– Ha herido los sentimientos del señor Winchester -insistió Candace, sacudiendo un dedo acusador. Era una joven vivaz de veintitantos años con el cabello muy rubio y fino recogido en un moño. Kevin no recordaba haberla visto nunca sin una sonrisa en la cara.
– No creí que fuera a notarlo.
Candace meneó la cabeza y rió. Luego, cuando notó la expresión aturdida de Kevin, se cubrió la boca con una mano para contener nuevas carcajadas.
– Sólo bromeaba -dijo-. Ni siquiera estoy segura de que el señor Winchester recuerde haberlo visto durante el frenético día de su llegada.
– Bueno, pienso pasar a ver cómo se encuentra. Pero hasta el momento he estado muy ocupado.
– ¿Demasiado ocupado en este rincón olvidado de la mano de Dios?
– Bueno, supongo que más bien he estado preocupado.
Últimamente han pasado muchas cosas.
– ¿Qué clase de cosas? -preguntó Candace, reprimiendo una sonrisa. Ese investigador tímido y sencillo le caía bien.
El hizo un ademán confuso con las manos mientras su cara se teñía de rubor.
– Un poco de todo -respondió por fin.
– Ustedes los académicos me desconciertan-señaló ella-.
Pero, bromas aparte, me alegra poder decirle que el señor Winchester se encuentra muy bien y, según me ha dicho el cirujano, se lo debe sobre todo a usted.
– Yo no diría tanto -repuso Kevin.
– ¡Vaya, también es modesto! Listo, apuesto y humilde. Una combinación mortal.
Kevin balbuceó algo, pero las palabras no salieron de su boca.
– ¿Le parecería una impertinencia que lo invitara a comer? -dijo Candace-. Pensaba ir aquí enfrente a tomar una hamburguesa. Estoy cansada de la comida de la cafetería y no me vendría mal tomar un poco de aire ahora que por fin ha salido el sol. ¿Qué me dice?
A Kevin le daba vueltas la cabeza. La invitación era inesperada, y en otras circunstancias ese simple detalle le habría bastado para declinarla. Pero los comentarios de Bertram aún estaban frescos en su mente y le hicieron dudar.
– ¿Le han comida la lengua los ratones? -preguntó Candace. Inclinó ligeramente la cabeza y lo miró con coquetería, arqueando las cejas.
Kevin hizo un ademán hacia arriba, en dirección al laboratorio, y luego balbuceó que su ama de llaves, Esmeralda, lo esperaba.
– ¿No puede telefonearle? -Tenía el pálpito de que Kevin quería acompañarla, así que insistió.
– Supongo que sí. Podría telefonearle desde el laboratorio.
– Estupendo -repuso ella-. ¿Lo espero aquí? ¿O puedo acompañarlo?
Kevin nunca había conocido a una mujer con tanta iniciativa, aunque lo cierto es que no le sobraban oportunidades ni experiencia. Su último y único amor, aparte de un par de aventurillas de adolescente en el instituto, había sido una compañera del curso de doctorado, Jacqueline Morton. Pese a las muchas horas de trabajo en común, la relación había tardado meses en concretarse, pues la chica era tan tímida como Kevin.
Candace subió cinco escalones hasta llegar junto a Kevin.
Con sus zapatillas Nike, medía aproximadamente un metro sesenta de estatura.
– Si no se decide y le da igual, creo que subiré con usted.
– De acuerdo-dijo él.
Kevin se tranquilizó enseguida. Por lo general, cuando estaba con una mujer, lo que más lo turbaba era el hecho de tener que devanarse los sesos pensando en algo que decir. Pero con Candace no tuvo necesidad de pensar, pues ella se encargó de mantener la conversación. Durante el ascenso por dos tramos de escaleras, se las ingenió para hablar del tiempo, de la ciudad, del hospital y de los resultados de la intervención quirúrgica.
– Este es mi laboratorio -dijo Kevin abriendo la puerta.
– ¡Fantástico! -exclamó Candace.
Kevin sonrió. Sabía que la joven estaba verdaderamente impresionada.
– Usted haga la llamada -propuso ella-. Mientras tanto, si no le importa, echaré un vistazo alrededor.
– Como guste.
Aunque a Kevin le daba apuro avisar a Esmeralda del cambio de planes con tan poco tiempo de antelación, la tranquilidad de la mujer le sorprendió. Lo único que le preguntó fue a qué hora deseaba cenar.
– A la hora de siempre -respondió Kevin. Colgó el auricular y se restregó las palmas de las manos, ligeramente húmedas.
– ¿Todo arreglado? -preguntó Candace desde el otro extremo de la estancia.
– Sí; vamos.
– ¡Vaya laboratorio! -observó la mujer-. Nunca me habría imaginado que vería algo así en pleno corazón del África tropical. Dígame, ¿qué hace con este fabuloso equipo?
– Procuro perfeccionar el protocolo -respondió Kevin.
– ¿No podría ser un poco más explícito?
– ¿De verdad le interesa?
– Desde luego. Me interesa.
– En estos momentos estoy trabajando con antígenos menores de histocompatibilidad -explicó Kevin-. Ya sabe, las proteínas que nos convierten en seres únicos, en individuos distintos.
– ¿Y qué hace con ellos?
– Localizo sus genes en el cromosoma indicado. Luego busco la transponasa asociada a esos genes, si es que la hay, para mover los genes.
Candace dejó escapar una risita.
