– Trataré de no perderla, seguro. Y, a propósito, señorita Stratmann, respecto de mi agenda… -Hice una pausa deliberadamente, esperando que la joven, lamentando su olvido, abriera tal vez su portafolios para sacar de dentro una hoja o una carpeta. Pero, aunque reaccionó con presteza, fue sólo para decir:

– Es una agenda muy apretada, sí. Pero confío en que no le parecerá poco razonable. Hemos tratado de incluir estrictamente lo más esencial. Aunque era inevitable que nos viéramos desbordados por las peticiones de muchas de nuestras asociaciones, de los medios de comunicación locales, de todo el mundo. Cuenta usted con muchos admiradores en esta ciudad, señor Ryder… Muchos que opinan que no sólo es usted el pianista más genial del momento, sino también posiblemente el más grande del siglo. Pero nos parece que al final hemos conseguido mantener sólo los compromisos imprescindibles. Y le aseguro que no encontrará entre ellos nada que pueda resultarle demasiado desagradable.

En aquel preciso momento se abrieron las puertas del ascensor y el viejo mozo echó a andar por el pasillo. El peso de las maletas le obligaba a arrastrar los pies por la moqueta, y la señorita Stratmann y yo, que le seguíamos, tuvimos que aflojar el paso para no adelantarle.

– Confío en que nadie se molestará -le comenté a la joven mientras caminábamos-. Quiero decir por no haber podido disponer de tiempo para ellos en mi programa.

– ¡Oh, no, no se preocupe, se lo ruego! Todos sabemos por qué está usted aquí y nadie querría mostrarse inoportuno y distraerle. De hecho, señor Ryder, dejando aparte un par de actos sociales realmente importantes, todo el resto de su programa está relacionado más o menos directamente con la noche del jueves. Claro que ya habrá tenido usted tiempo de familiarizarse con las líneas básicas del programa.

Había algo en la forma como hizo esa observación, que me impidió responderle con entera franqueza. Así que murmuré:

– Sí, naturalmente.

– Es un programa muy cargado. Pero nos orientó mucho su petición de conocer las cosas de primera mano en la medida de lo posible. Un planteamiento muy digno de elogio, si me permite que se lo diga.

Por delante de nosotros dos, el anciano mozo se había detenido ante una puerta. Finalmente depositó mis maletas en el suelo y empezó a hurgar en la cerradura. Al llegar junto a él, Gustav volvió a alzar las maletas y entró tambaleándose en la habitación, diciendo:

– Tenga la bondad de seguirme, señor.

Estaba a punto de hacerlo cuando la señorita Stratmann colocó su mano en mi brazo.

– No quiero entretenerlo ahora -dijo-. Sólo quería asegurarme cuanto antes de que no habíamos incluido en su programa nada que no le pareciera satisfactorio.

La puerta se cerró de golpe, dejándonos de pie en mitad del pasillo.

– Verá, señorita Stratmann… En conjunto me sorprendió… Sí, como un programa muy bien equilibrado, en efecto.

– La reunión con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua la hemos organizado precisamente pensando en esa petición suya a que aludía. Esta asociación está integrada por personas corrientes de toda condición social, unidas por la experiencia de los padecimientos derivados de la crisis actual. Así podrá usted oír relatos de primera mano de las cosas que han debido sufrir.

– ¡Ah, sí! Seguro que resultará sumamente útil.

– Como habrá visto, hemos respetado también su deseo de entrevistarse con el señor Christoff. Dadas las circunstancias, comprendemos perfectamente sus razones para solicitar esa entrevista. Ni que decir tiene que el señor Christoff, por su parte, está encantado. Tiene, por supuesto, sus propios motivos para desear conocerle. Lo que quiero decir es que él y sus amigos harán lo imposible para lograr que vea usted las cosas como ellos las pintan. Será un cúmulo de disparates, sin duda, pero estoy segura de que lo encontrará muy útil para trazarse un cuadro de conjunto de lo que ha estado ocurriendo aquí. Tiene usted cara de estar muy cansado, señor Ryder… No quiero molestarle más tiempo. Aquí tiene mi tarjeta. Por favor, no dude en llamarme si tiene algún problema o para cualquier cosa que se le ofrezca.

Le di las gracias y la seguí con la mirada mientras se alejaba por el pasillo. Entré en mi habitación dándole vueltas al cúmulo de cosas implicadas en aquella corta conversación, por lo que tardé unos instantes en advertir la presencia de Gustav de pie junto a la cama.

– Ah, señor…, ésta es la habitación.

Tras la preponderancia de los revestimientos de madera oscura en todo el edificio, me sorprendió el aspecto moderno y ligero del cuarto. La pared que tenía enfrente era prácticamente un ventanal desde el suelo al techo, que dejaba pasar un agradable sol por entre los visillos dispuestos verticalmente. Mis maletas se hallaban ya alineadas junto al armario ropero.

– Y ahora, señor, si me lo permite -añadió Gustav-, le mostraré dónde está todo. Será un instante. Así su estancia entre nosotros será lo más confortable posible.

