La madre del sogún estudió a sus visitantes con franco interés.
– ¿De manera que éstos son los hombres que han resuelto tantos misterios desconcertantes? ¡Qué emoción!
Vista de cerca, no parecía tan joven como al principio. Su rostro redondo de rasgos menudos y regulares tal vez había sido atractivo en algún momento, pero el polvo blanco ya no lograba ocultar las profundas arrugas de su piel. El carmín brillante de labios y mejillas prestaba una semblanza de vitalidad que contradecía el blanco venoso y amarillento de sus ojos. La papada abultaba por encima de un pecho exuberante que había caído con la edad, y su pelo negro poseía la oscuridad uniforme y artificial del tinte. Su sonrisa revelaba una dentadura ennegrecida por la cosmética con dos huecos en la hilera superior que le conferían un aspecto vulgar y plebeyo. Y plebeya era, pensó Sano, recordando su historia.
Keisho-in era hija de un verdulero de Kioto. A la muerte de su padre, su madre pasó a ser criada y amante de un cocinero de la casa del imperial príncipe regente. Allí Keisho-in trabó amistad con la hija de una distinguida familia de Kioto. Cuando la amiga se convirtió en concubina del sogún Tokugawa Iemitsu, se la llevó al castillo de Edo con ella y Keisho-in pasó a ser a su vez concubina de Iemitsu. A los veinte años había dado a luz a su hijo Tsunayoshi y hecho suya la condición más alta que una mujer podía alcanzar: consorte oficial de un sogún y madre del siguiente. Desde aquel momento, Keisho-in había nadado en la abundancia gobernando las dependencias de las mujeres.
– Mi honorable hijo me ha hablado mucho de vuestras aventuras -dijo la dama-; me alegra conoceros.
Con una caída de ojos dedicada a ambos, desplegó el encanto coqueto que debió de encandilar al padre de Tokugawa Tsunayoshi. Después, suspiró.
– Pero qué ocasión más triste os trae aquí: la muerte de la dama Harume. ¡Qué tragedia! Todas las mujeres tememos por nuestra vida. -Sin embargo, al parecer no estaba en la naturaleza de Keisho-in el permanecer triste mucho tiempo, pues, con una seductora sonrisa para Sano, añadió-: Pero ahora que habéis venido a salvarnos, estoy más tranquila. Vuestro criado le dijo a Chizuru que deseáis nuestra ayuda para evitar una epidemia. No tenéis más que decir lo que hemos de hacer. Estamos ansiosas de ser utilidad.
– La dama Harume no murió de una enfermedad, de modo que no habrá epidemia -dijo Sano, aliviado al encontrar tan buena disposición en la madre del sogún. Dados su rango y su influencia, podía oponerse a la investigación si así lo deseaba; todas las habitantes del Interior Grande eran sospechosas en aquel caso, incluida ella. En cuanto a los sentimientos de Chizuru, Sano tenía sus dudas. La expresión de la otoshiyori permaneció neutra, pero su rígida postura era indicio de resistencia-. La dama Harume fue asesinada, con veneno.
Por un momento, las dos mujeres se quedaron mirándolo; ninguna habló. Sano detectó un destello de emoción ininteligible en los ojos de Chizuru antes de que los desviara. Entonces la dama Keisho-in exclamó:
– ¿Veneno? ¡Qué horror! -Con los ojos y la boca abiertos, se recostó en los cojines entre jadeos-. No puedo respirar. ¡Necesito aire! -Chizuru corrió a ayudar a su señora, pero la dama Keisho-in la apartó con un gesto y le hizo señas a Hirata-. Joven, ayúdame!
Con una incómoda mirada a Sano, el joven vasallo se acercó a la dama Keisho-in. Recogió su abanico y empezó a darle aire con vigor. Pronto su respiración se hizo regular; su cuerpo se relajó. Cuando Hirata la ayudó a enderezarse, se apoyó en él un momento y le sonrió a la cara.
