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Cuando Sano llegó a casa, los criados salieron a la entrada de su mansión para darle la bienvenida. Lo liberaron de su capa y sus espadas y lo condujeron a la sala, donde ardían faroles y braseros de carbón; los murales de las paredes representaban un sereno paisaje de montaña. Al acomodarse en los cojines de seda del suelo, sintió que lo abandonaba la tensión del día y se apoderaba de él una sensación de felicidad. Hirata había ido a dar órdenes al cuerpo de detectives y a asegurar la protección de la finca para la noche. Sano disponía del tiempo que restaba hasta el día siguiente. Podía empezar su matrimonio.
– ¿Os gustaría comer algo? -preguntó el primer criado.
Sano asintió y preguntó:
– ¿Dónde está… mi mujer? -La frase sonaba extraña en sus labios, pero tan agradable como un vaso de agua después de una larga y seca jornada.
– Se le ha informado de que estáis en casa, y ahora mismo viene.
El sirviente hizo una reverencia y salió de la habitación. Sano esperaba con el corazón acelerado; se le hizo un nudo en el estómago. Entonces se abrió la puerta. Se incorporó, y Reiko entró en la habitación. Su desposada llevaba un quimono de seda naranja mate con un estampado de ásteres dorados y el pelo recogido con agujas, y portaba una bandeja con una botella de porcelana de sake y dos tazas. Con los ojos recatadamente bajos, se deslizó hasta Sano, se arrodilló frente a él, dejó la bandeja e hizo una reverencia.
– Honorable esposo -murmuró-. ¿Puedo servirte?
– Sí, por favor -dijo Sano, fascinado por su belleza juvenil.
El ceremonial del sake suavizaba lo embarazoso del momento -alguien debía de haber instruido a Reiko sobre qué hacer cuando estuviese por primera vez a solas con su marido-, pero las manos le temblaban al pasarle la taza a Sano. La compasión mitigó su propio nerviosismo. Estaban en sus dominios. De él dependía que Reiko se sintiese a gusto en ellos.
– Espero que te encuentres bien -dijo mientras llenaba la otra taza de sake y se la ofrecía.
Reiko alzó la taza con cautela, como si temiera tocarle la mano.
– Sí, honorable esposo.
Bebieron, y Sano vio que se había teñido los dientes de negro. Un inesperado torrente de calor le corrió por la ingle. Nunca había prestado excesiva atención a aquella costumbre de las mujeres casadas; en aquel momento, ver aquella transformación en Reiko despertó su deseo. Le recordaba que era suya tanto en cuerpo como en espíritu.
– ¿Te gustan tus aposentos? -Sano saboreó el licor y la excitación. El pelo recogido de Reiko acentuaba la gracilidad de su cuello y la inclinación de sus hombros. Había pasado más de un año desde que estuviera con una mujer…-. ¿Te has instalado?
– Sí, gracias.
Una vacilante sonrisa dio ánimos a Sano, pues descubrió que aquella dama de frío porte no carecía de sentimientos hacia él. En ese preciso instante entró un criado, le dio a Sano un paño húmedo y caliente para que se lavara las manos y puso ante él una bandeja laqueada con comida. Cuando volvió a estar a solas con Reiko, ella se apresuró a retirar las tapas de los platos de sashimi , trucha al vapor y verduras; luego le sirvió té. Debía de haber cenado con anterioridad para atenderlo mejor. Sano estaba encantado con su sumisión conyugal.
– Espero que seas feliz aquí -le dijo-. Si quieres cualquier cosa, no tienes más que decirlo.
Reiko alzó una cara ansiosa y radiante hacia él.
– Quizá… Quizá podría ayudarte a investigar la muerte de la concubina del sogún -espetó.
– ¿Qué? -Debido a la sorpresa, el bocado de pescado que se estaba llevando a la boca se le cayó de los palillos.
Se habían esfumado la afectación de humildad y la atractiva timidez de su esposa. Con la cabeza alta y la espalda recta, Reiko miraba a Sano directamente a la cara. Sus ojos lanzaban destellos de osadía nerviosa.
– Tu trabajo me interesa mucho. He oído rumores de que a la dama Harume la asesinaron. Si son ciertos, quiero ayudar a atrapar al asesino. -Tragó saliva antes de añadir-: Has dicho que si quería algo tenía que pedirlo.
– ¡No me refería a esto! -Sano estaba desolado. De las profundidades de su memoria surgían escenas de su infancia: su madre cocinando, limpiando y bordando en casa mientras su padre se aventuraba fuera de ella para mantenerlos. La experiencia había formado la noción que Sano tenía de un matrimonio correcto. Un aluvión de razones adicionales le impedía acceder a la petición de Reiko. Adoptó un tono amable-. Lo siento. Agradezco tu ofrecimiento, pero una investigación de asesinato no es apropiada para una esposa.
Esperaba que acatase su decisión, como había hecho su madre con todas las de su padre. Pero Reiko replicó:
– Mi padre me ha dicho que ése iba a ser tu parecer, y lo comparte. Pero quiero trabajar, ser útil. Y puedo ayudarte.
– Pero ¿cómo? -preguntó Sano, cada vez más atónito ante la desaparición de su sueño de dicha conyugal. ¿Quién era aquella chica extraña y obstinada con la que se había casado?-. ¿Qué podrías hacer tú?
– He recibido educación; sé leer y escribir tan bien como un hombre. Durante diez años he observado los juicios de mi padre en el Tribunal de justicia. -A Reiko le temblaba la delicada barbilla, pero no cedió ante la desaprobación de Sano-. Entiendo la ley, y a los criminales. Puedo ayudar a averiguar quién mató a la dama Harume.
