– Vaya. Ustedes los tipos de ciudad se creen que aquí todos somos unos guaperas como Wilcox, ¿no?
– No. Sólo que me sorprende. Lo siento.
– Tranquilo. De hecho -prosiguió el policía con su voz firme y sin acento-, estoy acostumbrado al factor sorpresa. Pero si fuera a Mobile, Montgomery o Atlanta, se encontraría con que allí hay muchos más rostros negros con uniforme de los que se imagina. Todo cambia, incluso la policía; aunque dudo que usted lo crea así.
– ¿Porqué?
– Porque la única razón que le trae aquí es que se ha tragado la mierda que ese cabronazo asesino y sus abogados le han contado.
Cowart se limitó a tomar asiento y observar cómo el teniente cogía la silla que Wilcox había ocupado, mientras el detective echaba mano de una plegable y se sentaba a su lado.
– ¿Se lo cree? -preguntó Brown bruscamente.
– ¿Por qué? ¿Es importante para usted saber si me lo creo?
– Bueno, podría simplificar las cosas. Si usted me dice que sí, que cree que al muchacho le sacamos la confesión a golpes, entonces no tendríamos mucho de qué hablar, porque yo le diría que no, que no lo hicimos, que es absurdo. Y usted podría escribir eso en su libretita y no se hablaría más del tema. Publicaría su artículo y que sea lo que Dios quiera.
– No simplifiquemos tanto -replicó Cowart.
– Ya. Bien, ¿qué quiere saber?
– Quiero saberlo todo. Desde el principio. Sobre todo, qué les hizo ir a por Ferguson, pero también me gustaría saberlo todo sobre la confesión. Y no omita ningún detalle. ¿No es eso lo que diría a alguien antes de tomarle declaración?
Tanny Brown acomodó su corpachón en la silla y sonrió, pero no porque le hiciera gracia.
– Precisamente eso es lo que yo diría -confirmó. Se removió en la silla, pensativo, aunque sin apartar la vista de Cowart-. Robert Earl Ferguson encabezaba la reducida lista de sospechosos desde que descubrimos el cuerpo de la niña.
– ¿Porqué?
– Era sospechoso de otras agresiones.
– ¿Qué otras agresiones?
– Media docena de violaciones en el condado de Santa Rosa, y en la frontera con Alabama, cerca de Atmore y Bay Minette.
– ¿Qué pruebas tiene de ello?
Brown negó con la cabeza.
– No hay pruebas. Físicamente, encajaba con el retrato robot que pudimos reconstruir, en colaboración con detectives de esos lugares. Y las violaciones coinciden todas con momentos en los que él abandonaba la universidad para irse de vacaciones y visitar a su abuela.
– Sí. ¿Y qué?
– Y eso es todo.
Cowart permaneció un instante en silencio.
– ¿Eso es todo? ¿No hay pruebas que lo vinculen a esas agresiones? Me imagino que mostrarían su fotografía a esas mujeres.
– Sí, pero ninguna pudo identificarlo.
– Y el pelo que encontraron en su coche, que no pertenecía a Joanie Shriver, ¿lo cotejaron con las víctimas de esos otros casos?
– Sí.
– ¿Y?
– No se halló relación alguna.
– ¿El modus operandi de esas agresiones fue el mismo que en el caso de Joanie Shriver?
– No. Cada caso presentaba ciertas similitudes, pero también había aspectos diferentes. En dos de ellos se empleó un arma de fuego para intimidar a las víctimas, y en el resto un arma blanca. A un par de mujeres las siguieron hasta sus casas; a la otra la agredieron mientras hacía footing. No pudimos determinar un patrón sistemático.
– ¿Las víctimas eran blancas? -preguntó Cowart.
– Sí.
– ¿Jóvenes, como Joanie Shriver?
– No. Todas eran adultas.
Cowart hizo una pausa y luego preguntó:
– Teniente, ¿sabe cuáles son las estadísticas del FBI sobre violaciones de negros a blancas?
– Sé que usted me lo va a decir.
– Menos del cuatro por ciento de los casos denunciados en todo el país. Es una rareza, pese a tanto estereotipo y tanta paranoia. ¿Cuántos casos de violaciones de negros a blancas ha tenido en Pachoula antes de Ferguson?
