A medida que se acercaba a la orilla, le costaba más trabajo chapotear en el barro, levantar las piernas y pisar con cuidado para no resbalar. Las botas nuevas quedarían inservibles. Empezaba a notar la humedad en los pies. Sin calcetines, sin calzoncillos, sin chaqueta…

– Maldita sea -masculló-. Será mejor que merezca la pena -montaría en cólera si encontraba a un grupo de adolescentes jugando al escondite.

Vio un destello en el barro, junto al agua. Fijó la mirada en aquel punto y apretó el paso. Ya casi estaba allí, fuera de la hierba. De pronto, tropezó y se precipitó hacia delante, aunque pudo frenar la caída con los codos. La linterna salió volando y se hundió en el agua negra en una espiral de luz.

Nick se puso a cuatro patas en el fango. Detectó un olor rancio distinto al hedor del río. El objeto brillante estaba casi a su alcance, y vio que se trataba de una medalla en forma de cruz; tenía la cadena rota y los eslabones desperdigados sobre el barro.

Volvió la cabeza para ver con qué objeto sólido había tropezado. Esperaba ver un árbol caído pero, a menos de un metro de distancia, había un cuerpecito blanco acurrucado en el barro y en las hojas.

Nick se puso en pie a duras penas; tenía las rodillas de goma y el estómago revuelto. La pestilencia era más intensa, insoportable. Se acercó despacio al cuerpo, como si no quisiera despertar al niño, que parecía dormido a pesar de estar contemplando las estrellas con los ojos muy abiertos. Entonces, vio el cuello rajado y el pecho despedazado, con la piel cortada y levantada. Fue en ese instante cuando tuvo la primera arcada y las rodillas dejaron de sostenerlo.

– Basta con que haya una manzana podrida…-dijo Christine Hamilton en voz baja, al tiempo que tecleaba las palabras. Después, pulsó la tecla de borrado y vio cómo desaparecían. Así no terminaría nunca el artículo. Se recostó en la silla para lanzar una mirada al reloj de pared, la única luz al final de aquel túnel de oscuridad. Ya casi eran las once de la noche. Gracias a Dios, Timmy estaba durmiendo en casa de un amigo.

El portero había vuelto a apagar la luz del pasillo; un recordatorio más de lo importante que era la sección de «Vida Actual» del periódico. Al final del pasillo en sombras, vio la rendija iluminada de la puerta de la redacción. Incluso a aquella distancia, oía el repiqueteo de los teletipos y el zumbido de los faxes. Al otro lado de aquella puerta, había media docena de periodistas y redactores despachando cafés y noticias de última hora, mientras que ella lidiaba con tartas de manzana.

Abrió una carpeta y hojeó las notas y recetas. Más de cien maneras de rebanar, trocear, exprimir y asar manzanas, y no podían traerle más al fresco. Quizá se le hubiera secado la inspiración tras las recetas de tomate de la semana anterior. Sabía que su título de periodismo estaba un poco oxidado, gracias a la obstinación de Bruce y su empeño en ser él quien llevara los pantalones en la familia. Lástima que el muy capullo hubiera tenido tanta prisa por bajárselos.

Cerró la carpeta con violencia y la arrojó sobre el escritorio; vio cómo resbalaba y desperdigaba clips por el suelo resquebrajado de linóleo. ¿Hasta cuándo seguiría amargada? No, la pregunta era: ¿hasta cuándo le seguiría doliendo? ¿Por qué seguía con el corazón destrozado? A fin de cuentas, había pasado más de un año.

Se pasó los dedos por la gruesa mata de pelo rubio. Tenía que cortarse las puntas, e intentó calcular de cuánto tiempo disponía hasta que empezaran a oscurecérsele las raíces. El tinte era un toque nuevo, un regalo de divorcio que se había hecho. Los resultados iniciales habían merecido la pena: que los hombres volvieran la cabeza a su paso era una experiencia nueva; ya sólo le faltaba organizar las visitas a la peluquería, como todo lo demás en su vida.

Hizo caso omiso de la prohibición de fumar en el edificio y extrajo un cigarrillo de la cajetilla que llevaba en el bolso. Se apresuró a encenderlo y dar una calada, a la espera de que la nicotina la serenara. Antes de exhalar, oyó un portazo. Aplastó el cigarrillo en un plato de postre rebosante de colillas manchadas de pintalabios, demasiadas para una persona que intentaba dejarlo. Tomó el plato y buscó un escondite mientras disipaba el humo con la mano. El pánico le hizo embutirlo en la papelera que tenía debajo de la mesa. La cerámica se hizo añicos al estrellarse contra el metal justo cuando Pete Dunlap entraba en la habitación.

– Hamilton. Qué bien que te encuentro -se pasó la mano por su rostro curtido en un intento fútil de extinguir su agotamiento. Pete llevaba casi cincuenta años en el Omaha Journal, y había empezado de repartidor. A pesar de las canas, las bifocales y la artritis de las manos, era uno de los pocos que podía publicar el periódico él solo, ya que había trabajado en todos los departamentos.

– Estoy bloqueada -Christine sonrió, tratando de explicar por qué estaba trabajando a aquellas horas en la sección de «Vida Actual» del periódico. Se alegró de ver a Pete y no a Charles Schneider, el editor nocturno, que gobernaba el periódico como un nazi.