– Qué fuerte y guapo y cortés. Arigato .
– Do itashimashite -masculló Hirata, que volvió a su puesto junto a Sano con un suspiro de alivio.
Sano lo miró con preocupación. Normalmente Hirata era capaz de conservar el aplomo al enfrentarse con testigos de cualquier sexo o clase; en aquella ocasión, se arrodilló con la cabeza baja y los hombros hundidos. ¿Cuál era el problema? Por el momento, Sano reflexionó sobre las reacciones de estas mujeres. ¿Era la noticia del envenenamiento realmente una novedad para ellas? El desmayo de Keisho-in había parecido genuino, pero Sano se preguntaba si la otoshiyori supo o sospechó de la posibilidad de un asesinato con anterioridad.
– ¿Quién querría matar a la pobre Harume? -dijo Keisho-in con tono quejumbroso. Dio una calada a su pipa y una lágrima resbaló por su mejilla, dejando un surco en el espeso maquillaje blanco-. Una niña tan dulce, tan encantadora y vivaracha. -Entonces recuperó sus maneras coquetas. Le dedicó a Hirata una sonrisa flanqueada de hoyuelos-. Harume me recordaba a mí misma de joven. Hubo un tiempo en que fui una gran belleza, la favorita de todos. -Suspiró-. Y Harume era igual. Muy popular. Cantaba y tocaba el samisén de maravilla. Sus bromas nos hacían reír a todas. Por eso la incluí entre mis doncellas. Sabía hacer feliz a la gente. Yo la quería como a una hija.
Sano miró a Chizuru. La otoshiyori tenía los labios apretados; exhaló aire una vez: era evidente que no compartía la visión que su señora tenía de la chica muerta.
– ¿Qué opinión os merecía la dama Harume? -le preguntó-. ¿Qué tipo de persona os parece que era?
– No me corresponde tener opiniones sobre las concubinas de su excelencia -contestó remilgadamente.
Sano notó que Chizuru podría hablarle largo y tendido de la dama Harume, pero no quería contradecir a su señora.
– ¿Tenía la dama Harume algún enemigo en palacio que quisiera verla muerta? -preguntó a las dos mujeres.
– Desde luego que no. -Keisho-in soltó una enfática bocanada de humo-. Todo el mundo la quería. Y aquí en el Interior Grande nos llevamos todas muy bien. Como hermanas.
Pero incluso las hermanas discutían, y Sano lo sabía. En el pasado, algunas peleas en el Interior Grande habían acabado en asesinato. Para afirmar que quinientas mujeres, apiñadas en un espacio tan reducido, convivían en completa armonía, Keisho-in tenía que ser tonta de remate o una mentirosa. Chizuru carraspeó y dijo en tono vacilante:
– Había desavenencias entre Harume y otra concubina. La dama Ichiteru. No se… entendían.
Keisho-in se quedó boquiabierta y mostró el hueco de sus dientes caídos de forma poco favorecedora.
– ¡No! ¡No sabía nada!
– ¿Por qué no se entendían la dama Ichiteru y la dama Harume? -preguntó Sano.
– Ichiteru es una dama de ilustre linaje -explicó Chizuru-. Es prima del emperador, de Kioto. -Allí era donde vivía modesta pero dignamente la familia imperial, aunque despojada de poder político y bajo el dominio total del régimen de los Tokugawa-. Antes de que Harume llegara al castillo de Edo hace ocho meses, la dama Ichiteru era la compañía favorita del honorable sogún…, al menos, entre las mujeres.
Con una nerviosa mirada a su señora, Chizuru se llevó una mano a la boca. La preferencia de Tokugawa Tsunayoshi por los hombres era del dominio público pero no, al parecer, un tema que se tratase en presencia de su madre.
– Pero cuando Harume llegó, sustituyó a la dama Ichiteru en el afecto del sogún -aventuró Sano.
Chizuru asintió.
