— Ya no queda — le explicó Ninochka.

— Hace poco llegaron unos piratas cósmicos de la Estrella Negra — terció Pavlysh en la conversación —. Se soplaron tres barricas de ron y luego hicieron saltar por los aires el alambique. Pasamos a la ley seca.

— ¿Qué? — preguntó, alarmado, Spiro —. ¿Piratas?

Quedó inmóvil, la copa de limonada en la mano, pero, al punto, reconoció a Pavlysh.

— Oye — dijo —, yo te conozco.

En aquel mismo instante farfulló el altavoz, y el jefe de movimiento pronunció:

— Pavlysh, sube aquí. Doctor Pavlysh, ¿me oyes?

Las palabras de Spiro alcanzaban a Pavlysh y lo empujaban por la espalda.

— ¡Te espero aquí! No se te ocurra ir a ninguna parte. No sabes la falta que me haces. No puedes imaginártelo.

El pequeño y siempre nostálgico tamil que llevaba ya dos anos trabajando allí de jefe de movimiento, dijo a Pavlysh que la «Praga» tardaría, por lo menos, unos cinco días.

Pavlysh aparentó que la noticia no lo afectaba, pero temía que no podría sobrevivir aquello. Bajó a la cantina, haciendo sonar las herraduras de su calzado.

Spiro se hallaba en medio del local, con la copa vacía. Sus ojos negros despedían centellas, como si quisiera quemar el plástico del mostrador.

— ¿Qué calamidad es ésta? — preguntaba a Ninochka —. Les voy a arrancar la cabeza a todos. ¡Frustrar una empresa tan importante! ¡Engañar a los camaradas! ¡Algo inaudito! Eso no había ocurrido nunca en toda la historia de la flota. Simplemente han olvidado, ¿comprendes? han olvidado en Tierra-14 dos contenedores. ¡Fíjate bien, no uno, sino dos! ¿Qué te parece?

— ¿Era importante el cargamento? — preguntó Pavlysh.

— ¿Importante? — a Spiro le tembló la voz. Pavlysh temió que pudiera echarse a llorar. Pero Spiro no lo hizo. Miraba a Pavlysh. Y este se sintió como un ratón en el que hubiera puesto sus ojos un gato famélico —. ¡Galagan! — dijo Spiro —. Tú eres nuestra salvación.

— Yo no soy Galagan; soy Pavlysh.

— Cierto, Pavlysh. Tú y yo liquidamos las consecuencias de la explosión en una mina de la Luna. Cientos de víctimas, un fuego volcánico. Yo te saqué de entre las llamas, ¿cierto?

— Casi.

— ¿Ves? estás en deuda conmigo. En Sentipera hay en el segundo almacén unos contenedores de reserva. No sabía que habrían de hacerme falta, pero no los di a nadie. Tú volarás a Sentipera y perderás un día en sacárselos a Guelenka. Primero te dirá…

— No le calientes la cabeza — dijo Ninochka —. ¿Crees que no está bien claro para todos que los contenedores no son tuyos?

— ¡Son míos!

— ¡Naranjas de la China! — dijo Ahmet.

— ¡Son más que míos! — exclamo, indignado, Spiro —. Sin ellos, todo esta perdido. Sin ellos, pararía el trabajo de todo el laboratorio. La vida científica de todo un planeta quedaría paralizada.

— Si es así, vuela por tus contenedores — le aconsejo Ninochka.

— ¿Y quién llevará el cargamento a Proyecto? ¿tú?

— Sabes perfectamente que aquí todos estamos ocupados.

— Eso, precisamente, es lo que yo digo.

Spiro se acerco al velador al que se había sentado Pavlysh y dejó caer ante este una gran y apretada saca.

— Esto es para ti — dijo.

La saca se abrió, y de ella cayeron unas cuantas cartas y unos paquetes postales. Sobres, microfilmes y videocasetes se esparcieron lentamente por la pulida superficie del velador, amenazando con volar al piso. Pavlysh y la cantinera se apresuraron a recoger todo aquello para meterlo de nuevo en la saca.

— Siempre trata así el correo — observo Ninochka —. Arma cada vez un guirigay de miedo y luego lo deja todo tirado y se larga.

Spiro era un tipo divertido. Pavlysh recogía las cartas. Sentía que no podría soportar otra semana en el planetoide. ¿Y si arriesgaba y volaba a Sentipera?

