— En la mina se ha producido una explosión — dijo quedamente Bauer —. Dicen que no es nada terrible, pero hay quien ha sufrido quemaduras. No se va a anunciar. Que continúe la fiesta.

— ¿Queda eso lejos?

— ¿No has pasado nunca por allí?

— Es el primer día que estoy aquí.

Ante el ascensor se habían reunido unas cinco o seis personas.

Pavlysh comprendió en seguida que sabían todo lo que estaba ocurriendo. Todos se habían despojado de las caretas, y con ellas había desaparecido el despreocupado espíritu de la fiesta. Unos mosqueteros, un alquimista, un hombre de Neanderthal embutido en piel sintética y una bella dama de honor se habían olvidado de que se hallaban en un baile de máscaras y llevaban disfraces. Pero el baile de máscaras era ya cosa del pasado… Y la música, cuyas ondas sonoras llegaban hasta el ascensor, y el denso ruido de la sala no eran más que el fondo de la adusta realidad…

Ya amanecía, cuando Pavlysh se hallaba junto a las camillas que habían sacado del compartimiento de sanidad de la mina y esperaba a que el lunabus se situara del modo más conveniente para meter en el a los lesionados. A través de la transparente cúpula, lucía la Tierra, rayada, y Pavlysh advirtió que sobre el Pacífico se formaba un ciclón. El conductor saltó de la cabina y abrió la puerta trasera del lunabus. El hombre había enflaquecido en el transcurso de aquella noche.

— ¡Menuda nochecita! — dijo —. ¿Son tres?

— Sí, tres.

Cubrían las camillas unas fundas inflables de plástico. Los tres hombres, que estaban de guardia en el piso inferior de la mina, habían sufrido quemaduras de pronóstico grave y dormían. Aquel mismo día los evacuarían a la Tierra.

Salias, las mejillas recubiertas de la rojiza pelambre que le había crecido aquella noche, ayudó a Pavlysh y al chofer a introducir las camillas en el lunabus. Él se quedaría en la mina, y Pavlysh acompañaría a las víctimas hasta Lunaport.

Una hora después, Pavlysh quedó, por fin, libre y pudo regresar al gran túnel de la ciudad. habían apagado los reflectores y, por ello, los globos, las guirnaldas de flores y los farolillos, ya sin luz, parecían algo ajeno, que había ido a parar allí incomprensiblemente. El piso estaba sembrado de confeti y de pedazos de serpentina. En algún que otro lugar se veían cofias de papel y antifaces perdidos por las máscaras, había allí también un chafado chapeo de mosquetero. Un robot-basurero se afanaba en un rincón con su recogedor, desconcertado porque nunca había visto tal desorden.

Pavlysh se acercó al tablado. Unas horas atrás se hallaba en el mismo lugar esperando a Marina Kim. Alrededor había entonces mucha gente, y Bauer, enfundado en su negra sotana, bailaba con una verde ondina…

Pegada con papel engomado a una pata del piano veíase una esquela. En ella podía leerse en grandes letras cuadradas: «PARA EL HÚSAR PAVLYSH».

Pavlysh tomó la esquela de una punta y tiró de ella. Súbitamente el corazón se le encogió de espanto, al pensar que hubiera podido no volver allí. En la hoja de papel había unas líneas torcidas escritas por mana presurosa:

«Perdone que no pudiera venir a tiempo. Me descubrieron. La culpa de todo la tengo yo misma. Adiós, y no me busque. Si no le olvido, procuraré dar con usted dentro de dos años.

Marina».

Pavlysh releyó la esquela. Parecía proceder de una vida distinta, incomprensible. Cenicienta lloraba en el rellano de la escalera. Cenicienta dejaba una esquela en la que comunicaba que la habían descubierto y pedía que no la buscara. Aquello semejaba más bien propio de una antigua novela gótica saturada de misterios. La negativa de un encuentro debía ocultar grito mudo pidiendo ayuda, pues los raptores de la bella desconocida habían espiado cada uno de sus pasos, y, llena de temor por su elegido, bañada en lágrimas, la infeliz joven había tenido que escribir, al dictado de un canalla tuerto, aquella carta. Mientras, el elegido…

Pavlysh se sonrió irónico. Los románticos misterios eran fruto del abonado terreno del baile de máscaras. Tonterías, tonterías…

Cuando hubo regresado a la habitación de Salias, Pavlysh se duchó y se tendió luego en el diván.