– Ninguno, que yo recuerde. Y no me sermonee sobre estereotipos. -Brown miraba a Cowart, y Wilcox cambió de posición en su silla-. Las estadísticas no dicen nada -añadió tranquilamente.
– ¿Ah, no? Vale. Pero él estaba en casa, de vacaciones.
– Así es.
– Y a nadie le caía muy bien. O eso he oído.
– Correcto. Era una rata de alcantarilla que miraba a todo el mundo por encima del hombro.
Cowart lo observó un momento y luego dijo:
– ¿Sabe lo ridículo que suena eso? Una persona que no es bien recibida viene a ver a su abuela y ustedes quieren acusarla de violación. No me extraña que no le gustara estar aquí.
Tanny Brown refunfuñó algo, pero luego calló. Durante unos segundos clavó la mirada en Cowart, como intentando penetrar en su interior. Finalmente, respondió despacio:
– Sí. Sé lo ridículo que suena. -Sus ojos se entornaron.
Cowart se inclinó hacia delante en la silla. «No logrará ponerme nervioso», pensó, y con voz firme dijo:
– ¿Por eso fue primero a casa de su abuela, a buscarlo?
– Eso es. -Brown se disponía a añadir algo cuando, de pronto, cerró la boca.
Cowart notaba la tensión entre ambos y sabía lo que el teniente iba a decir en aquel preciso instante:
– Tenía un presentimiento, ¿verdad? El sexto sentido del viejo policía. La corazonada de que debía obrar en consecuencia. Eso es lo que iba a decir, ¿no?
Brown lo fulminó con la mirada.
– Vale. Sí. Exacto. -Miró a Wilcox y luego a Cowart-: Bruce me ha advertido de que tenía usted mucha labia, pero supongo que quería comprobarlo personalmente.
Cowart devolvió al teniente su fría mirada.
– No es que tenga mucha labia. Usted haría lo mismo si estuviera en mi lugar.
– No, no es verdad -dijo Brown-. Yo no intentaría ayudar a ese asesino hijo de puta a salir del corredor de la muerte.
Ambos guardaron silencio. Al cabo de unos momentos, Brown dijo:
– Esto no es justo.
– Exacto, si lo que usted pretende es convencerme de que Ferguson es un mentiroso.
Brown se puso en pie y empezó a pasearse por el despacho, al parecer reflexionando. Se movía como agazapado, como un velocista en la línea de salida esperando el pistoletazo, con los músculos tensos, y en todo momento hacía saber a Cowart que no le gustaba nada verse limitado, ni en aquel diminuto despacho, ni por los detalles.
– Era culpable -dijo por fin-. Lo supe desde el primer momento en que lo vi, mucho antes de lo de Joanie Shriver. Puede que no sea una prueba, pero yo lo sabía.
– ¿Cuándo fue eso?
– Un año antes del asesinato. Lo eché de la entrada del instituto. Estaba sentado en aquel coche, viendo salir a los chicos.
– ¿Y qué hacía usted allí?
– Recoger a mi hija. Ahí fue donde lo descubrí. Después de aquel día lo vi varias veces, siempre haciendo algo que me incomodaba, estaba en el sitio equivocado en el momento menos indicado; o conduciendo despacio por la calle, siguiendo a alguna chica. Y no sólo yo lo noté, sino también un par de policías de Pachoula que me lo comentaron. Una vez lo trincaron a medianoche, merodeando tras un bloque de apartamentos; cuando el coche patrulla pasó por allí, trató de esconderse. Retiraron los cargos, pero aun así…
– Sigo sin ver pruebas.
– ¡Maldita sea! -estalló el teniente-. ¿Es que no me está escuchando? No teníamos ninguna. Nos guiamos por impresiones. Por ejemplo, cuando llegamos a casa de Ferguson y lo vimos lavando el coche y que ya había arrancado un trozo de alfombrilla; o cuando lo primero que salió de su boca fue «Yo no maté a esa niña», antes de oír ninguna pregunta. Y por la manera de sentarse en la sala de interrogatorios, riendo porque sabía que no teníamos pruebas. Todas esas impresiones eran algo más que mero instinto, porque el muy cabrón acabó hablando. Y, sí señor, todas esas impresiones resultaron absolutamente fundadas, porque al final confesó haber matado a la niña.
– Entonces, ¿dónde está el cuchillo? ¿Dónde está su ropa cubierta de sangre y lodo?