CAPITULO 3
4 de marzo de l997, 8.40 horas.
Nueva York
– ¿Y bien? ¿Qué quiere hacer? -preguntó Franco Ponti mirando a su jefe Vinnie Dominick por el retrovisor.
Estaban en el Lincoln de Vinnie, que se encontraba en el asiento trasero, inclinado hacia delante, cogido al asidero lateral con la mano derecha. Miraba hacia el número 126 Este de la calle Sesenta y cuatro. Era un edificio de estilo rococó francés, con ventanas en arco de múltiples paños. Las ventanas de la planta baja estaban protegidas con rejas.
– Es una casa lujosa -dijo Vinnie-. Parece que al buen doctor le van bien las cosas.
– ¿Aparco? -preguntó Franco. El coche estaba en el centro de la calle, y el taxista que estaba detrás tocaba el claxon con insistencia.
– ¡Aparca!
Franco avanzó hasta la primera boca de incendio y acercó el coche al bordillo. El taxista los adelantó y levantó histéricamente el dedo corazón al pasar. Angelo Facciolo cabeceó e hizo un comentario despectivo sobre los taxistas rusos. Angelo estaba sentado en el asiento delantero.
Vinnie bajó del coche, y Franco y Angelo lo siguieron.
Los tres hombres iban impecablemente vestidos con abrigos largos de Salvatore Ferragamo, en distintos tonos de gris.
– ¿Cree que el coche estará bien aquí? -preguntó Franco.
– Intuyo que esta reunión durará poco -respondió Vinnie-. Pero pon la Recomendación de la Asociación de Policías Benevolentes en el salpicadero. Puede que así nos ahorremos cincuenta pavos.
Echó a andar hacia el número 126. Franco y Angelo lo siguieron con su perpetuo aire de suspicacia. Vinnie miró el portero automático.
– Son dos casas -dijo-. Supongo que al doctor no le va tan bien como había pensado.
Pulsó el timbre correspondiente a la del doctor Raymond Lyons y esperó.
– ¿Sí? -preguntó una voz femenina.
– Vengo a ver al doctor -respondió-. Soy Vinnie Dominick.
Hubo una pausa. Vinnie pateó la tapa de una botella con la punta de uno de sus mocasines Gucci. Franco y Angelo miraban de un extremo al otro de la calle.
– Hola, soy el doctor Lyons -se oyó por el portero automático-. ¿En qué puedo servirle?
– Necesito verlo. Sólo le robaré diez o quince minutos de su tiempo.
– Creo que no lo conozco, señor Dominick -dijo Raymond-. ¿Podría explicarme de qué se trata?
– Se trata de un favor que le hice anoche -dijo Vinnie-. A petición de un amigo mutuo, el doctor Daniel Levitz.
Hubo una pausa.
– Supongo que sigue allí, doctor-dijo Vinnie.
– Sí, desde luego -respondió Raymond.
Sonó un ronco zumbido. Vinnie empujó la pesada puerta y entró. Sus esbirros lo siguieron.
– Parece que el buen doctor no tiene muchas ganas de vernos -se burló Vinnie en el pequeño ascensor. Los tres hombres estaban apretados como cigarrillos dentro de un paquete lleno.
Raymond recibió a sus visitantes junto a la puerta del ascensor. Tras las presentaciones de rigor, les estrechó la mano con evidente nerviosismo. Los invitó a pasar con un ademán y, una vez dentro, los guió hacia un estudio con las paredes recubiertas con paneles de caoba.
– ¿Les apetece un café? -preguntó.
Franco y Angelo miraron a Vinnie.
– No diré que no a un expreso, si no es mucha molestia -respondió éste. Los otros dos dijeron que tomarían lo mismo.
Raymond pidió el café por el telefonillo interno.
Sus peores sospechas se habían confirmado en el preciso momento en que había visto a sus inesperados visitantes.
A sus ojos, parecían estereotipos de una película de serie B.
Vinnie medía aproximadamente un metro setenta y cinco, tenía la tez oscura y era apuesto, con facciones regulares y el pelo engominado peinado hacia atrás.
Saltaba a la vista que era el jefe. Los otros dos hombres eran delgados y medían más de un metro ochenta. Ambos tenían nariz y labios finos, ojos hundidos y brillantes. Podrían haber sido hermanos. La mayor diferencia en su aspecto era el estado de la piel de Angelo. Raymond pensó que tenía cráteres tan grandes como los de la luna.
– ¿Quieren darme sus abrigos? -preguntó Raymond.
– Gracias; no pensamos quedarnos mucho tiempo -respondió Vinnie.
– Por lo menos siéntense invitó Raymond.
Vinnie se arrellanó en un sillón de piel, mientras Franco y Angelo se sentaban erguidos sobre un sofá tapizado en terciopelo. Raymond se sentó detrás de su escritorio.
– ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? -preguntó procurando aparentar seguridad.
– El favor que le hicimos anoche no fue sencillo -dijo Vinnie-. Creímos que le gustaría saber cómo lo organizamos todo.
