Kevin pasó al salón. El teléfono estaba sobre el escritorio, en un extremo de la habitación.

– ¿Va a comer? -preguntó Esmeralda.

– Sí -respondió él. Aún no tenía hambre, pero no quería herir los sentimientos de Esmeralda.

Se sentó ante su escritorio. Con la mano sobre el teléfono, calculó rápidamente que en Nueva York serían las ocho de la mañana. Se preguntó para qué habría llamado el doctor Lyons, aunque suponía que tendría algo que ver con su breve conversación con Taylor Cabot. No le gustaba la idea de que le hicieran la autopsia a Carlo Franconi, e imaginaba que a Raymond Lyons le pasaba otro tanto.

Había conocido a Raymond hacía seis años, durante una reunión de la Asociación Americana para el Desarrollo de la Ciencia, en la que Kevin había presentado un trabajo. El detestaba las disertaciones y rara vez las daba, pero en aquella ocasión lo había obligado su jefe de departamento de Harvard. Desde la redacción de su tesis de doctorado, su interés se centraba en la transposición de cromosomas: un proceso mediante el cual se intercambiaban segmentos de cromosomas para mejorar la adaptación de las especies y con ello la evolución. Este fenómeno ocurría con particular frecuencia durante la generación de células sexuales, un proceso conocido como meiosis.

Por pura casualidad, en el mismo congreso y a la misma hora de su intervención, James Watson y Francis Crick habían dado una conferencia extraordinariamente popular con ocasión del aniversario de su descubrimiento de la estructura del ADN. En consecuencia, poca gente había acudido a escuchar a Kevin- Sin embargo, Raymond había estado entre ellos. Después de la disertación, Raymond había hablado con él, convenciéndolo de que abandonara Harvard para unirse a GenSys.

Con mano temblorosa, levantó el auricular y marcó el número. Raymond atendió al primer timbrazo, como si hubiera estado esperando junto al teléfono. Su voz se oía con tanta claridad como si se hallaran en habitaciones contiguas.

– Tengo buenas noticias -anunció en cuanto supo que se trataba de Kevin-. No habrá autopsia.

Kevin no respondió. Estaba desconcertado.

– ¿No te alegras? Sé que Cabot te telefoneó anoche.

– Me alegra hasta cierto punto -repuso Kevin-. Pero con autopsia o sin ella, tengo sentimientos encontrados acerca de este proyecto.

Esta vez fue Raymond quien calló. Apenas terminaba de resolver un problema potencial, otro asomaba la cabeza.

– Es posible que hayamos cometido un error -explicó Kevin-. Quiero decir que quizá yo haya cometido un error. Mi conciencia empieza a importunarme, y estoy asustado. En realidad, soy un especialista en ciencias puras. Las ciencias aplicadas no son lo mío.

– ¡Venga ya! -dijo Raymond con exasperación-. ¡No compliques las cosas! Y sobre todo ahora. Tienes el laboratorio que siempre has deseado. Me he roto los cuernos para enviarte todo el equipo que pediste. Además, las cosas van de maravilla, en especial en lo que respecta a mis reclutamientos. ¡Joder! Con todas las acciones que estás acumulando, serás rico.

– Nunca me propuse amasar una fortuna.

– Hay cosas peores. ¡Vamos, Kevin! No me hagas esto.

– ¿De qué me sirve ser rico si tengo que estar aquí, en el medio de la nada? -Involuntariamente, evocó la imagen del gerente, Siegfried Spallek, y se estremeció. Aquel hombre lo aterrorizaba.

– No estarás allí siempre -dijo Raymond-. Tú mismo me dijiste que casi lo has conseguido, que el sistema es prácticamente perfecto. Una vez termines y entrenes a alguien para que ocupe tu lugar, regresarás. Con tanto dinero, podrás construir el laboratorio de tus sueños.

– He visto más humo procedente de la isla-dijo Kevin-. Igual que la semana pasada.

– ¡Olvida el humo! Estás dejando que tu imaginación se desboque. En lugar de preocuparte por tonterías, deberías concentrarte en tu trabajo para terminar antes. En tu tiempo libre, dedícate a fantasear con el laboratorio que construirás cuando regreses.

Kevin asintió con la cabeza. Raymond tenía algo de razón.

Parte de su preocupación se debía a que si su intervención en el proyecto africano se hacía pública, nunca podría regresar al mundo académico. Nadie lo contrataría. Pero si tenía su propio laboratorio y unos ingresos independientes, no tendría que preocuparse.

– Escucha -dijo Raymond-. Iré a recoger al último paciente cuando esté preparado, lo que debería ser pronto. Entonces volveremos a hablar. Mientras tanto, recuerda que casi lo hemos conseguido y que el dinero no deja de acumularse en nuestras arcas.

– De acuerdo -repuso Kevin de mala gana.

– No hagas ninguna tontería-insistió Raymond-. Prométemelo.

– De acuerdo -repitió Kevin con algo más de entusiasmo.

Colgó el auricular. Raymond era un tipo persuasivo, y siempre que hablaba con él se sentía mejor.

Se levantó del escritorio y regresó al comedor. Siguió el consejo de Raymond e intentó pensar dónde construiría su laboratorio. Cambridge, Massachusetts, se le antojaba el sitio ideal, sobre todo por su antigua vinculación con Harvard y el MIT. Pero quizá fuera mejor hacerlo en el campo, por ejemplo, en New Hampshire.

El plato principal de la comida era un pescado blanco que él no reconoció. Cuando interrogó a Esmeralda al respecto, ésta le dio el nombre del pescado en fang, de modo que se quedó en ascuas. Se sorprendió comiendo más de lo previsto. La conversación con Raymond había tenido un efecto positivo sobre su apetito. La idea de un laboratorio propio le atraía extraordinariamente.

Después de comer, se cambió la camisa sudada por una limpia y recién planchada. Estaba ansioso por volver al trabajo. Cuando se disponía a bajar las escaleras, Esmeralda le preguntó a qué hora quería cenar. Respondió que a las siete, la hora habitual.

Mientras comía, un cúmulo de nubes plomizas se había acercado desde el océano. Cuando cruzó la puerta, ya estaba diluviando, y la calle era una auténtica cascada que descendía en dirección a la ribera. Al sur, más allá del estuario del Muni, Kevin avistó una brillante franja de luz solar y el semicírculo completo del arco iris. En Gabón el tiempo seguía despejado, cosa que no le sorprendió. En ocasiones llovía en una acera y no en la de enfrente.

Previendo que no amainaría durante al menos una hora, rodeó su casa bajo la protección del alero y subió a su Toyota negro. Aunque el trayecto hasta el hospital era ridículamente breve, Kevin prefirió hacerlo en coche a pasarse el resto de la tarde empapado.


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