– Bailey está enfermo, Russell está terminando el escándalo sexual del congresista Neale, y acabo de enviar a Sánchez a cubrir un choque en cadena de tres vehículos en la autovía 50. Hay un poco de alboroto en la carretera de la Vieja Iglesia, en el condado de Sarpy. Ernie no ha sacado gran cosa en claro del aviso radiofónico, pero hay un ejército de coches patrulla en camino. Podrían ser otra vez esos estudiantes jugando con los tractores de sus padres. Sé que no formas parte del equipo de noticias, pero ¿te importaría ir a echar un vistazo?

Christine intentó contener su alegría. Ocultó su sonrisa volviéndose hacia el artículo a medio guisar de su pantalla. Por fin, la oportunidad de escribir una noticia de verdad, aunque fuera sobre unos estudiantes borrachos.

– Te cubriré las espaldas con Whitman en lo que sea que estés haciendo -dijo Pete, malinterpretando su vacilación.

– Está bien. Ya que me lo pides, iré a echar un vistazo -escogió las palabras con cuidado, para dejar claro que le estaba haciendo un favor. Aunque sólo llevaba un año en la plantilla, sabía que los periodistas ascendían más por favores pendientes que por talento.

– Vete por la interestatal, porque la A 50 estará atascada con el accidente. Toma la salida 372 y sigue por la A 66. La carretera de la Vieja Iglesia está a unos diez kilómetros de distancia.

Christine estuvo a punto de interrumpirlo. De adolescente, había ido a darse el lote a la carretera de la Vieja Iglesia en muchas ocasiones. Sin embargo, un desliz como aquél podría echar a perder todos sus esfuerzos por parecer más sofisticada. Así que, en cambio, anotó algunas indicaciones.

– Estáte de vuelta antes de la una para que podamos insertar un par de párrafos en la edición matutina.

– Está bien -se echó el bolso al hombro e intentó no dar brincos mientras se alejaba por el pasillo.

Ya a salvo en el aparcamiento en sombras, Christine hizo una pirueta y gritó a la pared de cemento:

– ¡Sí!

Aquélla era su oportunidad para franquear la puerta de la redacción, para pasar de las recetas y las anécdotas caseras a las noticias de verdad. Fuese lo que fuese lo que estaba ocurriendo junto al río, pensaba contar hasta el último detalle. Y, si no había ocurrido nada… seguro que una buena reportera sabía sacarse una noticia interesante de la manga.

Al empujar las ramas, la madera crujía y se quebraba en el sombrío silencio. ¿Lo estarían siguiendo? ¿Los tendría cerca? No se atrevía a mirar atrás. De pronto, resbaló en el barro, perdió el equilibrio y se deslizó hasta la orilla del río. Aterrizó de pie en la corriente, con el agua hasta la rodilla, y agitó brazos y piernas, presa del pánico, con chapoteos que resonaban como truenos. Cayó de rodillas y sumergió su cuerpo empapado en sudor, manteniendo la barbilla fuera del agua. La corriente arremetía contra él, lo sacudía, amenazaba con arrastrarlo al lugar del que acababa de escapar.

El agua fría cortaba las convulsiones. Con que pudiera respirar… Los jadeos le abrasaban el pecho y eran como puñaladas en el costado. «Respira», se ordenó mientras sus pulmones luchaban por tomar aire. Hipó y tragó agua del río, se atragantó y escupió.

Ya no veía los faros; debía de haberse alejado bastante. Aguzó el oído, tratando de oír más allá de sus propios jadeos.

No se oían pisadas de perseguidores, ni sabuesos ladrando, ni motores en marcha. El tipo de la linterna había estado a punto de descubrirlo… ¿Sería posible que no lo hubiera visto agazapado en la hierba? Sí, estaba seguro de que nadie lo había seguido.

No debería haber bajado al río aquella noche. Se había convertido en una costumbre absurda, en un gran riesgo… pero también era una maravillosa adicción, un estimulante espiritual. La vergüenza lo invadió, líquida y candente a pesar del agua fría. No, no debería haber bajado al río. Pero nadie lo había visto, nadie lo había seguido. Estaba a salvo. Y, por fin, el pequeño también lo estaba.

Se le había quedado impregnada la pestilencia. Nick quería quitarse la ropa, pero su piel ya había absorbido el olor fétido del río y de la sangre. Se despojó de la camisa y dio las gracias a Bob Weston por el cortavientos del FBI, aunque las mangas le quedaban quince centímetros por encima de las muñecas, y la prenda le oprimía el pecho. Sabía que apestaba, y sus sospechas se confirmaron cuando vio a Eddie Gillick, uno de sus ayudantes, abrirse camino a codazos entre la masa de agentes del FBI, policías uniformados y demás ayudantes del sheriff sólo para pasarle una toalla húmeda.

Parecía una escena de Halloween. Había focos giratorios de búsqueda en las ramas, cinta amarilla aislando la zona, humo de bengalas mezclándose con el hedor de la muerte. Y en el centro de aquella escena macabra yacía el pequeño fantasma de un niño, dormido en la hierba.

En los dos años que llevaba como sheriff, Nick Morrelli había extraído a tres víctimas de accidentes de sus coches, pero la adrenalina había borrado la imagen del amasijo de hierros y carne. Había visto una herida de bala, un arañazo accidental de un hombre que había estado limpiando su pistola entre trago y trago de whisky. Había intervenido en muchas peleas, y había recibido su ración de cortes y magulladuras. Sin embargo, nada lo había preparado para aquello.

– Han venido los del Canal Nueve -Gillick señaló el par de faros que descendía a trompicones por el camino. El nueve naranja fosforescente adornaba el techo de la furgoneta y brillaba en la oscuridad.


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