– Esto no me es claro en absoluto, don Juan.
– Lo que quiero decir es que no es verdad afirmar, por ejemplo, que la segunda compuerta se alcanza y se cruza cuando el ensoñador aprende a despertarse en otro sueño, o cuando el ensoñador aprende a cambiar de ensueños sin despertarse en el mundo de la vida diaria.
– A ver, ¿cómo es esto, don Juan?
– La segunda compuerta del ensueño no se alcanza ni se cruza, hasta que el ensoñador aprende a aislar y a seguir a los exploradores.
– ¿Por qué entonces la tarea de cambiar de sueños?
– Despertarse en otro sueño, o cambiar de sueños, es el procedimiento que los brujos antiguos idearon para ejercitar la capacidad del ensoñador de aislar y seguir a un explorador.
Don Juan me aseguró que la habilidad de seguir a un explorador era un gran logro, y que cuando los ensoñadores eran capaces de llevarlo a cabo, la segunda compuerta se abría de golpe, y el universo que existe detrás de ella se tornaba accesible para ellos. Dijo que ese universo está ahí todo el tiempo, pero que no podemos entrar en él, por falta de destreza energética; que la segunda compuerta del ensueño es la entrada al mundo de los seres inorgánicos; y que el ensueño es la llave que abre esa compuerta.
– ¿Puede un ensoñador aislar a un explorador directamente, sin tener que pasar por el procedimiento de cambiar sueños? -pregunté.
– No, no hay cómo -dijo-. El procedimiento es esencial. Lo correcto sería preguntar si ese procedimiento es el único que existe. O ¿puede un ensoñador seguir otro?
Don Juan me miró inquisitivamente. Parecía como si realmente esperara que yo contestara la pregunta.
– Es demasiado difícil idear un procedimiento tan complejo como el que los brujos antiguos diseñaron -dije sin saber por qué, pero con una autoridad irrefutable.
Don Juan admitió que yo estaba en lo cierto, y dijo que los brujos antiguos diseñaron una serie de procedimientos perfectos para alcanzar y atravesar las compuertas del ensueño y entrar a mundos específicos que existen detrás de cada compuerta. Reiteró que al ser el ensueño una invención de los brujos antiguos tiene que realizarse bajo sus reglas. Describió la regla de la segunda compuerta como una cadena de tres eslabones: uno, por medio de la práctica de cambiar sueños, los ensoñadores descubren a los exploradores; dos, al seguir a los exploradores entran en otro mundo real; y tres, a través de sus acciones en ese universo, los ensoñadores descubren por si mismos las leyes y regulaciones naturales que rigen y afectan a ese mundo.
Don Juan dijo que en mis tratos con los seres inorgánicos había yo seguido la regla tan al pie de la letra, que temía devastadoras consecuencias, como la inevitable reacción de los seres inorgánicos de intentar mantenerme en su mundo.
– ¿No cree que exagera, don Juan? -pregunté.
No podía creer que la perspectiva fuera tan sombría como la pintaba.
– No exagero en lo mínimo -dijo en un tono seco y serio-. Ya verás. Los seres inorgánicos no dejan ir a nadie; no sin una verdadera contienda.
– ¿Pero qué le hace pensar que ellos desean retenerme?
– Te han enseñado ya demasiadas cosas. ¿De verdad crees que se están tomando todas estas molestias simplemente para entretenerse?
Don Juan se rió de su propia observación. No me pareció graciosa. Un miedo extraño me hizo preguntarle si creía que debería interrumpir o hasta descontinuar mis prácticas de ensueño.
– Tienes que continuar ensoñando hasta que hayas atravesado el universo que está detrás de la segunda compuerta -dijo-. Quiero decir que tienes que aceptar o rechazar la atracción de los seres inorgánicos, por tu cuenta, sin ayuda de nadie. Es por eso que me mantengo apartado y casi nunca hago comentarios sobre tus prácticas de ensueño.
"Me vi obligado a enseñarte a ensoñar -continuó-, únicamente porque ese es el patrón establecido por los brujos antiguos. El camino del ensueño está repleto de trampas, y el evitar esas trampas o el caer en ellas es un asunto individual y personal de cada ensoñador, que no se puede discutir, porque es un asunto final.
– ¿Son esas trampas el sucumbir a la adulación o a las promesas de poder? -pregunté.
– No solamente sucumbir a eso, no admitir a cualquier cosa que los seres inorgánicos ofrezcan. Lo ideal sería que los brujos no acepten nada de lo que ellos ofrecen, más allá de cierto punto.
