– Disculpe -dijo Kevin por fin.
Edwards dio un respingo, como si se hubiera asustado. El bonobo aulló y corrió al fondo de la jaula.
– Lo siento -se disculpó Kevin.
El doctor Edwards sonrió y se llevó una mano al pecho.
– No te preocupes. Estaba tan abstraído que no te oí llegar.
– No pretendía asustarlo, doctor Edwards -comentó Kevin-, pero…
– ¡Kevin, por favor! Te he dicho una y mil veces que me llamo Bertram. Hace cinco años que nos conocemos. ¿No crees que ya podrías empezar a usar mi nombre de pila?
– Claro -repuso Kevin.
– Tu visita es providencial -dijo Bertram-. Te presento a nuestras dos nuevas hembras. -Bertram señaló a los dos simios, que avanzaron lentamente desde la pared del fondo.
La llegada de Kevin las había asustado, pero ahora sentían curiosidad.
Kevin contempló las caras notablemente antropomórficas de los dos primates. Las caras de los bonobos eran menos prognatas que las de sus primos, los chimpancés, y en consecuencia tenían un aspecto más humano. Siempre se sentía desconcertado cuando los miraba a los ojos.
– Parecen muy saludables -observó Kevin. No se le ocurría qué otra cosa decir.
– Las han traído desde Zaire esta mañana -explicó Bertram-. Ya sabes que hay unos mil quinientos kilómetros en línea recta, pero teniendo en cuenta la ruta indirecta que es preciso seguir para atravesar las fronteras de Congo y Gabón, sin duda han recorrido el triple de distancia.
– Es como atravesar Estados Unidos de punta a punta -dijo Kevin.
– En términos de distancia, sí -asintió Bertram-. Pero aquí no habrán visto más que pequeños tramos de asfalto. Lo mires como lo mires, es un viaje difícil.
– Pues parecen estar en buena forma -dijo Kevin. Se preguntó qué aspecto tendría él después de hacer un viaje semejante, apretado en una caja de madera y oculto en el compartimiento de carga de un camión.
– A estas alturas, tengo a los conductores bien instruidos -dijo Bertram-. Tratan mejor a los monos que a sus mujeres.
Saben que si los animales mueren, no cobran. Es un buen incentivo.
– Con el aumento de la demanda, supongo que sacarán buen provecho del nuevo contingente.
– Ya lo creo -respondió Bertram-. Como sabrás, estas dos hembras ya están apalabradas. Si superan todas las pruebas, y estoy seguro de que lo harán, las tendrás en tu laboratorio dentro de un par de días. Quiero mirar la operación otra vez.
Creo que eres un genio. Y Melanie… Bueno, nunca he visto tanta coordinación entre la mano y el ojo, ni siquiera en un cirujano oftalmológico que conocí en Estados Unidos.
Kevin se ruborizó ante el cumplido.
– Melanie tiene mucho talento -dijo para desviar la atención de su persona.
Melanie Becket era una técnica en reproducción asistida a quien GenSys había reclutado fundamentalmente para poner en práctica el proyecto de Kevin.
– Es buena -admitió Bertram-, pero los pocos afortunados que estamos involucrados en tu proyecto, sabemos que tú eres el verdadero héroe.
Bertram echó un vistazo alrededor, entre la pared del pasillo y las jaulas, para asegurarse de que ninguno de los obreros vestidos con mono los escuchaban.
– ¿Sabes? Cuando me contrataron para venir aquí, pensé que mi esposa y yo prosperaríamos -dijo Bertram-. Desde el punto de vista económico, el viaje parecía tan lucrativo como ir a Arabia Saudí. Pero nos va mucho mejor de lo que imaginaba. Gracias a tu proyecto y a las acciones, nos estamos enriqueciendo. Ayer mismo Melanie me dijo que tenemos dos clientes nuevos en Nueva York. Con ellos superamos lo cien.
– No he oído nada sobre los clientes nuevos -repuso Kevin.
– ¿No? Pues es cierto -dijo Bertram-. Me lo contó Melanie anoche, cuando nos vimos en el centro recreativo. Dijo que había hablado con Raymond Lyons. Me alegro de que me haya informado, porque tendré que enviar a los camioneros a buscar otro contingente al Zaire. Sólo espero que nuestros colegas pigmeos de Lomako cumplan su parte del trato.
Kevin volvió a mirar a las dos hembras de la jaula. Ambas le devolvieron la mirada con una expresión suplicante que le rompió el corazón. Deseó poder decirles que no tuvieran miedo. Lo único que les ocurriría era que se quedarían preñadas en el curso del mes siguiente. Durante el embarazo, permanecerían encerradas y seguirían una dieta nutritiva especial. Después del parto, las trasladarían a una inmensa reserva de bonobos al aire libre, donde criarían a su prole. Cuando las crías cumplieran tres años, el ciclo se repetiría.
– No cabe duda de que guardan un gran parecido con los humanos -dijo Bertram, interrumpiendo los pensamientos de Kevin-. A veces, uno no puede evitar preguntarse qué pensarán.
– O preocuparse por la posibilidad de que sus crías sean realmente capaces de pensar -señaló Kevin.
Bertram lo miró con las cejas más arqueadas de lo habitual.
– No entiendo -dijo.
– Escuche, Bertram -comenzó Kevin-, he venido aquí especialmente para hablarle del proyecto.
– ¡Qué oportuno! -repuso Bertram-. Yo pensaba llamarte hoy mismo e invitarte a ver nuestros progresos. Y aquí estás. ¡Vamos!
