– Mierda. ¿Cómo se han enterado?
– Por el aviso policial. Seguramente, no saben lo que pasa, sólo que pasa algo.
– Diles a Lloyd y a Adam que los mantengan lo más lejos posible de esa hilera de árboles. Nada de cámaras, ni de entrevistas, ni de vistazos rápidos. Y eso va por todos los chismosos que se presenten.
Era lo último que necesitaba: aparecer en el periódico de la mañana con aquella chaqueta de payaso y los vaqueros embarrados, haciendo patente su incompetencia ante todo el estado de Nebraska.
– Estupendo, más huellas de neumáticos -les dijo Weston a los especialistas que estaban trabajando de rodillas en el barro, pero miró a Nick para que supiera que el comentario iba dirigido a él.
Nick se sonrojó, pero se tragó la réplica y se alejó. Era un secreto a voces que Weston lo consideraba un sheriff patán y pueblerino. Andaban a la greña desde que Danny Alverez se había esfumado, dejando una bicicleta nueva y un fajo de periódicos sin repartir. Nick había querido rastrear parques y praderas, pero Weston había insistido en esperar a recibir una petición de rescate que no había llegado. Nick había cedido a los veinticinco años de experiencia de Weston en el FBI en lugar de guiarse por su instinto.
¿Por qué no se había tragado las sospechas de Weston de que había sido el padre del chico quien se lo había llevado? Un padre que estaba rabioso con su ex mujer por mantenerlo alejado de su único hijo. Diablos, los periódicos estaban repletos de casos similares. Como no lograban localizar al comandante Alverez, les pareció aún más coherente. Entonces, ¿por qué no escuchar al agente especial Bob Weston, a pesar de la antipatía irracional que despertaba en él?
Desde el principio, a Nick lo había molestado la arrogancia de Weston. Con su metro sesenta y cinco de estatura, le recordaba a un pequeño Napoleón que utilizaba siempre su sarcasmo para compensar su escasa corpulencia. Nick le sacaba más de quince centímetros de estatura y su cuerpo de atleta no tenía ni punto de comparación con el del famélico agente. Sin embargo, aquella noche, todo lo que Weston decía lo hacía sentirse insignificante. Sabía que había metido la pata hasta el fondo: había contaminado el lugar del crimen, no había aislado un área suficientemente amplia y había llamado a demasiados agentes. Así que se merecía las humillaciones de Weston. Quizá hasta le hubiera prestado aquella chaqueta enana a propósito.
Nick vio a George Tillie abriéndose camino entre el gentío, y se alegró de ver aquel rostro familiar. Tenía aspecto de acabar de levantarse de la cama. Llevaba una chaqueta deportiva arrugada y mal abrochada sobre una camisa de dormir rosa. Tenía los cabellos grises aplastados a un lado de la cara, profundas arrugas en el rostro y barba gris de un día. Apretaba su pequeño maletín blanco contra el pecho mientras chapoteaba por el barro con sus pantuflas de felpa. Si Nick no se equivocaba, las pantuflas tenían orejas y hocico de perro. Sonriendo, se preguntó cómo lo habrían dejado pasar los centinelas del FBI.
– ¡George! -lo llamó, y a punto estuvo de reír por la ironía cuando lo vio enarcar las cejas al reparar en el ridículo cortavientos-. El niño está allí -agarró a George del codo y dejó que el viejo forense se apoyara en él mientras se abrían paso entre el lodo y el gentío.
Un agente sacó una última instantánea de la escena y se apartó. George se quedó helado nada más ver al pequeño. Se enderezó y palideció.
– Dios mío… Otra vez, no.
A kilómetro y medio de distancia, el pasto estaba iluminado como un estadio de fútbol para un partido. Christine pisó a fondo el acelerador y maniobró por la carretera de grava.
No había duda de que había ocurrido algo gordo. Sintió el hormigueo de expectación en el estómago; el corazón le latía con fuerza. Hasta tenía sudorosas las manos.
El aviso policial proporcionaba muy poca información: «Agente solicita ayuda y respaldo inmediatos».
Podía significar cualquier cosa. Al deslizarse por la cañada, su expectación creció. Desperdigados en diversos ángulos sobre el barro había vehículos de rescate, dos furgonetas de televisión, cinco coches patrulla del shcriff y un ejército de vehículos oficiales de distinta índole. Vio a tres ayudantes del sheriff acordonando el lugar, que estaba aislado con la cinta amarilla distintiva de delito grave. Aquello era serio; no podía tratarse únicamente de adolescentes borrachos.
Entonces, se acordó del secuestro: el repartidor de periódicos cuyo rostro había aparecido en casi todos los programas de noticias y en la prensa desde el lunes. ¿Habrían pagado el rescate del niño? Quizá lo estuvieran liberando.
Tomó su bloc de notas, saltó del coche, advirtió que este seguía resbalando por el barro y volvió a sentarse detrás del volante.
– No seas boba, Christine -se regañó, y echó el freno de mano-. Manten la calma. Mantente serena.
