Una luna asimétrica y marfileña derramaba una luz tenue sobre los árboles, las rocas y el pabellón del jardín. Cantaban los grillos; ladraban los perros. En algún lugar de la noche, los guardias patrullaban la finca y el castillo; pasos, ruido de cascos y voces bajas recorrían el aire nítido y frío que olía a escarcha y a humo de carbón. Reiko daba vueltas por la habitación en gélida soledad, tratando de poner en orden sus tumultuosos sentimientos.
¡Cómo odiaba a Sano por menospreciar sus deseos, por burlarse de su inteligencia y sus habilidades! Y qué enfadada estaba con ella misma por manejar tan mal la situación. Tendría que haberse tomado las cosas con más calma, hacerse la esposa sumisa y ganarse su afecto antes de abogar por su causa. Pero sentía que no habría supuesto ninguna diferencia. Sano era como todos los hombres, y había sido una insensata por pensar lo contrario.
– ¡Samurái pomposo e ignorante! Darme órdenes a mí como si fuera una criada o una niña -masculló, henchida de rabia. Bajo su furia, yacía el sufrimiento sombrío del desengaño: qué infantil y alocado parecía su sueño de resolver crímenes y alcanzar la gloria-. ¡Mejor sería que me hubiese hecho el haraquiri antes que casarme!
Mientras caminaba, una cálida sensación de humedad se deslizó entre sus muslos. Pensando que le había llegado el periodo, se tanteó bajo las faldas. Su mano salió manchada de una secreción transparente y almizcleña: el fluido de la excitación, la respuesta involuntaria de su cuerpo a la confrontación con Sano. Se horrorizó al cobrar conciencia de una pesadez en el bajo vientre, del sordo y cálido latido entre sus piernas. Acuclillada en la galería, afrontó la suma de sus temores.
No temía las palizas, el castigo habitual a las mujeres indisciplinadas -el entrenamiento en artes marciales le había proporcionado una elevada tolerancia al dolor-, y sabía de manera instintiva que Sano no era del tipo de hombres que harían daño a una mujer en un momento de furia. Pero temía el acto sexual, un campo de batalla donde la naturaleza la había hecho vulnerable a la posesión del hombre. Y el deseo podía someterla al marido que ya la poseía, destruyendo su preciada independencia.
Aun así, la aterrorizaba que Sano se divorciara de ella. Si lo hacía, todos la culparían del fracaso de su matrimonio; ningún otro hombre la aceptaría. Ella y su familia padecerían una humillación pública. El espectro de un futuro sombrío como solterona caída en desgracia que vivía de la caridad de los parientes se cernía sobre Reiko. Y a pesar de la rabia que le daba la tiranía de Sano, no quería dejarlo. Quería experimentar los peligrosos placeres del amor. Cuerpo y espíritu lo anhelaban, aunque su pensamiento se encogiera ante la perspectiva de una vida de reclusión doméstica y aburrimiento.
Reiko observó el juego de la luna en ascenso sobre las ramas de un alto pino. De entre la maraña de emociones en conflicto había una que identificaba a la perfección: tenía que hacer que el matrimonio funcionase, pero con sus propias condiciones.
Entró en su estancia y se arrodilló frente al escritorio. Sobre él descansaban en un estante las espadas que había recuperado aquella tarde. Molió tinta, preparó una hoja y cogió su pincel. La desesperación reforzaba su determinación. Iba a probarle a Sano que una esposa podía ser detective. Iba a demostrarle que le convenía tenerla como partícipe de su trabajo en vez de como esclava glorificada del hogar. Haría que la amara por lo que era, no por su idea de lo que debería ser.
Llevándose la lengua a su diente mellado, Reiko empezó a redactar una lista de planes para sus indagaciones secretas sobre el asesinato de la dama Harume.
A solas, Sano decidió a regañadientes no salir en pos de Reiko: en su presente estado de furia, confusión y deseo insatisfecho, sólo conseguiría empeorar las cosas entre ellos. Acabó de comer, aunque la cena se había enfriado y había perdido el apetito. Cansinamente se levantó, fue a su habitación y se quitó la ropa. En el cuarto de baño se frotó, se aclaró, se sumergió en la bañera y después se envolvió en una bata de algodón. Recorrió el pasillo y dejó atrás la estancia donde había planeado pasar la primera noche con su esposa. En la puerta contigua, la pared de papel de la cámara privada de su mujer resplandecía a la luz de una lámpara. Sano se detuvo en el exterior.
La sombra borrosa de Reiko se despojaba de la ropa y se peinaba. Era evidente que pensaba pasar la noche allí. A Sano le quemaban las entrañas de deseo. Un fiero afán de posesión inflamó su furia. A pesar de la pelea, era su esposa. Tenía derecho a exigir su presencia en el lecho nupcial. Aferró el picaporte…… y después dejó que su mano cayera, sacudiendo la cabeza a medida que la razón aplacaba a la lujuria furiosa. No podía sojuzgar a Reiko por medio de la fuerza bruta, porque no quería una pareja resentida que lo obedeciese tan sólo porque la sociedad estipulaba que la mujer debía someterse al hombre. Seguía anhelando una unión de amor mutuo. Había sido un día largo y difícil, probablemente no menos para Reiko que para él. Habían arrancado con un mal principio, pero al día siguiente empezarían de nuevo, tras una noche de descanso. Le mostraría todas las atenciones posibles. Ella se daría cuenta de que su sitio estaba en casa, no en una investigación de asesinato. Y entonces aprendería a amarlo como su marido y su superior.