Raymond dejó escapar una risita triste y alzó las manos, como para atajar un proyectil.
– No es necesario. Estoy seguro de que…
– Insisto -interrumpió Vinnie-. Es lo más sensato en esta clase de asuntos. No queremos que piense que no tuvimos que hacer un esfuerzo importante para complacerlo.
– Nunca pensaría algo así.
– Bien, sólo queríamos asegurarnos -dijo Vinnie-. ¿Sabe?, sacar un cuerpo del depósito no es tarea fácil, puesto que allí se trabaja las veinticuatro horas del día y hay guardias de seguridad todo el tiempo.
– Esto es innecesario. Aunque agradezco sus esfuerzos, prefiero ignorar los detalles de la operación.
– ¡Calle y escuche, doctor Lyons! -exclamó Vinnie. Hizo una pausa para ordenar sus ideas-. Tuvimos suerte porque Angelo conoce a un muchacho llamado Vinnie Amendola, que trabaja en el depósito. Este chico era del grupo de Pauli Cerino, un tipo para el que Angelo trabajaba, pero que ahora está en prisión. Angelo ahora trabaja para mí, y gracias a que tiene alguna información confidencial sobre el muchacho, pudo convencerlo de que le dijera dónde estaban los restos de Franconi. El chico nos facilitó algunos datos más para que pudiéramos presentarnos allí en plena noche.
En ese momento llegaron los cafés. Los sirvió Darlene Polson, a quien Raymond presentó como su ayudante. En cuanto hubo repartido las tazas, Darlene se marchó.
– Tiene una ayudante muy guapa -observó Vinnie.
– Es muy eficaz -respondió Raymond y se enjugó la frente.
– Espero que no lo estemos incomodando -dijo Vinnie.
– No, en absoluto -repuso Raymond con excesiva rapidez.
– Bueno, la cuestión es que sacamos el cadáver sin problemas. Y lo hicimos desaparecer. Pero, como comprenderá, no fue como un paseo por el parque. De hecho, fue muy complicado teniendo en cuenta que hubo que organizarlo todo en tan poco tiempo.
– Bien, si alguna vez puedo hacer algo por ustedes… -dijo Raymond tras una incómoda pausa.
– Gracias, doctor -respondió Vinnie. Apuró el café como si se tratara de un chupito y dejó la taza y el plato sobre el escritorio-. Ha dicho exactamente lo que esperaba, y eso nos lleva al motivo de mi visita. Como quizá ya sepa, yo soy uno de sus clientes, igual que Franconi, y aún más importante, mi hijo de once años, Vinnie Junior, también lo es. De hecho, es previsible que él haga uso de sus servicios antes que yo. De modo que tenemos que afrontar dos cuotas, como las llaman ustedes. Lo que quería proponerle es no pagar nada este año.
¿Qué responde?
Raymond bajó la vista y la fijó en su escritorio.
– Favor por favor -dijo Vinnie-. Creo que es lo más justo.
Raymond se aclaró la garganta.
– Tendré que comentarlo con las autoridades pertinentes -repuso.
– Vaya; ésa es la primera cosa descortés que dice -añadió Vinnie-. Según mis informes, usted es la autoridad pertinente. De modo que encuentro su reticencia insultante. Cambiaré mi oferta. No pagaré la cuota ni este año ni el próximo.
Espero que comprenda el curso que está tomando la conversación.
– Lo comprendo -dijo Raymond. Tragó saliva con evidente esfuerzo-. Me ocuparé de todo.
Vinnie se puso en pie y Franco y Angelo lo imitaron.
– Esa es la idea -concluyó Vinnie-. Así que cuento con que usted hable con el doctor Daniel Levitz y lo ponga al corriente de nuestro acuerdo.
– Desde luego -contestó Raymond incorporándose.
– Gracias por el café. Estaba muy bueno. Felicite a su ayudante de mi parte.
Cuando los matones se marcharon, Raymond cerró la puerta y se apoyó contra ella. Su pulso estaba desbocado.
Darlene apareció en la puerta de la cocina.
– ¿Ha sido tan terrible como temías? -preguntó.
– ¡Peor! -respondió Raymond-. Se comportaron como es de esperar en gente de su calaña. Ahora tendré que vérmelas también con unos mafiosos de medio pelo que quieren nuestros servicios gratis. ¿Qué otra cosa puede salir mal?
Echó a andar. Después de un par de pasos, se tambaleó.
Darlene lo cogió del brazo.
– ¿Te encuentras bien?
Raymond aguardó un instante antes de asentir con un gesto.
– Sí; estoy bien. Sólo un poco mareado -dijo-. Por culpa de este embrollo con el cuerpo de Franconi, anoche no pude pegar ojo.
– Deberías cancelar tu cita con el nuevo candidato.
– Creo que tienes razón. En mi actual estado, no podría convencer a nadie de que se una al grupo, ni aunque estuviéramos al borde de la quiebra.