CAPITULO 5
5 de marzo de 1997, 10.15 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Kevin reemplazó los tubos con cultivos de tejidos en el incubador y cerró la puerta. Estaba trabajando desde antes del amanecer. Su objetivo era encontrar una transponasa para manipular un gen de histocompatibilidad menor del cromosoma Y. Llevaba un mes de intentos infructuosos, a pesar de que aplicaba la misma técnica que le había permitido descubrir y aislar la transponasa asociada con el brazo corto del cromosoma 6.
Kevin solía llegar al laboratorio alrededor de las ocho y media, pero esa mañana se había despertado a las cuatro y no había podido volver a conciliar el sueño. Después de dar vueltas en la cama durante tres cuartos de hora, había decidido aprovechar el tiempo en algo productivo. Había llegado al laboratorio a las cinco, cuando aún reinaba la más absoluta oscuridad.
Lo que le impedía dormir era su conciencia. La idea obsesiva de que había cometido un error prometeico había recrudecido con fuerza. Aunque la sugerencia del doctor Lyons sobre la posibilidad de montar su propio laboratorio lo había tranquilizado en su momento, el efecto no duró. Con el laboratorio de sus sueños o sin él, no podía acallar la sospecha de que algo horrible estaba sucediendo en la isla Francesca.
Los sentimientos de Kevin no se debían a que hubiera vuelto a ver humo. No lo había visto, aunque al despuntar el alba, evitó deliberadamente mirar por la ventana en dirección a la isla.
Kevin sabía que no podía continuar así. Decidió que la conducta más racional era comprobar si sus temores eran fundados. Y la mejor forma de hacerlo era hablar con alguien involucrado en el proyecto, alguien que pudiera arrojar alguna luz sobre el motivo de su preocupación. Pero Kevin se sentía incómodo con la mayoría de los trabajadores de la Zona. Nunca había sido una persona sociable, y mucho menos en Cogo, donde era el único académico. Sin embargo, había una persona con quien se entendía mejor, sobre todo porque admiraba su trabajo. Era Bertram Edwards, el jefe de los veterinarios.
Movido por un súbito impulso, Kevin se quitó la bata, la dejó sobre la silla y se dirigió a la salida. Tras cruzar la planta baja, salió al calor húmedo del aparcamiento situado detrás del hospital. La atmósfera estaba despejada, con cúmulos de nubes blancas y abultadas en el cielo. También acechaban algunas nubes de lluvia, pero estaban al otro lado del océano, al oeste del horizonte. Si llovía, no sería antes de la tarde.
Kevin subió a su todoterreno Toyota y se alejó del aparcamiento. Enfiló por la calle norte de la plaza y pasó junto a la vieja iglesia católica. GenSys había restaurado el edificio para transformarlo en un centro recreativo. Los viernes y sábados por la noche proyectaban películas, los lunes había partidas de bingo, y el sótano se había convertido en una cantina donde vendían hamburguesas.
El despacho de Bertram Edwards estaba en el Hospital Veterinario, que formaba parte del Centro de Animales. El complejo era más grande que toda la ciudad de Cogo. Estaba situado al norte de la ciudad, en medio de un denso bosque tropical, y separado de ésta por un trecho de selva virgen.
Kevin condujo hacia el este, hasta el área de servicio, donde giró hacia el norte. El tránsito, que era considerable para un lugar tan remoto de la civilización, reflejaba las dificultades logísticas de una operación de la magnitud de la Zona.
Era necesario importarlo todo, desde el papel higiénico hasta los tubos de ensayo, lo que implicaba un constante movimiento de mercancías. La mayoría de las provisiones llegaban en camión desde Bata, donde había un primitivo puerto de aguas profundas y un aeropuerto para aviones comerciales. El estuario del Muni, con acceso a Libreville, Gabón, sólo era usado por canoas motorizadas.
En el límite de la ciudad, la calle de adoquines de granito dejaba paso a un camino recientemente asfaltado. Kevin suspiró, aliviado. Los adoquines producían una vibración y un ruido intensos en la columna de la dirección.
Después de quince minutos de conducir a través de un túnel de vegetación verde, Kevin divisó los primeros edificios del moderno Centro de Animales. Estaban construidos en hormigón precomprimido y ladrillo de cenizas estucado y pintado de blanco. El diseño tenía un aire hispano, a tono con la arquitectura colonial de la ciudad.
El gigantesco edificio central se parecía más a una terminal de aeropuerto que a una granja de primates. La fachada tenía tres plantas de altura y unos ciento cincuenta metros de ancho. Desde la parte posterior de la estructura se proyectaban múltiples alas que literalmente se perdían en la vegetación. Varios edificios pequeños se alzaban frente al principal.
Kevin no sabía para qué servían, salvo los dos del centro. En uno de ellos se alojaba el contingente de soldados ecuatoguineanos. Igual que sus camaradas de la ciudad, los soldados se pasaban el tiempo holgazaneando con sus rifles, cigarrillos y cerveza del Camerún. El otro edificio era el cuartel general de un grupo que inquietaba aún más a Kevin que el de los soldados adolescentes. Eran mercenarios marroquíes que formaban parte de la guardia presidencial de Guinea Ecuatorial. El presidente local no se fiaba ni de su propio ejército.