– ¿Y cuál es ese punto, don Juan?
– Ese punto depende de nosotros como individuos. El reto para cada uno de nosotros es tomar de ese mundo únicamente lo que es necesario y nada más. El saber qué es lo necesario es la virtud de los brujos; pero tomar únicamente lo que es necesario es su mayor triunfo. No lograr entender esta simple regla es la manera más segura de caerse de cabeza en una trampa.
– ¿Qué pasa si uno se cae, don Juan?
– Si te caes, pagas el precio, y el precio depende de las circunstancias y de la profundidad de la caída. Pero realmente no hay forma de hablar sobre una eventualidad de ese tipo, ya que no estamos encarando un problema de castigo. Lo que está en juego aquí son corrientes energéticas que crean circunstancias más terribles que la muerte. En el camino de los brujos todo es cuestión de vida o muerte, pero en el camino del ensueño esto se incrementa cien veces.
Le aseguré otra vez a don Juan que siempre tenía mucho cuidado en mis prácticas de ensueño, y que era extremadamente disciplinado y escrupuloso.
– Sé que lo eres -dijo-. Pero quiero que seas aún más disciplinado y que trates con cautela todo lo relacionado al ensueño. Ante todo, estáte atento. No puedo predecir por dónde va a venir el ataque.
– ¿Está usted viendo como vidente peligro inminente para mí don Juan?
– He visto peligro inminente para ti desde el día en que caminaste en esa ciudad misteriosa, la primera vez que te ayudé a alcanzar tu cuerpo energético.
– ¿Pero sabe usted específicamente qué es lo que debo de hacer y qué es lo que debo de evitar?
– No, no lo sé. Solamente sé que el universo que está detrás de la segunda compuerta es el más cercano al nuestro; y el nuestro es bastante artificioso y despiadado. Los dos no pueden ser tan diferentes.
"El universo de los seres inorgánicos está siempre listo a atacar -prosiguió-. Pero también lo está nuestro propio universo. Por ello es que tienes que ir a ese reino exactamente como si te aventuraras en una zona de guerra.
– ¿Quiere usted decir, don Juan, que los ensoñadores siempre deben tener miedo de ese mundo?
– No, no quiero decir eso. Una vez que el ensoñador atraviesa el mundo que está detrás de la segunda compuerta, o una vez que el ensoñador se rehusa a considerarlo como una opción viable, se acaban los dolores de cabeza.
Don Juan afirmó que sólo entonces los ensoñadores pueden continuar. Yo no estaba seguro de lo que esto significaba; me explicó que el mundo detrás de la segunda compuerta es tan poderoso y agresivo, que sirve como una barrera natural o un campo de prueba, donde se vuelven obvias las debilidades de los ensoñadores. Si las vencen pueden proseguir a la siguiente compuerta; si no, se quedan prisioneros para siempre en ese universo.
Mi ansiedad me sofocaba, pero por más que traté de persuadirlo, eso fue todo lo que dijo al respecto. Cuando me fui a casa, continué con sumo cuidado mis viajes al reino de los seres inorgánicos. Mi cuidado únicamente incrementó el gozo que sentía en esos viajes. Llegué hasta el punto de que sólo el hecho de contemplar el reino de los seres inorgánicos era suficiente para producirme un júbilo imposible de describir. Temía que mi deleite se acabara tarde o temprano, pero algo inesperado lo hizo aún más intenso.
En una ocasión, un explorador me guió rudamente por innumerables túneles, como si estuviera buscando algo, o tratando de extraer mi energía hasta dejarme exhausto. Cuando finalmente se detuvo, parecía que estábamos en las afueras de ese mundo, y yo me sentía como si hubiera corrido un maratón. No había más túneles, solamente oscuridad. De pronto algo iluminó el área frente a mi; la luz provenía de una fuente indirecta; una luz mortecina que tornaba todo gris o pardusco. Cuando me acostumbré a ella, distinguí vagamente unas formas oscuras moviéndose. Después de un momento, me pareció que el enfocar mi atención de ensueño en esas formas movedizas las volvía sustanciales. Diferencié tres tipos distintos: unas eran redondas, como pelotas; otras como campanas; y otras, como ondulantes llamas de vela, pero gigantescas. Todas eran básicamente redondas y del mismo tamaño. Se me ocurrió que tenían entre un metro o metro y medio de diámetro. Había cientos o quizá miles de ellas.