Un claxon estaba sonando junto a las bombas.

Nave se volvió, vio a un conductor que le estaba haciendo señas y le gritó que iba en seguida.

– Escúchame, zoquete, y escúchame bien -le dijo a Shively-.

La señora Bishop nos ha hecho una advertencia. Ha tenido la amabilidad de decirnos que por esta vez no le dirá nada a su marido.

Pero como vuelvas a acosarla, ya sea aquí o por teléfono, se lo dirá a su marido. Y entonces será el final porque éste se irá con su coche a otra estación.

¿Sabes lo que significa para mí? Es uno de nuestros mejores clientes. Y, además, me envía a sus amigos ricos.

No puedo permitirme el lujo de perder a un cliente como éste. Perdería a diez holgazanes como tú antes que perder a un cliente como Bishop.

Si fuera sensato, lo que haría es despedirte inmediatamente. Pero llevas conmigo bastante tiempo y has cumplido con tu deber y te lo tengo en cuenta.

No quisiera hacer nada desagradable. Pero, escúchame, Shiv, te lo advierto, te someteré a prueba a partir de hoy de la misma manera que la señora Bishop me ha sometido a prueba a mí.

Un paso en falso con ella o con cualquier otra clienta y te pongo de patitas en la calle. A partir de este momento, será mejor que mantengas la boca y la bragueta cerradas y te dediques al trabajo y a nada más. Será mejor que no lo olvides.

Después Nave se encaminó hacia las bombas de llenado y Shively se quedó pensando enfurecido en el rapapolvo de su jefe y en la suma de injusticias de que estaba siendo objeto.

Lo que más enojaba a Shively era el hecho de haber tenido intención de pedirle a Nave el aumento que se merecía hacía tanto tiempo.

Había tenido la intención de amenazar a Nave con marcharse si éste no le cambiaba el salario fijo por un porcentaje sobre los gastos de mano de obra de cada vehículo.

Ahora la amenaza carecía de sentido y no podía ejercer presión.

En lugar de encontrarse en una situación en la que pudiera solicitar un aumento, le habían castigado a una situación en la que podía ser despedido de la noche a la mañana.

Y todo por culpa de aquella remilgada que le quería pero no deseaba reconocerlo porque le consideraba inferior.

Como si su marido, que probablemente hacía diez años que no se acostaba con ella, fuera mejor que él por tener un millón de dólares o tal vez más gracias a haber engañado al público y al gobierno.

Shively recordó haber leído que en uno de los últimos años había habido 112 personas con unos ingresos de más de 200 mil dólares que no habían pagado ni un solo céntimo en concepto de impuesto sobre la renta.

El ricacho de Bishop debía de ser probablemente uno de esos tíos.

Maldita sea.

Shively regresó al automóvil para terminar el trabajo en seguida y poder largarse cuanto antes.

Ya estaba harto de Nave y de su estación de servicio y de sus cochinos clientes.

Lo que ahora le apetecía era un buen trago largo, cuanto más largo y más fuerte, mejor.

Media hora más tarde, compuesto por fuera pero no por dentro, Shively entró en el All-American Bowling Emporium y se encaminó hacia el Bar de la Linterna, comprobando que la barra aún no se había llenado.

Se encaramó a un taburete y saludó al barman.

– ¿Qué va a ser, señor Shively? -le preguntó Ein-. ¿Lo de siempre?

– No. Esta noche no me vale una cerveza. Ponme un tequila doble. Con hielo.

– ¿Mal día?

– Sí, un día pésimo.

Mientras esperaba a que le sirvieran, Shively miró a su alrededor. Por lo general siempre había algún conocido. Pero en aquellos momentos, a pesar de que era la hora de cenar, no reconocía a nadie.

Sus ojos se desplazaron hacia el reservado del fondo en el que había estado charlando con aquel chiflado y aquel par de imbéciles.

El reservado estaba vacío. No había nadie, ni siquiera aquel mochales con su manía de conocer a Sharon Fields.

Ein le estaba colocando delante un vaso de tequila y una servilleta.