Bertram abrió la puerta más cercana al pasillo, hizo señas a Kevin para que lo siguiera y echó a andar con grandes zancadas. Kevin tuvo que apurar el paso para seguirlo.
– ¿Progresos? -preguntó Kevin.
Aunque admiraba a Bertram, su conducta maníaca lo des concertaba. Incluso en las condiciones más favorables, Kevin tenía dificultades para expresar sus preocupaciones. El solo hecho de sacar el tema se le hacía cuesta arriba, y Bertram no lo estaba ayudando. De hecho, lo amilanaba.
– ¡Ya verás! -exclamó Bertram con entusiasmo-. Hemos resuelto los problemas técnicos con el radiotransmisor de la isla. Ahora, como verás, está en línea. Podemos localizar cualquier animal con solo apretar un botón. ¡Ya era hora!
Con dieciocho kilómetros cuadrados de territorio y casi un centenar de ejemplares, pronto iba a resultarnos imposible hacerlo con los localizadores manuales. En parte, el problema es que no previmos que los individuos iban a separarse en dos grupos sociológicos. Contábamos con que se comportaran como una gran familia feliz.
– Bertram -dijo Kevin entre jadeos, haciendo acopio de valor-. Quería hablarle porque he estado muy nervioso…
– No me sorprende -dijo Bertram aprovechando una pausa de Kevin-. Yo también estaría nervioso si trabajara tantas horas como tú, sin descansar ni buscar ninguna forma de evasión. Caray, a veces veo la luz de tu laboratorio encendida a medianoche, cuando mi mujer y yo salimos de ver una película en el centro recreativo. Incluso hemos hablado de ello. Te invitamos a cenar a casa varias veces para que te distrajeras un poco. ¿Por qué no has venido nunca?
Kevin gruñó para sus adentros. No había ido hasta allí para hablar de ese tema.
– De acuerdo, no me contestes -dijo Bertram-. No quiero ponerte más nervioso. Nos gustaría que vinieras a visitarnos, así que si alguna vez cambias de opinión, llámanos. Pero ¿por qué no vas al gimnasio o a la piscina del polideportivo? Nunca te he visto por allí. Ya es bastante deprimente vivir en este sofocante rincón de Africa, pero quedándote encerrado en tu laboratorio o en tu casa no haces más que empeorar las cosas.
– Puede que tenga razón, Bertram -admitió Kevin-, pero…
– Claro que tengo razón -insistió Bertram-. Pero aún hay algo más que creo que deberías saber: la gente habla.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Kevin-. ¿De qué habla?
– Dicen que no te codeas con los demás porque te crees superior -explicó Bertram-. Ya sabes, al fin y al cabo eres un académico con títulos de Harvard y el MIT. Es fácil que la gente malinterprete tu conducta, sobre todo porque te envidian.
– ¿Por qué iban a envidiarme? -preguntó Kevin, atónito.
– Muy sencillo. Es evidente que la central te hace concesiones especiales. Te dan un coche nuevo cada dos años y tienes una casa tan espléndida como la de Siegfried Spalleck, el gerente de la operación. Eso basta para despertar recelos, sobre todo en personas como Cameron McIvers, que fue tan estúpido como para traerse a toda su familia a este lugar.
Además, tienes un contador hematológico, mientras que el administrador del hospital y yo venimos pidiendo una máquina de resonancia magnética desde el primer día.
– Intenté convencerlos de que me dieran otro alojamiento. Les dije que esa casa era demasiado grande para mí.
– Eh, no tienes que justificarte ante mí -dijo Bertram-. Yo lo entiendo, porque estoy bien informado de tu proyecto.
Pero poca gente lo está y algunos se sienten ofendidos. Ni siquiera Spallek entiende qué pasa, aunque es obvio que se alegra de participar en los beneficios que rinde tu trabajo a los pocos afortunados que tenemos la suerte de estar asociados.
Antes de que Kevin pudiera responder, varias personas detuvieron a Bertram para hacerle consultas en el pasillo mientras cruzaban el hospital veterinario. Kevin aprovechó las interrupciones para reflexionar sobre los comentarios de Bertram. Kevin siempre se había considerado a sí mismo una especie de hombre invisible. No podía entender que fuera capaz de despertar animosidad.
– Lo siento -dijo Bertram después de la última consulta. Empujó la última puerta y Kevin lo siguió.
Al pasar junto a Martha, su secretaria, Bertram cogió una pila de mensajes telefónicos y les echó un rápido vistazo mientras hacía señas a Kevin para que entrara en su despacho privado. Luego cerró la puerta.
– Esto te encantará -dijo dejando los mensajes a un lado.
Se sentó delante del ordenador y enseñó a Kevin un gráfico de la isla Francesca, que estaba dividido en una cuadrícula-.
Ahora dame el número de cualquier ejemplar que quieras localizar.
– El mío -contestó Kevin-. El número uno.
– Allá va -dijo Bertram. Introdujo la información e hizo clic con el ratón. De inmediato, una luz roja comenzó a parpadear en el mapa de la isla. Estaba al norte del macizo de piedra caliza, pero al sur del río al que habían dado el nombre humorístico del río "Divisorio". El río, que corría de este a oeste, dividía longitudinalmente la isla, que medía nueve kilómetros de largo por tres de ancho. En el centro de la isla había un pantano, al que llamaban el lago de los Hipopótamos por razones obvias.
– ¿Ingenioso, eh? -dijo Bertram con orgullo.
Kevin estaba fascinado, y no por la tecnología, aunque el tema también le interesaba. Lo que le llamaba la atención era que la luz parpadeaba exactamente en el sitio de donde sospechaba que procedía el humo.