– Eso no lo dijo.
– ¿Explicó que la estuvo esperando a la salida del colegio? ¿Cómo la metió en el coche? ¿Lo que le dijo? ¿Si ella se resistió? ¿Qué les contó Ferguson?
– ¡Maldita sea, léalo usted mismo!
El teniente Brown sacó unos papeles de la carpeta que tenía sobre la mesa y los arrojó hacia Cowart; éste bajó la mirada y vio que se trataba de la copia oficial de la confesión, transcrita por un taquígrafo judicial. Era breve, de sólo tres páginas. Los dos detectives le habían leído todos sus derechos, en especial el derecho a un abogado. La lectura de los derechos ocupaba toda una página. Le habían preguntado si lo entendía y él les había respondido que sí. La primera pregunta estaba formulada en términos policiales: «Veamos, hacia las tres de la tarde del 4 de mayo de 1987, ¿pudo haber pasado usted por la esquina de las calles Grand y Spring, próxima al colegio King?» Y Ferguson había contestado con un monosílabo: «Sí.» Entonces los detectives le habían preguntado si había visto a la niña, en lo sucesivo Joanie Shriver, y una vez más su respuesta había sido una simple afirmación. Después pasaron a reconstruir minuciosamente los hechos, y cada vez que preguntaban algo recibían una respuesta afirmativa, aunque ninguna matizada con el menor detalle. Cuando le habían interrogado sobre el arma y otros aspectos cruciales del crimen, él había contestado que no lo recordaba. La pregunta final estaba pensada para establecer la premeditación. Era la que había llevado a Ferguson al corredor de la muerte: «¿Aquel día fue usted a aquel lugar con la intención de secuestrar y asesinar a una niña?» Y, de nuevo, él respondió con un sencillo y terrible: «Sí.»
Cowart meneó la cabeza. Ferguson no había articulado más que una única palabra, «Sí», una y otra vez. Cowart se volvió hacia Brown y Wilcox:
– No es precisamente un modelo de confesión, ¿no?
Wilcox, que había permanecido sentado, aquejado de una creciente frustración, acabó levantándose con la cara enrojecida y amenazó al periodista:
– ¿Qué cojones quiere? Maldita sea, estoy tan seguro de que Ferguson mató a esa niña como de que ahora estoy aquí de pie. Pero usted es tan imbécil que no quiere oír la verdad.
– ¿La verdad? -Cowart negó con la cabeza y Wilcox estalló.
El detective se abalanzó desde el otro lado de la mesa y agarró al periodista de la chaqueta, arrastrándolo hasta sus pies.
– ¡Me está cabreando, gilipollas! ¡Y más le vale que no me cabree!
Brown se lanzó para sujetar a su compañero con una mano y apartarlo de un empujón, dominando fácilmente a aquel hombre enjuto y más pequeño que él. No dijo nada, ni siquiera cuando Wilcox se volvió hacia él farfullando con rabia apenas controlada. Luego se volvió hacia Cowart, pero acabó saliendo de la oficina, con los puños apretados y sin poder articular palabra.
Cowart se recompuso la chaqueta y se dejó caer en la silla pesadamente. Respiraba agitadamente y la adrenalina le palpitaba en las sienes. Tras unos momentos de silencio, lanzó una mirada a Brown.
– No irá a decirme ahora que no golpeó a Ferguson y que en las treinta y seis horas de interrogatorio en ningún momento perdió la paciencia.
El teniente arrugó el entrecejo, como intentando evaluar el daño causado por aquel arrebato de ira. Luego sacudió la cabeza y dijo:
– No, la verdad es que la perdió. Una o dos veces, antes de que yo lo refrenara. Pero sólo abofeteó a Ferguson.
– ¿No le dio ningún puñetazo en el estómago?
– No que yo sepa.
– ¿Y las guías de teléfonos?
– Un viejo truco -dijo Brown enarcando las cejas-. Pero no las usó, pese a lo que diga Ferguson.
