– ¿Y se llevó a cabo la susodicha investigación? -inquirió Sano.
– No. Y ahora que la dama Harume ha muerto…
Los cargos, sin ella que los confirmara, tenían que retirarse, lo que explicaba que el administrador jefe se hubiese descuidado de contárselo a Hirata. Qué suerte para el teniente Kushida que la muerte de su acusadora le hubiese ahorrado la desgracia de perder su puesto. Definitivamente, merecía la pena interrogarlos a él y a la envidiosa dama Ichiteru.
– Concubinas celosas, guardias groseros -se lamentó Keisho-in-. ¡Qué espanto! Sosakan-sama, tenéis que encontrar y castigar a quien mató a mi pequeña Harume y salvarnos a todas de una persona tan malvada y peligrosa.
– Necesitaré que mis detectives registren el Interior Grande y hablen con las residentes -dijo Sano-. ¿Dispongo de vuestra venia?
– Por supuesto, por supuesto. -La dama Keisho-in asintió con firmeza. Después, con un gruñido, se irguió haciendo fuerza con las manos e hizo señas a Chizuru para que la ayudara a ponerse en pie-. Es la hora de mis oraciones. Pero os ruego que paséis a verme otra vez. -Le mostró los hoyuelos a Hirata-. Y tú también, jovencito.
Se despidieron. Hirata casi salió corriendo de la habitación, y Sano lo siguió, extrañado por la desacostumbrada timidez de su vasallo. Aunque era consciente de todo el trabajo que tenían por delante, al salir del palacio se alegró de que fuera demasiado tarde para verse con sospechosos o testigos, y de no tener que encontrarse con el sogún hasta el día siguiente. En casa lo esperaba Reiko. Era su noche de bodas.