Criada en la mansión del magistrado Ueda, Reiko debía de haber visto más criminales que el propio Sano. Avergonzado de verse superado por su joven esposa, también aborrecía pensar en los espectáculos de violencia y depravación humana que habría presenciado. Peor aún, le sublevaba la idea de dejar que aquellos elementos de su trabajo irrumpieran en su vida privada. ¿Cómo podía ser su casa un refugio si Reiko compartía su conocimiento de los males del mundo?
– Te lo ruego…, cálmate y deja que te lo explique -dijo Sano, alzando las manos en gesto de apaciguamiento-. El trabajo de un detective es peligroso. Podrías resultar herida, incluso muerta. -Les había ocurrido a muchos otros durante sus anteriores casos, y no iba a dejar que su esposa cayera víctima de su búsqueda de la justicia-. No sería correcto que te permitiera participar en la investigación de un asesinato. -Sano retomó su cena con ademán de dar por zanjada la cuestión.
– Crees que soy débil y estúpida por ser mujer -insistió Reiko-, pero sé luchar. Puedo defenderme. -El ardor encendía sus preciosos ojos en forma de pétalo-. Y puesto que soy mujer, puedo entrar en sitios que te están vedados. Puedo obtener información de gente que a ti nunca te hablaría. ¡Dame tan sólo una oportunidad!
Sano empezaba a enfadarse. Recordaba a su dócil madre cocinando los platos preferidos de su marido, llevando la casa para satisfacer sus necesidades sin pedir jamás nada para ella misma. En su mundo de samurái marcado por el servicio sin limites al régimen de Tokugawa, su propio hogar era el único dominio bajo su control absoluto. Ahora Sano notaba que ese control se le escapaba de las manos y su autoridad masculina se debilitaba frente al desafío de Reiko. El cansancio minaba su paciencia. Aunque lo último que quería era una pelea en su noche de bodas, la cólera se impuso.
– ¿Cómo osas llevarle la contraria a tu marido? -preguntó, arrojando los palillos-. ¿Cómo te atreves siquiera a sugerir que tú, una niña tonta y cabezota, puedes hacer algo mejor que yo?
– ¡Porque tengo razón!
De un salto, Reiko se puso en pie, con los ojos que echaban chispas de una furia no inferior a la de Sano. Se tanteó el incisivo mellado con la lengua; se llevó la mano al cinto como si buscara una espada. Aquella reacción agresiva y poco femenina indignó a Sano, a la vez que lo excitó profundamente. La furia convertía la delicada belleza de Reiko en el poder puro y femenino de una diosa. La rapidez de su respiración y el arrebol de sus mejillas sugerían la excitación sexual. A pesar del desagrado por su impertinencia, Sano admiraba su espíritu valeroso, aunque no la creyera capaz de investigar un asesinato, ni pretendiera dejarle socavar su masculinidad a base de réplicas. Apartó la bandeja de un manotazo y se levantó, lanzando una mirada furibunda a su joven esposa.
– Te ordeno que te quedes en casa, donde te corresponde, y no te entrometas en mi trabajo -dijo, aunque horrorizado por el vuelco de hostilidad que había dado su relación. Quería que los dos fuesen felices, y no iba a conseguirlo hiriendo los sentimientos de Reiko. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?-. Soy tu marido. Me obedecerás. ¡Y no hay más que hablar!
Reiko entrecerró los ojos con desprecio.
– ¿Y qué harás si desobedezco? -preguntó-. ¿Pegarme? ¿Mandarme de vuelta con mi padre? ¿O matarme? -De su garganta brotó una risa amarga-. Ojalá lo hicieras, porque lamento haberme casado contigo. ¡Prefiero morir que someterme a ti o a cualquier otro hombre!
Su rechazo se le clavó como una puñalada en el corazón. Herido y furioso, sentía una irresistible necesidad de afirmar su poder mediante la posesión física de su esposa. Su virilidad alcanzó la erección. Dio un paso adelante y la aferró por los hombros.
La rebeldía valiente de Reiko se desvaneció al momento. Se encogió ante la fuerza de Sano. Cernido sobre ella, notaba la fragilidad de sus huesos. Los ojos se le llenaron de terror, y él supo que no eran los golpes o la muerte lo que temía. Era la herida más cruel que un hombre podía infligirle a una mujer: el asalto personal a las partes más íntimas de su cuerpo. Pero, cuando se cruzaron sus miradas, Sano sintió en ella un apetito insondable por ese contacto íntimo y brutal; tenía los labios húmedos y respiraba de forma rápida y trabajosa. Ante Sano surgió una visión de los dos desnudos y entrelazados, resolviendo toda discusión en el primitivo rito del apareamiento. Y por la expresión de asombro en el rostro de Reiko, veía que ella también la compartía y deseaba que se hiciera realidad.
Lentamente, Sano alzó la mano y le tocó la suave mejilla. Por un largo y tenso momento, sus alientos se confundieron. De repente, Reiko se desasió de él y salió corriendo de la sala.
– ¡Reiko, espera! -gritó Sano.
Sus pasos veloces se alejaban por el pasillo. Se oyó un portazo. Presa de un caos de emociones, con el cuerpo aún rebosante de deseo, Sano se quedó paralizado, con las manos cerradas sobre el vacío que ella había dejado atrás.
En el santuario de su cámara privada, Reiko echó el pestillo y exhaló un trémulo suspiro. Notaba el corazón desbocado en el pecho; le temblaban los músculos. Con agitación febril, corrió hacia la puerta de la galería y salió.