En cualquier caso, si cambiaran ustedes de opinión, si quisieran averiguar lo que efectivamente podemos hacer, mañana estaré aquí en el mismo lugar y a la misma hora. De ustedes depende.
A punto de marcharse, Yost se acercó la palma de la mano al ángulo de la boca como si la última frase que quisiera dirigirle a Malone fuera de carácter confidencial.
– Joven, a buen entendedor, pocas palabras bastan. -Guiñó exageradamente un ojo y dijo-: Acepte mi consejo y escóndase. El hombre del saco anda buscándole.
A las cinco y media de la tarde del día siguiente, martes, Kyle Shively estaba terminando la última tarea que le había encomendado Nave, una puesta a punto de un Cadillac de tres años.
Dado que había tenido un mal día, un auténtico desastre de día, había querido concentrarse por entero en su trabajo para distraerse de los pensamientos que le atormentaban.
Había terminado la parte más laboriosa de la tarea -ajustar adecuadamente la compresión de cada cilindro-y ahora se estaba dedicando a la limpieza de la bujía con un limpiador de chorro de arena y a colocarla cuidadosamente.
Tenía muy buena mano en eso de calcular perfectamente la distancia explosiva y esta faceta del trabajo requería menos cuidado y concentración.
Mientras se afanaba bajo la cubierta, Shively volvió a pensar en la enorme erección con que se había despertado por la mañana.
No necesitaba ir al lavabo y, por consiguiente, no había sido por eso.
Había sido una mujer desnuda de la última parte de su sueño, una mujer que se había disuelto y evaporado al despertar.
No recordaba si habría sido la actriz Sharon Fields por haberla visto medio desnuda la noche anterior por la televisión o bien por haber prestado oído a aquel chiflado del bar, a aquel muchacho llamado Malone, y haber querido creerle y haberse trastornado.
O tal vez hubiera sido la muy perra de Kitty Bishop, que le había inducido a creer que saldría con él y después le había plantado y dejado en ridículo.
Tendido en la cama mientras esperaba a que le desapareciera la erección, llegó a la conclusión de que no era posible que le hubiera estimulado una visión de Sharon Fields.
No, ella era irreal, no estaba a su alcance ni siquiera con el pensamiento a pesar de lo que hubiera dicho aquel chiflado del bar.
Por consiguiente, debía de haber sido la muy perra de la señora Bishop, que se le había quedado grabada en la imaginación.
Levantándose de la cama y desperezándose, concluyó definitivamente que debía de haber sido Kitty Bishop.
Seguía sin admitir que hubiera podido equivocarse con respecto a las intenciones de ésta. Su primer comportamiento con él había sido provocador, eso era indudable, y a pesar de haber quedado éste contradicho por las respuestas que ella le había dado las dos veces que la había llamado, seguía creyendo que no se había equivocado.
Tal vez sus respuestas por teléfono formaran parte del juego automático del desdén, del recato y la timidez al objeto de darle a entender que no era una cualquiera sino una señora y que tendría que perseguirla e insistir si es que efectivamente lo deseaba.
Maldita sea, ya lo creo que lo deseaba. Decidió impulsivamente seguirle la corriente.
Volvería a llamarla, lo intentaría de nuevo, le daría la oportunidad de reconocer que deseaba verle.
Olvidaría lo pasado. La halagaría, bromearía con ella y tal vez le hiciera algunas alusiones de carácter sexual.
Eso resultaría eficaz. Así solía suceder por lo general.
Tras tomarse unos sorbos de zumo de naranja directamente de la botella, encendió un cigarrillo y se dirigió al teléfono para marcar el número de los Bishop.
Maldita sea, allí estaba ella al tercer timbrazo, ella misma, no la sirvienta ni el viejo, sino la mismísima Kitty.
Fue inmediatamente al grano y, medio disculpándose, le dijo suavemente que no había conseguido apenas pegar el ojo en toda la noche pensando en ella.
No habría pronunciado más allá de tres o cuatro frases cuando ella le interrumpió.