El barro se tragó sus zapatos bajos de cuero, negándose a devolvérselos. Christine se descalzó, arrojó los zapatos a la parte trasera del coche y, con los pies envueltos únicamente en las medias, se abrió camino hacia el grupito de periodistas.
Los ayudantes del sheriff permanecían erguidos e implacables a pesar de las preguntas que les lanzaban. Por detrás de los árboles, los focos iluminaban una zona próxima al río. La hierba alta y la masa de cuerpos uniformados impedían ver lo que ocurría en la orilla.
El Canal Cinco había enviado a una de sus presentadoras de la noche. Darcy McManus estaba impecable y lista para la cámara, con su traje rojo bien planchado y sin un solo cabello negro y sedoso fuera de lugar. Sí, hasta llevaba zapatos. Sin embargo, era demasiado tarde para dar la noticia en directo, y la cámara permanecía apagada.
Christine reconoció al ayudante Eddie Gillick, uno de los tres que constituían el control policial. Se acercó despacio, asegurándose de que la veía, consciente de que un movimiento en falso podría ser su perdición.
– ¿Ayudante Gillick? Hola, soy Christine Hamilton. ¿Se acuerda de mí?
Se la quedó mirando como un soldado de juguete reacio a ceder a ninguna distracción. Después, su mirada se suavizó, y una sonrisa se insinuó en sus labios antes de que controlara el impulso.
– Señora Hamilton. Claro que me acuerdo; es la hija de Tony. ¿Qué la trae por aquí?
– Ahora trabajo para el Omaha Journal.
– Ah -el rostro de soldado reapareció.
Debía idear algo o lo perdería. Reparó en el pelo engo- minado y peinado hacia atrás de Gillick, en el olor penetrante de su aftershave. Hasta el fino bigote estaba cuidadosamente afeitado. No tenía ni una sola arruga en el uniforme, y llevaba la corbata bien anudada contra el cuello y sujeta con un alfiler dorado. Una rápida mirada le bastó para ver que no llevaba alianza.
– No puedo creer lo embarrado que está este sitio. ¡Qué tonta soy!, hasta he perdido los zapatos -se señaló los pies manchados de barro con las uñas pintadas de rojo asomando por debajo de las medias. Gillick echó un vistazo a los pies, y a Christine la complació ver que deslizaba la mirada por sus largas piernas. La incómoda minifalda compensaría por fin su incomodidad.
– Sí, señora, es un asco -Gillick cruzó los brazos y se balanceó sobre los pies, claramente inquieto-. Tenga cuidado, no vaya a resfriarse -una ojeada más y, en aquella ocasión, sus ojos abarcaron algo más que las piernas. Christine notó cómo detenía la mirada a la altura de sus senos y se sorprendió arqueando la espalda para que la chaqueta se le abriera un poco más.
– Menudo lío se ha armado, ¿verdad, Eddie? Es Eddie, ¿verdad?
– Sí, señora -pareció agradarle que lo recordara-. Aunque no estoy autorizado a hablar de lo ocurrido.
– Por supuesto. Lo entiendo -se inclinó hacia él, a pesar del olor de aftershave. Incluso sin zapatos era casi de su misma altura-. Sé que no tienes permiso para hablar del pequeño Alverez -le susurró al oído.
Los ojos de Gillick reflejaron sorpresa. Enarcó una ceja, y su mirada volvió a suavizarse.
– ¿Cómo se ha enterado? -se volvió para comprobar si alguien lo estaba escuchando.
Bingo. Había dado en la diana. Debía andar con cuidado para no echarlo todo a perder.
~Bueno, ya sabes que no puedo revelar mis fuentes de información, Eddie -¿interpretaría su voz queda como un murmullo seductor o como una artimaña? La seducción nunca había sido su fuerte o, al menos, eso le había asegurado Bruce.
– No, claro -Gillick movió la cabeza; había mordido el anzuelo.
– Imagino que no habrás podido ver nada. Como te ha tocado estar aquí, haciendo el trabajo sucio…
– No, no. Lo he visto todo -sacó pecho, como si afrontara casos como aquél todos los días.
– El niño está en muy malas condiciones, ¿eh?
– Sí, el hijo de perra lo ha destripado -susurró Gillick sin ápice de emoción.
La sangre le bajó de la cabeza, y sintió débiles las rodillas. El muchacho estaba muerto.
– ¡Eh! -gritó Gillick y, por un momento, Christine pensó que había descubierto el engaño-. ¡Apague esa cámara! Disculpe, señora Hamilton.
Mientras Gillick intentaba hacerse con la cámara del Canal Nueve, Christine regresó a su coche. Se sentó con la puerta abierta, abanicándose con el bloc de notas vacío e inspirando hondo el aire fresco de la noche. A pesar del frío, tenía la blusa pegada al cuerpo.
Danny Alverez estaba muerto, asesinado. Citando al ayudante Gillick, «destripado».
Christine ya tenía su primer reportaje importante y, sin embargo, en la boca del estómago, el hormigueo se había transformado en siseo de cucarachas.