– Su excelencia dejó de solicitar la compañía de Ichiteru por las noches y empezó a invitar a Harume a sus aposentos.
– A Ichiteru no tendría que haberle importado -terció la dama Keisho-in-. Mi pequeño tiene derecho a disfrutar de la mujer que desee. Y es su deber engendrar un heredero. Como Ichiteru fracasó a la hora de concebir un niño, hizo bien en probar con otra concubina. -Keisho-in soltó una risita, le guiñó el ojo a Hirata y añadió-: Una que fuera joven, descarada y fértil, como lo era yo cuando conocí a mi querido y difunto Iemitsu. Ya sabes de qué tipo de chica te hablo, ¿verdad, joven?
Una mancha roja brillante de bochorno se encendió en cada una de las mejillas de Hirata.
– Sumimasen -«Disculpad»-, pero ¿había alguien entre las criadas, los guardias o las doncellas que no se llevara bien con la dama Harume?
Moviendo la cabeza, Keisho-in desestimó la pregunta con un ademán de su pipa que salpicó de ceniza los cojines.
– Las criadas son personas de excelente carácter y disposición. Las entrevisté personalmente a todas antes de que se les permitiese trabajar en el Interior Grande. Ninguna habría atacado a una concubina favorecida.
Chizuru apretó la mandíbula y miró al suelo. Un hecho preocupante despuntó ante los ojos de Sano: la dama Keisho-in era ajena a lo que sucedía a su alrededor. La otoshiyori manejaba la administración del Interior Grande del mismo modo que el chambelán Yanagisawa dirigía el gobierno en lugar de Tokugawa Tsunayoshi. El hecho de que las dos cabezas del clan que regía Japón fueran tan débiles y necias -no parecía haber otro término mejor- no prometía nada bueno para la nación.
– A veces las personas no son lo que parecen -sugirió Sano-. Hay gente capaz de ocultar su auténtica naturaleza, hasta que pasa algo…
Chizuru se aferró al cabo que le tendían: era obvio que se debatía entre el temor a contradecir a la dama Keisho-in y el de mentirle al sosakan-sama del sogún.
– Todos los guardias de palacio son hombres que vienen de buenas familias y tienen excelentes hojas de servicio. Por lo general también tienen buen carácter. Pero uno de ellos, el teniente Kushida… Hace cuatro días, la dama Harume presentó una queja contra él. Dijo que se había comportado de forma inadecuada con ella. Cuando el personal de palacio no estaba presente, la rondaba y trataba de entablar conversación sobre… cosas inapropiadas.
«O sea, sexo», interpretó Sano.
– El teniente Kushida envió cartas ofensivas a la dama Harume, o eso dijo ella -prosiguió Chizuru-. Llegó a afirmar que la espiaba mientras se bañaba. Dijo que lo había conminado una y otra vez a dejarla en paz, pero él persistía hasta que al final perdió la cabeza y amenazó con matarla.
– ¡Repugnante! -La dama Keisho-in hizo una mueca y dijo con indignación-: ¿Por qué nadie me cuenta nada?
La mirada afligida que Chizuru le dedicó a Sano le decía que sí había informado a la madre del sogún, pero que ella lo había olvidado.
– ¿Y entonces qué pasó? -preguntó Sano.
– Me resistía a creer las acusaciones -respondió Chizuru-. Hace diez años que el teniente Kushida trabaja aquí y nunca ha causado ningún problema. Es un hombre agradable y cabal. La dama Harume llevaba muy poco tiempo entre nosotros. -El tono de la otoshiyori daba a entender que Harume le parecía menos agradable y cabal, y la probable fuente del problema-. Sin embargo, este tipo de acusaciones siempre se tratan con rigor. La ley prohíbe que el personal masculino incomode a las mujeres o establezca relaciones inadecuadas con ellas. La pena es la destitución. Informé del asunto al administrador jefe. El teniente Kushida quedó temporalmente apartado de sus tareas, pendiente de la investigación de los cargos.