Estos comandos extranjeros de fuerzas especiales llevaban corbata e inapropiados y desaliñados trajes oscuros, con bultos en los hombros que delataban a simple vista sus pistoleras. Todos tenían la piel oscura, ojos penetrantes y gruesos bigotes. A diferencia de los soldados locales, rara vez se dejaban ver, pero su presencia se sentía como una siniestra fuerza maligna.
La magnitud del Centro de animales de GenSys evidenciaba su éxito. Conscientes de las dificultades que entrañaba la experimentación biomédica con primates, los directivos de GenSys habían construido sus instalaciones en el África Ecuatorial, donde se usaban animales nativos. De este modo se eludían las restricciones para importar y exportar primates, así como las dañinas influencias de los grupos de fanáticos que defendían los derechos de los animales. Como incentivo adicional, el gobierno local necesitaba desesperadamente la entrada de divisas y sus sobornables cabecillas aceptaban de buen grado cualquier oferta rentable de una compañía como GenSys. Las leyes conflictivas se transgredían o abolían oportunamente. La magistratura era tan complaciente que incluso había dictado una ley que convertía en delito cualquier interferencia en las actividades de GenSys.
El proyecto prosperó con tanta rapidez que GenSys lo expandió, ofreciendo un conveniente centro de operaciones a otras compañías de biotecnología, en especial a los monopolios farmacéuticos, que realizaban allí sus experimentos con primates. La expansión superó incluso los pronósticos de GenSys. Desde todo punto de vista, la zona era un espectacular éxito económico.
Kevin aparcó junto a otro todoterreno. Sabía que pertenecía al doctor Edwards por la pegatina en el guardabarros que rezaba: El hombre es un mono. Empujó la puerta de cristal con el rótulo Centro Veterinario. El despacho y la consulta del doctor Edwards estaban al otro lado de la puerta.
Martha Blummer lo saludó.
– El doctor Edwards está en el ala de los chimpancés -dijo.
Martha era la secretaria del veterinario y su esposo era uno de los supervisores del área de servicio.
Kevin se dirigió al ala de los chimpancés, una de las pocas zonas del edificio que conocía. Cruzó otra puerta y enfiló por el pasillo central del hospital. El lugar parecía un hospital normal, incluso por sus empleados, que vestían uniformes de cirugía y llevaban estetoscopios alrededor del cuello.
Algunos inclinaron la cabeza a su paso, otros sonrieron o lo saludaron. Kevin no conocía a ninguno de ellos por su nombre.
Una última puerta lo condujo a la parte principal del edificio, donde estaban los primates. El aire tenía un ligero olor a animal salvaje. Aullidos y gruñidos intermitentes reverberaban en el pasillo. A través de las ventanas de cristal enrejado, Kevin vio varias jaulas con simios. Fuera de las jaulas, unos hombres vestidos con monos de trabajo y botas de goma manipulaban mangueras.
El ala de los chimpancés era uno de los pabellones que se extendían desde la parte posterior del edificio hacia el bosque. También tenía tres plantas. Kevin entró en la planta baja y reparó en el súbito cambio de los sonidos. Ahora se oían tantos gritos agudos como gruñidos.
Al entornar la puerta del fondo del pasillo central, Kevin atrajo la atención de uno de los empleados vestido con un mono. Preguntó por el doctor Edwards, y el individuo le respondió que estaba en la unidad de bonobos.
Kevin buscó las escaleras y subió al segundo piso. Le pareció una coincidencia que Edwards estuviera allí precisamente cuando él lo buscaba. Kevin y el doctor Edwards se habían conocido gracias a un asunto relacionado con los bonobos.
Seis años antes, Kevin ignoraba qué era un bonobo. Pero eso cambió rápidamente cuando los bonobos se escogieron como sujetos de los experimentos de GenSys. Ahora sabía que se trataba de unas criaturas excepcionales. Eran primos de los chimpancés, pero habían vivido aislados en un radio de treinta y siete mil quinientos kilómetros cuadrados de selva virgen, en el centro de Zaire, durante medio millón de años.
En contraste con los chimpancés, la sociedad de los bonobos era matriarcal, con menor índice de agresividad entre los machos. En consecuencia, los bonobos vivían en grupos más amplios. Algunos los llamaban chimpancés pigmeos, aunque no era un nombre apropiado, puesto que muchos bonobos eran más grandes que los chimpancés y pertenecían a una especie distinta.
Kevin encontró al doctor Edwards delante de una jaula de aclimatación relativamente pequeña. Edwards había introducido una mano a través de los barrotes y procuraba establecer contacto con una hembra de bonobo adulta.
Había otra hembra sentada en el fondo de la jaula, mirando con nerviosismo su nueva jaula. Kevin intuyó su terror.
El doctor Edwards ululaba con suavidad, imitando uno de los múltiples sonidos con que los bonobos y chimpancés se comunicaban entre sí. Era un hombre bastante alto; Kevin medía un metro setenta y cinco y Edwards le sacaba unos cinco o seis centímetros. Su pelo, completamente blanco, producía un marcado contraste con sus cejas y pestañas casi negras. El definido contorno de las cejas, combinado con su hábito de fruncir la frente, hacían que pareciera constantemente sorprendido.
Kevin lo observó durante un instante. Desde su primer encuentro con él había admirado su evidente afinidad con los animales. Intuía que se trataba de una habilidad natural, no de algo aprendido, y eso le impresionaba.