– ¿Pero a dónde se ha ido todo el mundo esta noche? preguntó Shively.

– Es que todavía es un poco temprano. ¿Está pensando en alguna persona en particular?

– No sé. ¿Y aquel tipo con quien charlamos anoche, ese muchacho que afirma ser escritor?

– Ah, ¿se refiere usted al señor Malone?

– Creo que sí. Sí, Adam Malone. ¿De veras es escritor o es que me tomó el pelo?

– Pues, sí, creo que se podría catalogar como escritor. No le conozco muy bien. Sólo ha venido unas pocas veces. Una vez, me mostró algo que había publicado. Era en una especie de revista muy seria. No sé si debieron pagarle mucho, si es que le pagaron. Porque era una revista que en mi vida había visto en los kioskos. Pero supongo que es escritor.

– Sí.

– En realidad, estuvo aquí hace cosa de una hora. Se tomó un vaso de vino blanco y se sentó a anotar no sé qué. Dijo que no disponía de mucho tiempo.

Que tenía que terminar un trabajo y que después bajaría al paseo Hollywood para ver a Sharon Fields.

Dicen que acudirá personalmente al estreno de su última película.

– Ein se acercó un dedo a la sien-.

Ahora que recuerdo. Antes de marcharse, el señor Malone dijo que si alguien venía y preguntaba por él, que dijera que regresaría más tarde.

Casi lo había olvidado.

Supongo que el recado era para usted o cualquier otra persona que preguntara por él.

Si desea ver antes al señor Malone, tal vez le encuentre en el estreno.

Y, además, así tendrá ocasión de ver a Sharon Fields en persona. Menuda preciosidad es esa chica.

– No tengo intención alguna de ver al señor Malone ni antes ni después -dijo Shively-.

En cuanto a Sharon Fields…

– Perdone, señor Shively, me parece que tengo a un cliente sediento al fondo.

Shively asintió, tomó el vaso de tequila y casi ingirió la mitad del zumo de mezcal de un solo trago.

Notó inmediatamente el calor del alcohol y esperó a que éste le bajara por el pecho y por el estómago y se le enroscara por la bragadura.

Le quedó grabado en la cabeza algo que había dicho Ein.

Aquello de ver a Sharon Fields en persona. En persona. En persona y sin nada encima. Santo cielo. Menudo espectáculo.

Inmediatamente se le llenó el cerebro con una imagen en tamaño natural de una Sharon Fields desnuda, la tía más sexual del mundo, a la que había visto anoche en televisión y tantísimas otras veces en miles de revistas y periódicos.

Allí estaba, tendida en su imaginación y sin ni una sola prenda de vestir encima.

Con asombro y placer, Shively la reconoció inmediatamente.

Ella había sido -ella, Sharon Fields, y no Kitty Bishop-la mujer con quien había soñado antes de despertar por la mañana con aquella erección.

Ella había sido quien le había enloquecido por la mañana de la misma manera que su solo recuerdo le estaba volviendo a enloquecer ahora.

Tomó otro trago de tequila y llegó a la conclusión de que ya sabía lo que deseaba hacer aquella noche.

Tomaría un bocado en algún sitio y después se metería en su coche para dirigirse al paseo Hollywood y echarle un vistazo de primera mano a Sharon Fields en persona.

Sí. En persona, para ver si era de verdad, simplemente para vivir una emoción.

Aquel mismo martes, a las seis menos cuarto de la tarde, Howard Yost se encontraba en el salón elegantemente amueblado de una casa de estilo francés del lujoso Brentwood Park, una elegante zona del Oeste de Los Ángeles.

Su mole llenaba totalmente el gran sillón a cuadros escoceses y su actitud era confiada, afable y tranquila -por lo menos eso esperaba él-, porque había acudido a aquella cita con aquellos acaudalados posibles clientes presa de una tensión interior y una ansiedad que no le habían abandonado en todo el día.

Los Livingston, es decir, el correcto matrimonio forrado de dinero sentado frente a él al otro lado de la mesa de café, se mostraban muy favorablemente dispuestos a un amplio programa de cobertura de seguros.


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