– Me he perdido -admitió-. No tengo la menor idea de lo que es una transponasa. En realidad, me temo que todo este rollo de la biología molecular está fuera de mi alcance.
– No -respondió Kevin-. Los principios básicos no son tan complicados- Lo fundamental, y lo que la mayoría de la gente ignora, es que los genes pueden moverse en sus cromosomas- Esto sucede particularmente en los linfocitos B, para aumentar la diversidad de los anticuerpos. Otros genes son incluso más móviles y pueden intercambiar la localización con sus homólogos. Como recordará, hay dos copias de cada gen.
– Sí -contestó Candace-. Así como hay dos copias de cada cromosoma. Nuestras células tienen veintitrés pares de cromosomas.
– Exactamente -asintió él-. Cuando los genes cambian de lugar en sus pares de cromosomas, se habla de transposición homóloga. Es un proceso especialmente importante en la generación de las células sexuales, tanto óvulos como espermatozoides. Lo que hace es aumentar la diversidad genética y en consecuencia la capacidad de evolución de las especies.
– De manera que esta transposición homóloga desempeña un papel en la evolución.
– Desde luego -respondió Kevin-. Pues bien, los segmentos de genes que se mueven se denominan transposones y las enzimas que catalizan sus movimientos, transponasas.
– De acuerdo -dijo Candace-. Hasta aquí lo sigo.
– Bien; ahora estoy interesado en los transposones que contienen los genes de los antígenos menores de histocompatibilidad-explicó Kevin.
– Ya veo -dijo ella asintiendo con la cabeza-. Empiezo a hacerme una idea. Su objetivo es mover el gen de un antígeno menor de histocompatibilidad de un cromosoma a otro.
– ¡Precisamente! Por supuesto, la clave está en encontrar y aislar la transponasa. Es el paso más difícil. Pero una vez que se ha hallado la transponasa, es relativamente fácil localizar su gen. Y una vez que se ha localizado y aislado el gen, es posible usar la tecnología estándar de ADN recombinante para producirla.
– Es decir, conseguir que las bacterias lo hagan por usted -señaló ella.
– Bacterias o cultivos de tejido de mamíferos -explicó Kevin-. Lo que funcione mejor.
– ¡Uf! Este rompecabezas me recuerda que estoy muerta de hambre. Vayamos a comer una hamburguesa antes de que el azúcar de mi sangre caiga bajo mínimos.
Kevin sonrió. Le gustaba esa mujer. Hasta empezaba a tranquilizarse en su compañía.
Mientras bajaban por las escaleras del hospital, Kevin se sintió algo mareado escuchando y respondiendo a los continuos comentarios e interrogantes de Candace. No podía creer que estuviera yendo a comer con una mujer tan atractiva e interesante. Tenía la impresión de que en los dos últimos días le habían pasado más cosas que en los cinco años que llevaba en Cogo. Tan abstraído estaba, que ni siquiera prestó atención a los soldados ecuatoguineanos mientras él y Candace cruzaban la plaza.
Kevin no había pisado el centro recreativo desde su primera excursión por la ciudad y, por lo tanto, había olvidado lo extraño que era. También había olvidado que era una auténtica blasfemia que hubieran restaurado una iglesia con el fin de proporcionar diversiones mundanas. El altar había desaparecido, pero el púlpito continuaba intacto, a la izquierda de la pared del fondo. Se usaba para dar conferencias y para cantar los números la noche que tocaba bingo. En el sitio donde había estado el altar había una pantalla de cine: un inaudito emblema de los tiempos.
La cantina se encontraba en el sótano, al que se accedía por una escalera situada en el atrio. Kevin se sorprendió de verla tan llena. El alboroto de innumerables voces producía ecos en el tosco techo de cemento. El y Candace tuvieron que hacer una larga cola para que les tomaran el pedido. Una vez se hicieron con la comida, tuvieron que abrirse paso entre el gentío para encontrar un sitio libre donde sentarse. Las mesas eran muy largas y había que compartirlas. Los asientos eran bancos acoplados, como los de los merenderos.
– ¡Allí hay lugar! -gritó Candace por encima del alboroto general, señalando el fondo de la estancia con la bandeja.
Kevin hizo un gesto de asentimiento.
Mientras se abría paso detrás de ella, echó una ojeada a las caras de la concurrencia. Influido por los comentarios de Bertram sobre la opinión que los demás tenían de él, se sentía especialmente tímido, pero lo cierto es que nadie le prestaba la menor atención.
Kevin siguió a Candace, que se escurrió entre dos mesas.
Levantó la bandeja para no chocar con nadie y luego la dejó en un sitio libre. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para pasar las piernas por encima del banco y meterlas debajo.
Cuando consiguió acomodarse, Candace ya se había presentado a las dos personas sentadas junto a ellos. Kevin las saludó con una inclinación de cabeza, aunque no las reconoció.
– Es un lugar muy animado -dijo Candace-. ¿Viene a menudo?
Antes de que él pudiera responder, alguien gritó su nombre. Se volvió y reconoció la primera cara familiar. Era Melanie Becket, la técnica en reproducción asistida.
Melanie tenía aproximadamente la misma edad que Candace, pues había celebrado su treinta cumpleaños el mes anterior. Pero mientras Candace era rubia, ella era morena, con cabello castaño y un aire mediterráneo. Sus ojos marrones eran casi negros.
Cuando Kevin quiso presentarle a su compañera de mesa, descubrió con horror que había olvidado su nombre.