Bertram abrió un cajón del archivador. Estaba lleno de artilugios electrónicos manuales, que parecían diminutos blocs de notas con pequeñas pantallas de cristal líquido.
Cada uno de ellos tenía una antena extensible.
– Estos funcionan de forma similar -explicó Bertram-.
Los llamamos localizadores. Por supuesto, al ser portátiles podemos llevarlos con nosotros en el propio terreno. Hacen que la localización sea un juego de niños en comparación con los inconvenientes que teníamos al principio.
Kevin jugó con el teclado. Con la ayuda de Bertram, pronto consiguió obtener un gráfico de la isla con la luz roja parpadeante. Bertram le enseñó a recuperar sucesivos mapas, en escalas cada vez más reducidas, hasta que la pantalla entera representó un cuadrado de quince por quince metros.
– Cuando llegas a esta distancia, usas esto -dijo Bertram pasándole un instrumento que parecía una linterna con un teclado minúsculo-. Aquí introduces la misma información.
Funciona como un radiorreceptor direccional. Emite un pitido más fuerte a medida que te acercas al animal que buscas.
Cuando el animal está en el punto de mira, emite un sonido continuo. Entonces, lo único que tienes que hacer es usar la escopeta de dardos.
– ¿Cómo funciona este sistema de localización? -preguntó Kevin.
Inmerso como estaba en los aspectos biomoleculares del proyecto, nunca había prestado atención a la logística. Había recorrido la isla cinco años antes, al comienzo de la operación, pero no había vuelto a salir desde entonces. Nunca se había interesado por los pormenores de las actividades cotidianas.
– Es un sistema por satélite -explicó Bertram-, aunque no estoy muy enterado de los detalles. Naturalmente, cada animal tiene un pequeño microchip insertado debajo de la dermis, con una pila de cadmio de larga duración. La señal que emite el microchip es casi imperceptible, pero la rejilla la recoge, la magnifica y la transmite mediante microondas.
Kevin quiso devolver los instrumentos a Bertram, pero éste los rechazó con un gesto.
– Quédatelos -dijo-. Tenemos muchos.
– Pero no los necesito -protestó Kevin.
– Venga, Kevin -dijo Bertram con jovialidad mientras le daba una palmada en la espalda. El impacto fue lo bastante fuerte para tirar a Kevin hacia delante-. ¡Relájate! Eres demasiado serio.
Bertram se sentó ante su escritorio, cogió la pila de mensajes telefónicos y comenzó a ordenarlos distraídamente por orden de importancia.
Kevin miró los aparatos que tenía en las manos y se preguntó qué hacer con ellos. Era evidente que se trataba de instrumentos muy caros.
– ¿Qué aspecto de tu proyecto querías discutir conmigo? -preguntó Bertram alzando la vista-. Todo el mundo se queja de que cuando me pongo a hablar no dejo meter baza.
¿Qué querías decirme?
– Estoy preocupado -tartamudeó Kevin.
– ¿Por qué? -preguntó Bertram-. Las cosas no podrían ir mejor.
– He vuelto a ver humo.
– ¿Qué? ¿Te refieres a ese jirón de humo del que me hablaste la semana pasada?
– Exactamente -respondió Kevin-. Y procedía del mismo lugar de la isla.
– Eso no es nada -declaró Bertram con un ademán desdeñoso-. Ha habido tormentas eléctricas casi todas las noches.
Los rayos producen pequeños incendios; todo el mundo lo sabe.
– ¿Con lo húmedo que está todo? -dijo Kevin-. Yo creía que los rayos producían incendios en la sabana, durante la temporada seca, pero no en los bosques húmedos del ecuador.
– Un rayo puede iniciar un fuego en cualquier parte. Piensa en el calor que genera. Recuerda que un trueno no es más que una expansión de aire producida por el calor. Parece increíble.
– Vale, es posible -aceptó Kevin sin convicción-. Pero incluso si llegara a iniciarse un fuego, ¿cree que duraría?
– Eres como un perro con un hueso -observó Bertram-.
¿Has comentado esta ridícula idea con alguien más?
– Sólo con Raymond Lyons. Me llamó anoche por otro problema.
– ¿Y qué te respondió?
– Dijo que no debía permitir que mi imaginación se desbocara.
– Me parece un buen consejo. Lo secundo.
– No sé -insistió Kevin-. Tal vez deberíamos ir a investigar.
– ¡No! -exclamó Bertram. Por un fugaz instante su boca dibujó una línea recta y sus ojos azules brillaron con furia.
Luego su expresión se relajó-. No pienso ir a la isla salvo para buscar animales. Ese era el plan original y vamos a ceñirnos a él. Con lo bien que van las cosas, no quiero correr el menor riesgo. Los animales deben permanecer aislados, sin que nadie los moleste. La única persona que pasa por allí es Alphonse Kimba, el pigmeo, y sólo va a llevar alimentos suplementarios a la isla.
– Podría ir yo solo -sugirió Kevin-. No pasaría mucho tiempo fuera, y quizá así consiga dejar de preocuparme.
– ¡De ninguna manera! -exclamó Bertram-. Yo estoy a cargo de esta parte del proyecto, y te prohíbo que vayas a la isla. Y lo mismo vale para cualquier otra persona.
– No pretendo alterar nada. Yo no molestaría a los animales.
– ¡No! -repitió Bertram-. No haré ninguna excepción.
Queremos que sigan siendo animales salvajes, y eso significa que el contacto con los humanos ha de limitarse al mínimo.
