Si hubiera habido algo, las empresas privadas ya les hubieran quitado las tierras a los yaquis y los hubieran movido a otra parte.

– Fabuloso -dije-. El tipo más maravilloso que jamás he conocido. ¿Cómo puedo contactarlo de nuevo?

– No se preocupe -dijo el señor Reyes-. Jorge quería saber todo acerca de usted. Lo ha estado observando desde que llegó. Lo más probable es que le venga a tocar a la puerta hoy más tarde, o mañana.

El señor Reyes tenía razón. Unas dos horas después, alguien me despertó de mi siesta. Era Jorge Campos. Yo tenía proyectado salir de Guaymas al oscurecer y manejar toda la noche hasta California. Le expliqué que me iba y que regresaba dentro de un mes.

– ¡Ah! Pero tiene que quedarse porque he decidido ser su guía -me dijo.

– Lo siento, pero tendremos que esperar porque mi tiempo es muy limitado -le repliqué.

Sabía que Jorge Campos era un embustero, pero a la vez decidí revelarle que ya tenía un informante que estaba esperando trabajar conmigo, y que lo había conocido en Arizona. Describí al anciano y dije que se llamaba Juan Matus, y que otras personas lo habían caracterizado como chamán. Jorge Campos me miró con una gran sonrisa. Le pregunté si conocía al viejo.

– Ah, claro que lo conozco -dijo jovialmente-. Se pudiera decir que somos buenos amigos. Sin esperar a que lo invitara, Jorge Campos entró en mi habitación y se sentó a la mesa justo en frente del balcón.

– ¿Vive el viejo por aquí? -pregunté.

– Claro que sí -me afirmó.

– ¿Me puede llevar con él?

– No veo por qué no -dijo-. Necesitaría un par de días para hacer mis indagaciones, es decir, para asegurar que anda por aquí, y luego iremos a verlo.

Sabía que me estaba mintiendo, y a la vez no lo quería creer. Hasta llegué a pensar que mi desconfianza inicial no tenía base. Tan convincente se mostraba.

– Sin embargo -continuó-, para poder ir a ver este hombre voy a tener que cobrarle un anticipo. Mi honorario va a ser de doscientos dólares.

Era más de lo que tenía a la mano. Le rehusé la oferta cortésmente y le dije que no llevaba bastante dinero.

– No quiero que piense que mi interés es puramente material -dijo con su sonrisa ganadora-, ¿pero cuánto puede gastar? Tiene que tomar en consideración qué voy a tener que pagar algunas mordidas. Los yaquis son muy guardados, pero siempre hay maneras; hay puertas que siempre se abren con una llave mágica: el dinero.

A pesar de mi recelo, estaba convencido de que Jorge Campos era no sólo mi vía de entrada al mundo yaqui, sino el medio de encontrar al viejo que me tenía tan intrigado. No quería regatear. Hasta me dio pena ofrecerle los cincuenta dólares que llevaba en el bolsillo.

– Estoy al final de mi estancia -le dije como disculpa-, así es que casi se me ha acabado el dinero. Sólo traigo cincuenta dólares.

Jorge Campos extendió sus largas piernas debajo de la mesa y cruzó los brazos detrás de la cabeza, inclinando el sombrero sobre la cara.

– Le acepto los cincuenta dólares y su reloj -me dijo desvergonzadamente-. Pero por ese dinero, lo llevo a conocer a un chamán menor. No se impaciente -me advirtió como si fuera yo a protestar-. Tenemos que subir grados por la escalera desde los de menor rango hasta el hombre mismo, que le aseguro está en la mera cima.

– ¿Y cuándo podré conocer a este chamán menor? -pregunté, dándole el dinero y mi reloj.

– ¡Ahora mismo! -contestó, sentándose y ávidamente tomando el dinero y el reloj-. ¡Vámonos, no hay tiempo que perder!

Nos subimos a mi coche y me dijo que me fuera hacia el pueblo de Potam, uno de los pueblos tradicionales yaquis que quedan por el Río Yaqui. En el camino, me reveló que íbamos a conocer a Lucas Coronado, un hombre conocido por sus hazañas chamánicas, sus trances chamanes y por las magníficas máscaras que hacía para los festivales de Pascua Florida yaqui.

