Goguia, asido a la escalera con una mano, trataba con la otra de echar el lazo a Sandra. No lo conseguía. Pavlysh lamentó no poder abandonar el gobierno del aparato. Él lo habría hecho todo mucho más de prisa. Se veía que Goguia jamás había practicado el alpinismo. El cable se escapó otra vez. Al sismólogo le faltaba una mano para hacerlo pasar por los hombros de Sandra. A Pavlysh se le antojó que las oleadas de la desesperación que invadía al sismólogo llegaban a la cabina del flayer.

En aquel instante, la bioforma-pájaro resolvió dar un arriesgado paso. Planeó blanda y rápidamente contra el viento y, aprovechando el instante en que Sandra se deslizaba por el lomo de una ola y su cuerpo había emergido un tanto, tomó con el pico el lazo del cable y lo paso en un abrir y cerrar de ojos por los hombros de Sandra.

— ¡Tira! — grito Pavlysh al sismólogo.

Goguia, conservando a duras penas el equilibrio en la escalera, tiró en seguida; el lazo se deslizo más abajo y sujetó a Sandra por los codos. El pájaro logró con dificultad escapar de la ola siguiente. Cuando pasaba ante el flayer, Pavlysh advirtió que había arrojado la emisora. Pavlysh levantó aprobatorio el pulgar, y el pájaro se elevo casi verticalmente.

Pavlysh ayudó a Goguia a meter a Sandra en la cabina. Habrían transcurrido veinte minutos desde que despegaran.

El altavoz se desgañitaba, pidiendo noticias y preguntaba que sucedía.

— Habla Pavlysh — dijo el piloto, conectando la emisora —. A Sandra la hemos subido al flayer. Esta inconsciente.

— Oye — dijo Dimov —, no la toquéis. Ponedle una careta de oxígeno y abrigadla bien.

El sismólogo sacó una careta y un balón de oxígeno de reserva. Sandra tenía los ojos cerrados, y su rostro parecía azul. El sismólogo le aparto el pelo, mojado, de la cara y se puso a ajustarle la careta. Las manos le temblaban a Goguia un poco. Pavlysh se dirigía en vuelo rasante hacia el refugio. Delante, como si fuese un faro, se alzaba una columna de humo. El pájaro volaba arriba en pos del flayer. La radio se hallaba conectada, y Pavlysh oyó que Dimov ordenaba a la canoa quedarse donde estaba y no regresar a la isla.

Pflug los esperaba en la orilla misma de la laguna. Sacaron cuidadosamente a Sandra del flayer y la llevaron, corriendo, al refugio. La escotilla estaba abierta, y, un minuto después, Sandra yacía ya en la mesa de operaciones. Dimov los esperaba con la bata y los guantes de goma puestos. Conectaron el diagnosticador, cuyos electrodos temblequeaban, meciéndose sobre la mesa.

— Me asistirá usted — dijo Dimov a Pavlysh.

Niels atendía la radio.

— Todo va bien — dijo —. No te preocupes, Erico. Ya sabes que si Dimov lo dice…

Sandra dormía. Su respiración era ya acompasada. Tenía el rostro encendido, y en sus sienes brillaban gotitas de sudor.

— ¿Qué le ha sucedido? — preguntó Pavlysh.

— Ha actuado el sistema protector. Si el organismo trabaja con sobrecargas extremas y surge peligro para la vida, el cuerpo cae en un estado parecido al sueño letárgico. Por ahora podemos solo suponer que el terremoto sorprendió a los submarinistas a gran profundidad. Sandra pudo emerger, aunque herida. Tiene fracturadas tres costillas y sufre una gran hemorragia interna. Nadaba hacia la base, pero se le acabaron las fuerzas. Por eso no tuvo más remedio que salir a la superficie. No podía hundirse: cuando se respira por las agallas, los pulmones son como una vejiga de aire. El metabolismo se redujo en varias veces. En cuanto perdió el conocimiento, afloró a la superficie del océano.

Sandra volvió en si enseguida; no sentía dolor.

— Dimov — pronunció trabajosamente —, los muchachos quedaron en la gruta.

— Tranquilidad, nena, no te pongas nerviosa — dijo Dimov.

— Estábamos en la Gruta Azul… comenzaron las sacudidas… Yo me encontraba un poco aparte… Stas dijo que estaba herido… Perdona, Dimov. ¿Lo sabe Erico?

Pavlysh tendió a Dimov una ampolla esférica. Dimov la aplicó al brazo de Sandra, y el líquido penetró en la epidermis.