Además, con lo pequeño que es este lugar, una visita provocaría habladurías, y eso es lo último que necesitamos. Por otra parte, puede ser peligroso.
– ¿Peligroso? Yo no me acercaría a los hipopótamos ni a los cocodrilos. Y los bonobos no son peligrosos.
– En la última operación de recogida, murió uno de los asistentes pigmeos -explicó Bertram-. Lo hemos mantenido en secreto por razones obvias.
– ¿Cómo murió?
– Aplastado por una roca. Se la arrojó un bonobo.
– ¿No es extraño? -preguntó Kevin.
Bertram se encogió de hombros.
– Se sabe que los chimpancés de vez en cuando arrojan ramas cuando están asustados o nerviosos. No; no me parece extraño. Seguramente fue una acción instintiva. La roca estaba allí, y la arrojó.
– Pero es una conducta agresiva-replicó Kevin-. Y eso es anormal en un bonobo, sobre todo en uno de los suyos.
– Todos los simios defienden a su grupo cuando los atacan.
– Pero ¿por qué iban a creer que estaban siendo atacados? -preguntó Kevin.
– Esta es la cuarta recogida de ejemplares -dijo Bertram y volvió a encogerse de hombros-. Puede que hayan aprendido lo que les espera. Pero sea cual fuere la razón, no queremos que nadie vaya a la isla. Spallek y yo hemos discutido esta cuestión y estamos totalmente de acuerdo.
Bertram se levantó del escritorio y rodeó con un brazo los hombros de Kevin. Este trató de apartarse, pero Bertram no lo soltó.
– Vamos, Kevin, relájate. Hace un momento estábamos hablando de que no debes dejar que tu imaginación se desboque. Tienes que salir de tu laboratorio y hacer algo para distraer esa mente hiperactiva tuya. Estás obsesionado y acabarás perdiendo la chaveta. Mira, ese asunto del fuego es ridículo. Lo más curioso es que el proyecto marcha a las mil maravillas. ¿Por qué no reconsideras mi invitación a cenar? Trish y yo estaríamos encantados de verte.
– Lo pensaré -dijo Kevin, que se sentía muy incómodo con el brazo de Bertram sobre los hombros.
– Estupendo. -Le dio una última palmada en la espalda-. También podríamos ir juntos al cine. Esta semana hay una magnífica función doble. Deberías beneficiarte del hecho de que recibimos las últimas películas. GenSys hace un gran esfuerzo para enviarlas por avión todas las semanas. ¿Qué me dices?
– Supongo que estaría bien -respondió Kevin con aire evasivo.
– Fantástico. Hablaré con Trish. Ella te llamará. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -contestó Kevin con una sonrisa forzada.
Cinco minutos después, Kevin volvió a subir a su coche, más confundido que antes de ver a Bertram. No sabía qué hacer.
Era probable que su imaginación le estuviera jugando una mala pasada. Sí; era probable, pero no se le ocurría otra forma de comprobarlo, aparte de visitar la isla Francesca. Y para colmo ahora tenía una preocupación nueva: la certeza de que algunas personas de la Zona sentían animosidad hacia él.
Frenó junto a la salida del aparcamiento y miró a un lado y otro de la calle que discurría frente al complejo veterinario.
Esperó a que pasara un camión y, cuando estaba a punto de seguir vio a un hombre inmóvil en la ventana del cuartel general de los marroquíes. El reflejo del sol sobre la ventana le impedía verlo bien, pero sabía que se trataba de uno de los guardias con bigote. También era consciente de que el hombre lo miraba con atención.
Se estremeció sin saber por qué.
El trayecto de regreso al hospital fue rápido y tranquilo, pero los muros de vegetación verde, aparentemente impenetrables, le producían una incómoda sensación de claustrofobia. Kevin reaccionó apretando el acelerador y se sintió aliviado al llegar a las afueras de la ciudad.
Aparcó en el sitio de costumbre. Abrió la portezuela del coche, pero titubeó. Era casi mediodía y se debatió entre volver a casa a comer o trabajar otra hora en el laboratorio.
Ganó el laboratorio. Esmeralda nunca lo esperaba antes de la una.
La breve caminata desde el coche hasta el hospital bastó para que notara la intensidad del sol del mediodía. Era como estar cubierto por una pesada manta que le dificultaba los movimientos e incluso la respiración.
Antes de llegar a África, nunca había experimentado en carne propia el calor tropical. Una vez dentro, rodeado por el frío del aire acondicionado, se abrió el cuello de la camisa y despegó la tela de su espalda.
Comenzó a subir por las escaleras, pero no llegó muy lejos.
– Doctor Marshall llamó una voz.
Kevin miró a su espalda. No estaba acostumbrado a que lo abordaran en las escaleras.
– Debería avergonzarse, doctor Marshall -dijo una mujer al pie de las escaleras. Su tono tenía un dejo burlón, que indicaba que no hablaba del todo en serio. Vestía pantalones de cirugía y una bata blanca arremangada hasta los codos.
– ¿Cómo dice? -preguntó él. La mujer tenía un aire familiar, pero no terminaba de reconocerla.
– No ha ido a ver al paciente -le reprochó-. En los demás casos, solía visitarlos a diario.
– Es verdad -admitió él. Por fin había reconocido a la mujer: era Candace Brickmann, una enfermera. Formaba parte del equipo de cirugía que había volado con el paciente. Este era su cuarto viaje a Cogo, y Kevin la había visto brevemente en las tres visitas previas.