Luego desvió la conversación al viejo y lo que dijo contradecía del todo lo que los otros me habían dicho. Mientras otros lo habían descrito como ermitaño y chamán jubilado, Jorge Campos lo describió como el curandero y brujo más famoso de la región, un hombre cuya fama lo había vuelto casi inaccesible. Hizo una pausa como un actor, y luego lanzó su golpe: me dijo que hablarle a este hombre en forma continua como lo desean los antropólogos iba a costarme por lo menos dos mil dólares.

Iba a protestar el enorme aumento de precio, pero se me adelantó.

– Por doscientos dólares, lo puedo llevar con él -dijo-. De esos doscientos dólares, gano yo unos treinta. Lo demás se va en mordidas. Pero le va a costar más hablar con él largamente. Usted mismo haga la cuenta. Tiene guardaespaldas, gente que lo protege. Tengo que ganármelos, y aparecer con el dinero necesario para ellos.

»Al terminar -continuó-, le entregaré un total con recibos y todo para sus impuestos. Y verá usted que la comisión que cobro para hacer los arreglos es mínima.

Sentí profunda admiración por él. Tenía conciencia de todo, hasta de los recibos para los impuestos. Se quedó callado por un rato como si estuviera haciendo cálculos de su ganancia mínima. Yo no tenía nada que decir. Estaba haciendo mis propios cálculos, tratando de pensar de dónde iba a sacar dos mil dólares. Hasta pensé en solicitar una beca.

– ¿Pero está seguro de que este anciano me va a recibir? -pregunté.

– Claro -me aseguró-. No sólo lo va a recibir, va a practicar brujería para usted por lo que le está pagando. Entonces, usted mismo hará sus arreglos con él sobre el costo de futuras lecciones.

Jorge Campos se calló de nuevo durante un rato, escudriñándome.

– ¿Cree que me pueda pagar los dos mil dólares? -me dijo con un tono de indiferencia tan marcado que de inmediato supe que era un embuste.

– Oh, claro, eso está dentro de mis posibilidades -le mentí para apaciguarlo.

No podía disimular su alegría.

– ¡Vaya, qué chavo! -aclamó-. ¡Vamos a divertirnos de lo lindo!

Traté de inquirir más acerca del viejo; me paró abruptamente.

– Guarda las preguntas para el viejo mismo. Va a estar en tus manos -me dijo sonriendo.

Empezó a contarme de su vida en los Estados Unidos y de sus ambiciones de hacer negocios y para mi total asombro, ya que lo había clasificado como un farsante que no hablaba ni gota de inglés, cambió al inglés.

– ¡Pero si habla inglés! -exclamé, sin pensar en disimular mi asombro.

– Claro, joven -dijo, afectando un acento tejano que mantuvo durante toda la conversación-. Le dije que lo estaba poniendo a prueba, para ver si era listo. Lo es. De hecho, es bastante listo, a mi parecer.

Su dominio del inglés era magnífico y estaba yo encantado con sus chistes y cuentos. En un abrir y cerrar de ojos, estábamos en Potam. Me dirigió a una casa en las afueras del pueblo. Nos bajamos del coche. Él caminó delante, llamando a Lucas Coronado en voz alta, en español.

Oímos una voz que venía desde el fondo de la casa, que decía, también en español: «Vengan por acá”.

Había un hombre detrás de una choza, sentado en el suelo sobre la piel de una cabra. Tenía entre los pies un pedazo de madera que estaba labrando con cincel y mazo. Al sostener el pedazo de madera rígido con la presión de los pies, había creado, por así decir, un estupendo torno de alfarero. Con los pies daba vueltas a la pieza mientras que con las manos trabajaba el cincel. Nunca había visto algo parecido. Estaba haciendo una máscara, ahuecándola con un cincel curvado. El dominio de sus pies al sostener la madera y dar la vuelta era notable.


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