Observé las evoluciones de Gustav por el cuarto mientras me indicaba dónde se hallaban los interruptores y las demás instalaciones. En determinado momento me guió hasta el baño y prosiguió allí dentro sus explicaciones. Había estado a punto de cortarle como suelo hacer cuando en los hoteles me muestran las habitaciones, pero la diligencia con que desempeñaba aquella tarea, su evidente esfuerzo en personalizar algo que sin duda tenía que hacer muchas veces al día, me conmovieron hasta el punto de impedir que le interrumpiera. Pero luego, mientras él proseguía sus explicaciones indicando con la mano las distintas partes de la habitación, se me ocurrió que, a pesar de su profesionalidad, por encima de su genuino deseo de asegurarse de que estuviera instalado cómodamente, afloraba a su espíritu algún asunto que había estado preocupándole durante todo el día. El hombre, en efecto, estaba otra vez pensando en su hija y en el hijo de ésta.

Cuando, meses atrás, le propusieron aquel arreglillo, poco había imaginado Gustav que le reportaría algo que no fuera un placer sin complicaciones. Una tarde de cada semana, dedicaría un par de horas a pasear por la ciudad antigua con su nietecillo, para que Sophie pudiera salir y disfrutar de un rato de tiempo libre. Más aún: aquel trato había resultado un éxito inmediato, y a las pocas semanas abuelo y nieto se habían acostumbrado a una rutina sumamente agradable para ambos. Si no llovía, iban primero a los columpios del parque, donde Boris podía lucir sus últimas temerarias proezas. Si hacía mal tiempo, comenzaban tal vez por el museo de embarcaciones. Y paseaban luego por las callejuelas de la ciudad antigua, mirando los escaparates de las tiendas de juguetes y deteniéndose quizá en la Plaza Vieja para contemplar la actuación de algún mimo o acróbata callejero. Como el veterano mozo era persona bien conocida en aquel barrio, no daban muchos pasos sin que alguien les saludara, y Gustav recibía numerosos cumplidos a propósito de su nieto. Después se acercarían hasta el viejo puente, desde cuyo pretil contemplarían las embarcaciones que pasaban por debajo. Y la expedición concluiría en su café favorito, donde pedirían un pastel o un helado y aguardarían a que llegara Sophie.

Al principio, estas pequeñas excursiones le habían producido a Gustav una inmensa satisfacción. Pero el creciente contacto con su hija y su nieto le había obligado a notar ciertas cosas que en otras circunstancias hubiera pasado por alto, pero que ahora ya no podía seguir ignorando como si todo fuera bien. Para empezar, estaba la cuestión del estado de ánimo de Sophie. Las primeras semanas se había despedido de ellos animadamente, para ir sin pérdida de tiempo de compras al centro o a encontrarse con alguna amiga. Pero últimamente le daba por remolonear y alejarse con aire indeciso, como si no tuviera nada que hacer después de dejarlos. Había indicios claros, además, de que el problema, cualquiera que fuese, empezaba a afectar a Boris. Cierto que su nieto estaba alegre casi todo el tiempo que pasaban juntos. Pero el viejo mozo había notado que ahora, de vez en cuando, y en particular cuando se aludía a su vida en casa, por la expresión del rostro del niño pasaba como una nube. Y, para colmo, dos semanas atrás había sucedido algo que el bueno de Gustav no había podido alejar de su mente.

Había ido de paseo con Boris hasta uno de los numerosos cafés de la ciudad antigua cuando de pronto vio a su hija sentada allí dentro. La marquesina daba sombra al cristal, permitiendo ver desde fuera hasta el fondo del establecimiento, y a Sophie en una mesa, sola, con una taza de café delante y una expresión de profundísimo abatimiento. La revelación de que su hija no había tenido ánimos ni para dejar la ciudad antigua, y no digamos ya la expresión de su rostro, había sido un mazazo para Gustav…, tanto que tardó unos momentos en reponerse de él y en pensar en distraer a Boris. Pero ya era demasiado tarde porque el pequeño, siguiendo la mirada del abuelo, había distinguido también a su madre. Y a continuación Boris había desviado inmediatamente la vista y los dos habían continuado paseando sin mencionar ni una sola vez lo ocurrido. Boris recuperó su buen humor en unos minutos, pero aquel episodio había turbado profundamente al mozo de hotel, que desde entonces no hacía más que reflexionar sobre él. De hecho, el hallarse recordando aquel incidente era lo que lo había hecho parecer tan taciturno en el vestíbulo y lo que volvía a preocuparlo ahora mientras me mostraba mi habitación.

A mí me había caído bien aquel hombre y sentí una corriente de simpatía hacia él. Estaba claro que llevaba mucho tiempo rumiando sus cosas y que ahora corría el peligro de dejar que sus inquietudes alcanzaran proporciones peligrosas. Pensé en abordar francamente el tema con él, pero Gustav había llegado ya al término de su rutina y volvía a pesar sobre mí el cansancio que experimentaba intermitentemente desde que bajé del avión. Así que, decidido a tratar el asunto en otro momento, le despedí con una generosa propina.

En cuanto la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, me tumbé en la cama completamente vestido y permanecí durante un buen rato con la mirada perdida en el techo. Por mi cabeza estuvieron pasando al principio pensamientos acerca de Gustav y de sus diversos problemas, pero al prolongarse mi inmovilidad me encontré reflexionando de nuevo sobre la conversación que acababa de mantener con la señorita Stratmann. Estaba claro que en la ciudad se esperaba de mí algo más que un simple recital. Pero, al intentar recordar algunos detalles básicos acerca de la presente visita, tuve escaso éxito. Y me di cuenta de lo tonto que había sido al no haberme mostrado más franco con la señorita Stratmann. Porque si yo no había recibido una copia de mi programa, la culpa era suya, no mía, y aquella actitud a la defensiva por mi parte no tenía el más mínimo sentido.


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