Uno de los pájaros era Cenicienta, que había cambiado de apariencia y no quería que Pavlysh lo supiese…

— ¿Quién se sumergirá con la escafandra autónoma? — preguntó Niels.

Iba sentado en medio de la cabina, y los demás se habían acomodado a su alrededor, como si rodearan una enorme tarta. Niels había rechazado todas las objeciones de Dimov, que temía le fuera difícil trabajar bajo el agua.

— Sin mi — dijo —, no podréis retirar las piedras y penetrar en la gruta. ¿Vais a volar las rocas vosotros mismos? ¿Vais a apartarlas con las manos? Habréis de esperar a que del puesto de control del planetoide os envíen un robot submarino?

— Tenemos ya uno. Si hace falta, podemos montarlo en unas horas.

— Eso mismo. Unas horas. Y luego habrá que llevarlo en la canoa. Y, en resumidas cuentas, empezara a trabajar cuando sea ya tarde.

— Tienes razón, Niels — dijo Dimov.

— ¿Hace mucho que está Marina en la estación? — preguntó Pavlysh al cabo de un minuto.

— Es nueva — respondió Dimov —. Lleva volando un mes.

Abajo apareció la canoa. Cortaba las olas, sobre las que se elevaba la cabina.

Pavlysh dijo por radio a Van:

— Despega y vuela sobre el agua lo más lento que puedas.

— ¿Para qué?

— Me posaré en la cubierta.

— No creo que sea posible.

— No hay otra salida.

Los pájaros volaban muy alto y parecían puntitos blancos bajo el techo púrpura de las nubes. Luego descendieron un tanto y torcieron a un lado.

— Pavlysh — comunicó Alan —, a kilómetro y medio de ti se ven dos rocas sobre el agua. Descendemos. Atención.

— Está bien — respondió Pavlysh, que miraba como la canoa, esparciendo espuma, se elevaba sobre el agua. Él mismo descendía poco a poco, procurando acompasar su velocidad con la de la embarcación.

— Ve más recto — dijo a Van.

— Como una flecha — contesto el otro —. ¡Agarraos!

El flayer se posó en la cubierta de la canoa, tras la cabina. La cubierta estaba mojada y recordaba una techumbre de dos vertientes. Pavlysh hizo salir las patas de seguridad del flayer, y las aristadas ventosas apretaron las bandas de la canoa.

— Podré aguantar algún tiempo — dijo Pavlysh —. Abrid la escotilla inferior.

Niels saltó el primero a la cubierta y, moviendo con precaución sus extremidades, se dirigió hacia la cabina. Los tentáculos pendían a los lados del caparazón. Niels se autoprotegía con ellos. No sabía nadar y, de caer, podía hundirse como una piedra. La profundidad era allí bastante considerable. La canoa, con el flayer montado en ella como a caballo, volaba lentamente sobre las olas.

Pavlysh levantó la cabeza, buscando a los pájaros. Pero no los vio.

Goguia quedó inmóvil junto a la escotilla, sin saber que debería hacer. Los pasajeros se ocultaron uno tras otro en la cabina. Pavlysh preguntó a Van:

— ¿Sin novedad?

— Sí.

— Ponme en comunicación con Dimov.

— Te escucho, Slava.

— Querría bajar con Niels. Soy un buen submarinista, mejor que muchos. Puedo ser útil.

— No — dispuso Dimov —, quédate en donde estas. Puede ocurrir que seas más necesario como piloto.

Pavlysh puso en marcha el motor. El flayer alejándose por la tensión, apartó las patas del inclinado lomo de la canoa y cobró altura bruscamente. La canoa se abatió con gran ruido sobre el agua, brinco como si alguien jugara con ella a las taguitas y luego se ocultó bajo el agua.

Cuando se había elevado ya unos cien metros, Pavlysh vio unos espumeantes remolinos entre los que se veían los puntos negros de las cimas de las dos rocas.

Pavlysh llamo a Alan. Era el único pájaro que llevaba consigo radio.

— Dale las gracias a Marina. Nos ha guiado con toda precisión.