Lo despertó el timbre del videófono. Pavlysh se levantó apresuradamente y miró el reloj. Eran las ocho y veinte. Salias no había vuelto allí. En la pantalla sonreía Bauer, con su planchado uniforme de navegante de la Flota de Altura, rozagante, afeitado, diligente.

— ¿Has dormido un poco, Slava? ¿No te he despertado?

— Dormí unas tres horas.

— Oye, Pavlysh, he hablado con el capitán. Vamos, cargados, a Epístola. En el rol de la nave hay una vacante de médico. Puedes volar con nosotros. ¿Qué me dices?

— ¿Cuándo salís?

— La canoa se va al punta de partida a las diez. ¿Te dará tiempo?

— Sí.

— Muy bien. Por cierto, he dicho ya al jefe de movimiento que vuelas con nosotros de médico de a bordo.

— ¿Quiere decirse que toda la conversación fue pura formalidad?

— Naturalmente.

— Gracias, Gleb.

Pavlysh desconectó el videófono y se puso a escribir una nota para Salias.

Al cabo de medio año, cuando regresaba a la Tierra, Pavlysh hubo de detenerse en el planetoide Askor. Allí debía arribar la nave «Praga» con equipos para las expediciones que trabajaban en aquel sistema. De Askor, la «Praga» daría el Gran Salto a la Tierra.

Pavlysh llevaba en el planetoide dos días. Conocía ya a todos y todos lo conocían a él. Iba de visita, tomaba té, dio una charla acerca de los progresos de la reanimación y jugar una simultánea de ajedrez en la que, para vergüenza de la Flota de Altura, perdió la mitad de las partidas. Pero la «Praga» no llegaba.

Pavlysh se dio cuenta de una extraña peculiaridad de su persona. Si llegaba a algún sitio en donde había de pasar un mes, los primeros veintiocho días transcurrían sin que se diera cuenta, pero los dos últimos se prolongaban una tediosa eternidad. Si lo destinaban a algún sitio por un año, vivía normalmente once meses y medio. Esta vez le ocurría lo mismo. Casi medio año no había pensado en su casa, no tenía tiempo para ello. Pero la última semana era un verdadero suplicio. Los ojos estaban cansados de ver nuevos prodigios, y los oídos de escuchar canciones de mundos lejanos… ¡A casa, a casa, a casa!

Pavlysh mataba el tiempo en la cantina, leyendo la inmortal obra de Maquiavelo La historia de Placencia, que era el tomo más voluminoso de la biblioteca. La geólogo Ninochka, tras el mostrador, fregaba perezosamente unas copas. En la cantina hacían guardia todos, por turno.

El planetoide se estremeció. Parpadearon las bombillas del techo.

— ¿Quién ha llegado? — preguntó Pavlysh, con tímida esperanza.

— Un carguero local — respondió Ninochka —. De cuarta clase.

— No saben atracar — dijo el mecánico Ahmet, que, sentado a un velador, engullía unas salchichas.

Pavlysh exhaló un suspiro. Los ojos de Ninochka expresaban viva compasión.

— Slava — dijo la joven —, es usted un enigmático peregrino a quien el viento estelar lleva de un planeta a otro. No recuerdo en dónde leí de un hombre así. Es usted cautivo de la mala suerte.

— Muy bien dicho. Soy cautivo, peregrino y mártir.

— Si es así, no sufra. La suerte decidirá todo por usted.

La suerte apareció en la puerta de la cantina encarnada en un hombre bajo y grueso de penetrantes ojuelos negros. Se llamaba Spiro, y Pavlysh lo recordaba.

— Bien — dijo Spiro con la voz de un hombre recién llegado de la galaxia vecina —, ¿qué se puede tomar aquí? ¿Qué ofrece este salón a un solitario cazador?

Ninochka dejó en el mostrador una copa de limonada, y Spiro se acercó, anadeando.

— ¿No tienen nada más sustancial? — preguntó —. Prefiero el ácido nítrico.


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