— ¿Puedes dar las coordenadas?

— Si, claro, yo me apresuraba… seguramente me arrastró la corriente… veinte millas al sudoeste de la isla hay un grupo de escollos, y dos afloran a la superficie…

— Sé donde queda eso — dijo Pflug —. Hace un mes, Van y yo volamos allí.

Sandra se durmió.

— Niels, llama a Van. Debe recordar esos escollos.

Pero en aquel mismo instante sonó en el altoparlante la voz de Ierijonski:

— ¿Qué tal Sandra?

— Sandra duerme — comunico Niels —. ¿Por qué estas preocupado? Dimov ha dicho que todo va bien, ¿Por qué te pones nervioso?

La cúpula se estremeció, la tierra escapó por un instante de debajo de los pies, y el diagnosticador se alejó de la mesa, poniendo tirantes los conductores. Sandra emitió un gemido. Dimov se precipitó hacia la mesa, puso el diagnosticador en su sitio y cubrió con su cuerpo a Sandra, como si temiera que de arriba pudieran caer piedras.

— ¿Qué? ¿Qué sucede ahí? — grito Ierijonski con voz aguda.

— Nada de particular, continúa el terremoto — contesto Niels —. ¿En donde esta Van?

Ierijonski pasó el micrófono a Van, diciendo:

— No se imaginan lo que estoy yo pensando aquí, sin poder hacer nada.

Su voz desapareció, diluyéndose en el silencio del refugio.

— Van — dijo Niels —, ¿conoces dos rocas que hay a veinte millas al sudoeste del refugio?

— No recuerdo. Nos hallamos, aproximadamente, en esa cuadricula. Pero no recuerdo. ¿No figuran en el mapa?

— Hace un mes volamos allí tu y yo — le hizo memoria Pflug.

— Perdona, Hans — respondió tranquilamente Van —. Hace un mes, tu y yo volamos al norte de la Estación. Tu recogías tus moluscos.

— ¿Te imaginas ese punto, aunque sea aproximadamente? — preguntó Niels.

— ¿Veinte millas? Eso queda a unas diez millas de nosotros. Haré que la canoa cobre altura, el radar debe captarlas… ¿Puede que alguno de los pájaros sepa en donde están?

— Llama a los pájaros — dijo Dimov, dejando a Sandra libre de los aparatos.

— ¿Para qué llamarlos — observo Niels —, cuando están aquí?

— Están aquí — confirmo Pavlysh —. Uno llegó con nosotros. El que encontró a Sandra. Por cierto, se deshizo de la emisora.

— Pavlysh, ¿está usted libre en este momento? Salga y pregunte a los pájaros por los escollos.

Pavlysh se puso la careta.

Los tres pájaros se hallaban posados en una gran roca, cerca del refugio, y conversaban en voz baja, moviendo a uno y otro lado sus elegantes cabezas. Sobre ellos se enhiestaba el negro monte torcido, envuelto en humo y en una aureola anaranjada. Hacía mucho que Pavlysh no veía nada tan fabuloso. Parecía que aquello era una saga escandinava: los enormes pájaros blancos, el volcán y la desnuda y fría orilla.

Al ver a Pavlysh, los pájaros se le acercaron apresuradamente.

Uno de ellos preguntó:

— ¿Qué tal Sandra?

— Sandra ha recobrado el conocimiento — contesto Pavlysh — y ha dicho a Dimov que los submarinistas se vieron encerrados en una gruta, unas veinte millas al sudoeste de aquí. Allí debe de haber unos escollos. Dos sobresalen del agua. Pero Van no los recuerda.

— Allí no hay rocas — pronunció otro pájaro —. Sobrevolamos toda esa área. ¿Tu no viste allí rocas, Saint-Venan?

— No, Alan — respondió el pájaro interpelado —. Nunca.

Alan se volvió hacia la otra ave.

— ¿Y tu?

El pájaro dijo:

— Me parece recordar que vi allí dos escollos. Aparecen durante el reflujo. Las puntas se ven entre las olas.

— Gracias, Marina — dijo Alan.

— ¿Marina? — repitió Pavlysh —. ¿Marina?

Pero el pájaro batió bruscamente las alas y se elevó hacia una esponjosa nube.

— ¿Marina? — repitió Pavlysh —. ¿Marina?

— Sí. Pero ¿por qué pierde el tiempo?

Los tres pájaros blancos volaban delante del flayer, un poco más alto. La abundante ceniza del volcán hacia que el aire se viera rojizo, siniestro, y las alas de los pájaros parecían reflejar las llamas de un incendio.


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