El teniente se volvió para mirar por la ventana. Al cabo de un rato dijo:
– Señor Cowart, creo que no se lo haré entender. La muerte de esa pequeña ha sacado a todo el mundo de sus casillas y aún está presente. Pero a nosotros, que tuvimos que llevar el caso a pesar del desastre emocional, nos ha tocado la peor parte. Ha sido un golpe durísimo. Nosotros no éramos ni buenos ni malos, sólo queríamos atrapar al asesino. Yo me pasé tres noches en vela, ninguno de nosotros podía pegar ojo. Pero lo atrapamos, y ahí estaba él, sonriéndonos como si nada hubiera pasado. No culpo a Bruce Wilcox por haber perdido un poco la paciencia; es más, creo que todos teníamos los nervios de punta. Y aun entonces, con esa confesión, que si bien, como usted dice, no es modélica, sí fue lo máximo que pudimos arrancarle a ese hijo de puta; aun entonces, el asunto era muy delicado. Esta condena pende de un hilo muy fino, todos lo sabemos. Entonces aparece usted, haciendo preguntas, y como cada una de esas preguntas va desgastando un poco más ese hilo, nos ponemos un poco furiosos. Oiga, le pido disculpas por el comportamiento de mi colega. No quiero que se revoque esta condena, porque entonces no podría mirar a los Shriver a la cara, ni a mi propia familia; ni siquiera podría mirarme a mí mismo. Quiero que ese hombre pague por lo que hizo.
El teniente esperó la reacción de Cowart. Éste tuvo una repentina sensación de éxito y decidió consolidar su ventaja.
– ¿Qué política siguen en su departamento respecto a entrar con armas en las salas de interrogatorios?
– No está permitido, y todos los agentes lo saben. El sargento de servicio lo comprueba. ¿Por qué?
– ¿Le importaría ponerse en pie un momento?
Brown se encogió de hombros y se levantó de la silla.
– Ahora enséñeme los tobillos.
Pareció sorprendido.
– No entiendo…
– Con su permiso, teniente.
Brown lo miró con ceño.
– ¿Es esto lo que quiere ver? -Levantó la pierna y puso el pie encima de la mesa, levantando la pernera del pantalón. En el tobillo, sujeta a la pantorrilla, llevaba una funda de piel marrón con una pistola del calibre 38. Bajó la pierna.
– ¿Apuntó usted con esa arma a Ferguson y le dijo que lo mataría si no confesaba?
– En absoluto. -Una fría indignación recorrió la voz del detective.
– ¿Y nunca apretó el gatillo con la recámara vacía?
– No.
– Entonces, ¿cómo podía saber Ferguson que usted llevaba esa pistola si no se la enseñó?
Brown lo miró fijamente desde el otro lado de la mesa, con una gélida rabia en los ojos.
– La entrevista ha terminado -dijo, señalando la puerta.
– Se equivoca -replicó Cowart, subiendo la voz-. Acaba de empezar.
5
Para los periodistas, como para el tirador que trata de hacer puntería, existe una zona, más allá de donde le alcanza la vista y del centro del blanco, en que los demás detalles de la vida se esfuman, y es entonces cuando el artículo empieza a tomar forma en su mente. Las lagunas narrativas, los puntos oscuros de su prosa, empiezan a hacerse obvios y el periodista, como un enterrador que arrojara paladas de tierra sobre un ataúd, rellena los huecos.
Matthew Cowart había llegado a esa zona.
Tamborileaba impacientemente con los dedos sobre la mesa de tablero de linóleo, mientras esperaba a que el sargento Rogers escoltara a Ferguson hasta la sala de entrevistas. Su viaje a Pachoula lo había dejado lleno de preguntas y anegado en un mar de respuestas probables. La historia había quedado instalada a medias en su mente, desde el preciso momento en que Tanny Brown reconoció a regañadientes que Wilcox había abofeteado a Ferguson. Aquella pequeña concesión había abierto la perspectiva de una sarta de mentiras. Cowart no sabía muy bien qué había ocurrido entre los detectives y su presa, pero lo que sí sabía era que había suficientes interrogantes para justificar su historia, y tal vez para reabrir el caso. Ahora estaba pendiente del segundo factor: si Ferguson no había matado a la niña, ¿quién lo había hecho? Cuando el condenado apareció en la entrada, con un cigarrillo apagado en los labios y los brazos cargados de carpetas, a Cowart le entraron ganas de saltar de alegría.