Quería repetir una vez más aquel nombre. Comprendió de pronto que no sentía ya nada que pareciera estupor, espanto, repugnancia o dolor. ¿Lo habrían preparado para aquello los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas o bien tendría razón Dimov al decir que las bioformas seguían siendo seres humanos, aunque con un ropaje inusitado? Marina le daba pena. Medio año atrás…, medio año atrás había comenzado ya su bioformación. ¿Por que necesitaba sin falta ver en la luna a aquel hombre, a aquel capitán que no deseo encontrarse con ella? Estaba claro que ella se consideraba culpable. Se había escapado del instituto… y hubieran podido excluirla del experimento.

Pavlysh oyó la voz de Dimov:

— Están aquí, bajo el desprendimiento.

— ¿Ves? — dijo Goguia —, yo no dudaba de eso.

— Oye, Pavlysh — continuo Dimov —, nos hallamos ahora a una profundidad de cuarenta y dos metros. Van permanece en la canoa. Niels y yo nos dirigimos hacia el desprendimiento. Ierijonski queda de protección afuera. Por si las moscas, conecta el registro, sigue todos nuestros movimientos.

— Está claro — dijo Pavlysh —, conecto el registro.

— Salimos.

— ¿Esta lejos el desprendimiento? — preguntó Pavlysh a Van.

— No; lo veo perfectamente.

Pavlysh se imaginó la escena. La canoa pendía junto al fondo mismo sobre las piedras, entre fragmentos de corales y enredadas algas. Ierijonski se hallaba a unos pasos de la canoa. El rayo de la linterna de su casco iluminaba a Dimov, cargado de espaldas, enfundado en su ceñido mono anaranjado, y a la tortuga, que caminaba con seguridad delante.

— Hemos alcanzado el desprendimiento — informo Dimov —. Niels esta buscando la entrada. Debe de haber una brecha, por la que salió Sandra.

Siguió una larga pausa.

Pavlysh comunico con la isla. Allí todo seguía igual. Sandra dormía. Pflug dijo que la situación en el cráter se había estabilizado. Corría lava viscosa. Si la velocidad de su fluir no cambiaba, a la mañana la isla habría aumentado considerablemente de dimensiones. Al cabo de unos anos, se podría plantar allí cítricos.

Goguia se aparto de sus aparatos, se sentó al lado de Pavlysh y dijo:

— En fin de cuentas, no envidio a Ierijonski. Eso de amar a una mujer que es la mitad pez…

— Pero ella puede siempre recobrar su anterior apariencia.

— Es difícil. Sandra no es del todo bioforma. A los submarinistas los prepararon antes de Guevorkian. Además, ella no querría. A Sandra le gusta su vida. Está loca por el océano. Seguro que algún día le contarán su historia. Es muy romántica. Se conocieron cuando Sandra trabajaba ya en Nairi. Ella vino en cierta ocasión a Tbilisi, a una conferencia, y allí se encontró con Ierijonski… y… ¿se imagina? Él, cuando lo supo todo, quiso disuadirla. En vano. En fin, ¿qué diría usted? Él mismo vino a trabajar a Proyecto para estar cerca de ella.

Goguia exhaló un suspiro.

— ¿Podría usted amar a una submarinista? — preguntó Pavlysh.

— ¿Qué sé yo? En Kutaisi vive mi joven mujer. Una mujer de lo más corriente. Muy bonita. Cuando vayamos al Laboratorio le mostraré su foto. Me ha enviado una carta que pesa tres kilos.

— Y por ejemplo… — Pavlysh señalo hacia los pájaros, que planeaban en el cielo.

— Eso es otra cosa — dijo Goguia —. Alan tiene una hija que trabaja en nuestro instituto. Eso es temporal. Como un disfraz. Llegas a casa, te lo quitas y a vivir se ha dicho.

— ¡Aja! — exclamó la voz de Dimov —. ¡Descubrimos la brecha!

Pavlysh tenía conectado el receptor y desconectada la emisora, para que su conversación con Goguia no estorbara a los demás.

— ¿Qué quiere que le diga? — continuo Goguia —. ¿Ha estado en el cuarto de Van?

— Me alojaron allí.

— Muy bien. Es una habitación espaciosa. Con mucha luz. Allí cuelga en la pared un retrato de Marina Kim. ¿No se dio cuenta?

Goguia no miraba a Pavlysh y no pudo ver como le salían los colores.

— Niels y yo hemos retirado la piedra — dijo Dimov —. Hay una entrada. Muy angosta En el interior se ve otro desprendimiento.

— ¿Y qué? — preguntó Pavlysh a Goguia —. Decía usted que en la habitación de Van cuelga un retrato de Marina Kim.


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