Fue de mala gana a sus aposentos pero, enfrascado en recrear la discusión con Reiko y pensar en lo que tendría que haber dicho, se sentía demasiado tenso para dormir. Entre los pliegues de ropa tirada en el suelo estaba el diario que había encontrado en la habitación de la dama Harume. Lo recogió con un suspiro. No había nada como el trabajo para apartar el pensamiento de los problemas domésticos, y tal vez descubriera algo útil en el registro que la concubina asesinada había llevado de su vida y sus pensamientos íntimos. Se tumbó en el futón y se acercó la lámpara. Apoyado en el codo, abrió la cubierta malva y verde con estampado de tréboles del diario y pasó la primera página.
El texto estaba escrito con un trazo torpe y plagado de tachones. Como muchas mujeres, la dama Harume apenas había tenido estudios. Tal vez fuera mejor para ellas, pensó Sano, a la vista de cómo la educación superior de Reiko había dado alas a su espíritu rebelde. Sin embargo, a medida que Sano hojeaba el diario, despuntó el talento natural de Harume para la prosa descriptiva:
Entro en el Interior Grande. Los guardias me conducen por los pasillos como a una prisionera a su celda. Cientos de mujeres se paran a curiosear. Dejan de parlotear a mi paso y me miran: ¡cuánto desdén! Miran y miran, animales codiciosos y enjaulados que se preguntan si la llegada de la nueva significará menos comida para ellas. Pero sostengo la cabeza bien alta. Puede que sea pobre, pero soy más guapa que cualquiera de las que veo. Algún día no muy lejano seré la concubina favorita del sogún. Y nadie más se atreverá a menospreciarme.
Ninguna de las entradas llevaba fecha, pero aquélla, la primera, debía datar de poco después de Año Nuevo, hacía ocho meses, cuando Harume llegó al castillo de Edo. Sano leyó por encima los pasajes que describían las rutinas y los enojos del Interior Grande, los diversos entretenimientos de Harume y sus visitas cada vez más frecuentes a los aposentos del sogún.
Este sitio está tan abarrotado que tenemos que hacer turnos para comer y bañarnos. Dondequiera que vaya hay siempre alguien que topa conmigo, siempre alguien en el excusado cuando tengo que ir, las narices de alguien en mis asuntos, el hedor de alguien en mi nariz. El agua del baño siempre está sucia cuando me toca, y el ruido nunca cesa, ni siquiera por las noches, porque siempre hay alguien que habla, ronca, tose o llora. Pero, aunque anhelo estar a solas, muero de soledad. Las otras me tratan como a una extraña, y a mí tampoco me caen bien. Y no hay nada que hacer excepto lo de siempre. Cada día es igual al anterior, y no nos dejan salir lo bastante a menudo.
Ayer hizo mucho calor, y los truenos bramaban como dragones furiosos. Nos fuimos de merienda a las colinas. Me puse mi quimono verde con estampado de hojas de sauce. Bebimos sake y nos lo pasamos muy bien hasta que de golpe, ¡un chaparrón! Gritamos y corrimos a los palanquines mientras las sirvientas correteaban para recoger las provisiones. ¡Qué diversión ver a todas aquellas altivas concubinas mayores empapadas y cloqueando como gallinas mojadas!, sobre todo después de que se burlaran de mis modales rústicos.
La noche pasada me volvió a recibir su excelencia. Me puse mi quimono de satén rojo con los caracteres de la suerte estampados para poder darle un hijo y ser rica y feliz durante el resto de mi vida, como la dama Keisho-in.
Como Sano había esperado, el diario íntimo de Harume se parecía a los que antaño escribieran las damas de la corte imperial, que habían dado testimonio de las trivialidades de la vida más que de los sucesos históricos de importancia. Sobre ocasiones tan sonadas como la última, Harume no daba detalles: hasta las jovencitas candorosas sabían que cualquier observación descuidada sobre el sogún podía acarrear una severa censura, la destitución e incluso la muerte. Harume también debía de haber temido que alguna compañera fisgona leyese su diario y se vengase de la desfavorable descripción que en él hacía. La dama Ichiteru y el teniente Kushida sólo aparecían a la mitad de una larga lista titulada «Cosas que me desagradan de la vida en el castillo de Edo»:
39. Que me pongan el arroz duro del fondo de la olla porque las concubinas mayores se quedan con la mejor comida.
40. Ichiteru, que se cree mejor que nadie sólo porque es prima del emperador.
41. Los reconocimientos médicos mensuales y las manos frías del doctor Kitano en mis partes íntimas.
42. El teniente Kushida, un incordio espantoso.
En pasajes posteriores no había constancia de enemistades o disputas que pudieran haber llevado a su asesinato. Sano empezaba a amodorrarse. Pasó a la última página.
Ayer fuimos de peregrinaje al templo de Kannon. Me encanta el barrio de Asakusa porque hay tanto ajetreo en las calles que los guardias y las sirvientas de palacio no pueden vigilarnos muy de cerca. Podemos escabullirnos de ellos y pasear por el mercado, comprar comida y recuerdos en los puestos, que nos lean la buenaventura, observar a los peregrinos, los sacerdotes, los niños y las palomas sagradas: ¡libertad!