— Aquí tiene otra carta — dijo Ninochka, pasando a Pavlysh un sobre con una videohoja. En el sobre ponía: «Proyecto-18. Laboratorio central. A Marina Kim».

Pavlysh releyó tres veces las señas, lentamente, y luego, con mucho cuidado, metió el sobre en la saca.

— Haremos así — dijo Spiro —: yo saldré ahora mismo para Sentipera. ¡Dios me libre de tener que regresar sin los contenedores! ¡Tú no conoces a Dimov! Y lo mejor que te puede ocurrir es que no llegues a conocerlo. Me quedan veinte minutos. Ahora te doy una lista de los cargamentos y te mostraré en donde se halla mi goleta. Luego, el hortelano te suministrará verduras, lo cargarás todo y lo llevarás a Proyecto. No te preocupes, el carguero tiene control automático y no pasará de largo. ¿Está claro? Y mira, no opongas resistencia, todo está ya decidido, y tú no tienes derecho a fallarle a un viejo amigo.

Spiro amenazaba, imploraba, persuadía, manoteaba e iba y venía precipitadamente por la cantina, descargando sobre Pavlysh aludes de frases y signos de admiración.

— ¡Acabe de una vez y escúcheme! — bramó Pavlysh con todo el volumen de su potentísima voz —. ¡Estoy de acuerdo en volar a Proyecto! ¡He resuelto, sin necesidad de sus argumentos, volar a Proyecto! ¡En resumidas cuentas, tal vez soñara hacía mucho con volar a Proyecto!

Spiro quedó de una pieza. Sus negros ojuelos se humedecieron. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pero logró dominar su emoción y dijo rápidamente:

— Si es así, vamos. Vivo. El tiempo apremia.

— Hace bien en ir — dijo Ninochka —. Yo misma habría ido, pero no tengo tiempo. Dicen que hay allí un océano precioso…

El carguero salió hacia el planeta Proyecto-18 por el lado sin iluminar, y pasaron unos minutos antes de que el Sol, hacia el que volaba raudo el aparato, vertiera su luz sobre el infinito y liso océano. Pavlysh amortiguo las sobrecargas y paso a órbita estable. Luego, haciendo chasquear el conmutador, comunicó con la Estación.

Sabía que la Estación observaba el vuelo del carguero y esperaba el familiar susurro indicador de que la franja quedaba libre para el piloto.

En la faz del océano surgieron unos puntos oscuros. Un seco ruido salía del receptor.

— Estación — dijo Pavlysh —. Estación, aterrizo.

— ¿Qué te pasa con la voz, Spiro? — preguntaron de abajo.

— No soy Spiro — explico Pavlysh —. Spiro se fue a Sentipera.

— Esta claro — dijo la Estación.

— Paso al control manual — dijo Pavlysh —. El aparato va recargado. Temo que pueda pasar de largo.

A la derecha, en la pantalla que había sobre el panel, giraba lentamente el globo del planeta, y sobre él, un punto negro, el carguero se acercaba poco a poco a la lucecita verde de la Estación.

— No te duermas — aconsejo la Estación.

— Pierda cuidado — dijo Pavlysh —. Soy de la Flota de Altura. He volado más que Spiro en cargueros como éste.

Abajo se deslizó atrás un grupo de islas esparcidas por la plana faz del océano. En el horizonte se veía la Estación, envuelta en tenue neblina. El carguero perdía altura demasiado lentamente, y Pavlysh desconectó el equipo automático y frenó. Sintió como si lo hundieran en el respaldo del sillón.

Pavlysh volvió a hacer chasquear el conectador del panel de comunicación.

— ¿Qué debo ponerme? — preguntó —. ¿Qué tiempo hace ahí?

Conectó el videófono. En la pantalla surgió la ancha y plana cara de un hombre con la cabeza rapada. Tenía los ojos estrechos de por si y, además, los entornaba; sus finas cejas parecían dos pajaritas. En general, hacía recordar a Gengis Khan cuando le dieron la noticia de que sus miliarcas preferidos habían sido derrotados ante los muros de Samarcanda.

— ¿A quien se le ocurre enviar a gente así? — preguntó Gengis Khan, refiriéndose, por lo visto, a Pavlysh.

— He ahorrado media tonelada de combustible — respondió modestamente Pavlysh —. He llegado con una hora de anticipación. Supongo que no he merecido sus reproches. ¿Qué se ponen ustedes cuando salen al aire libre?

— Spiro dejó lo suyo ahí — dijo Gengis Khan.


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