Le gritó de tal forma que casi le perforó el tímpano.
Le dijo que él mismo se lo había buscado, que ya se encargaría de que no siguiera molestándola e invadiendo su intimidad y después le colgó el teléfono.
Esta vez su cólera se mezcló con un temor a las represalias.
Y había acudido al trabajo medio furioso y medio asustado. Pero se encontró con muchos automóviles que atender y no tuvo tiempo de alimentar su enojo, y, a medida que pasaba el rato sin que se produjeran represalias por parte de aquellos acaudalados hijos de puta, su temor se fue desvaneciendo.
Había colocado la última bujía del motor del Cadillac y estaba a punto de ponerlo en marcha cuando oyó que Jack Nave le llamaba a gritos.
Shively levantó la cabeza en el momento en que Nave detenía el vehículo de remolque.
Shively ni siquiera se había dado cuenta de que su jefe se hubiera ausentado.
Vio que Nave abría la portezuela, bajaba y se dirigía hacia él.
Al ver la cara que traía Nave, Shively se preparó para lo peor.
Conocía muy bien a su jefe y sabía que era hombre de poca paciencia, y ahora parecía que estuviera a punto de estallar.
El rollizo rostro de Nave parecía ceñudo, su vientre sobresalía por encima del cinturón confiriéndole el aspecto de un tanque del ejército y sus gruesas manos estaban cerradas en puño.
Antes de que Shively pudiera recuperarse, Jack Nave se detuvo a su lado.
– ¡Idiota, cabeza de chorlito! -le gritó Nave enfurecido-.
¡Me estás costando más de lo que vales con los quebraderos de cabeza que me das! -¿Pero qué demonios le pasa? -preguntó Shively, sin retroceder y disponiéndose a hacer frente el ataque-. ¿Qué le sucede, Jack?
– A mí no me sucede nada… eres tú el que arma jaleos!
Nave respiró hondo como para calmarse. Después, percatándose de que el alboroto que estaba provocando había llegado a los oídos de dos empleados que estaban llenando los depósitos de unos clientes Nave bajó la voz pero no modificó el tono-.
Escúchame, estúpido, entérate de dónde he estado por culpa tuya.
Shively ya sabía dónde había estado Nave pero siguió conservando su máscara de inocencia.
– Pues he estado en casa del señor Gilbert Bishop, de allí vengo. La señora Bishop me ha estado atormentando los oídos por espacio de media hora. Y no me preguntes el porqué, miserable.
El porqué lo sabes muy bien.
En esta casa hay una norma que te comuniqué el primer día que entraste a trabajar y es la de que no gastamos bromas con los clientes.
No mezclamos el trabajo con la diversión. Nunca.
Por consiguiente, ¿qué te ha pasado por la cabeza, Romeo? ¡Molestar a una dama como la señora Bishop! ¿Qué demonios piensas que podría querer ella de alguien como tú? Me lo ha revelado todo.
Que has intentado seducirla y tratarla como una cualquiera dispuesta a engañar a su marido, y por si fuera poco con un mono grasiento.
Y después molestarla con esas llamadas telefónicas -me ha dicho que tres veces-persiguiéndola sin dejarla en paz…
– Ha sido ella, no yo -le interrumpió Shively muy ofendido-. Yo no hice nada malo.
No me propasé en ningún momento. Fue ella.
No hacía otra cosa más que insinuárseme para que la invitara a un trago.
Por lo general, no suelo hacer caso de estas cosas. Conozco las normas, Jack. Pero pensé en usted, por eso lo hice.
Si no la complacía, era posible que se enojara y consiguiera que el viejo se fuera a otro sitio.
Pensaba en usted, Jack, nada más.
– Eres el mayor cuentista que me he echado a la cara, Shiv -dijo Nave meneando la cabeza-.
Ahora resulta que lo has hecho por mí, por mi maldita estación de servicio.
Le pediste una cita por bondad, la perseguiste con una llamada, dos llamadas, tres llamadas por bondad.
Vamos, Shiv, no me vengas con historias.
– Le juro que no…