Stanislav Lem

Retorno de las estrellas

PRESENTACIÓN

El retorno imposible

El tema — incluso el título — de esta novela es un tópico de la ciencia ficción: el astronauta que parte hacia un objetivo lejano y a su regreso, a causa de la contracción relativista del tiempo, se encuentra con que el mundo que dejara al partir pertenece al pasado.

Desde Cuando el durmiente despierte, de H. G. Wells, el asombro del hombre contemporáneo ante su futuro (al que puede llegar mediante hibernación, máquina del tiempo o contracción einsteiniana), constituye un tema recurrente del género.

Pero, como suele ocurrir con Lem, en sus manos un tema aparentemente familiar se reviste desde el primer momento de una luz insólita e inquietante. Algo tan obvio como los problemas de adaptación de un astronauta que, tras una ausencia de diez años, se encuentra con que en la Tierra ha pasado más de un siglo, da lugar a la más desazonadora reflexión sobre la fragilidad de nuestros valores y la soledad e indefensión del hombre, no sólo entre las estrellas, sino entre sus propios semejantes.

Una vez más Lem nos ofrece el relato en primera persona de un astronauta, recurso al parecer tan caro al autor como maleable en sus manos (recordemos al paradójico Ijon Tichy de Diarios de las estrellas y al protagonista de La fiebre del heno). Y es que el símbolo del astronauta no podría ser más adecuado, si de lo que se trata es de meditar — ya sea de forma jocosa o dramática — sobre la incesante búsqueda del hombre más allá de sus condicionamientos inmediatos.

Retorno de las estrellas es en cierto modo una antiodisea, en la medida en que la épica clásica expresa el mito del eterno retorno y Lem lo impugna: no hay Penélope que desteja el tapiz de la historia, ni siquiera de la historia individual, y el viajero que es cada hombre deberá hacerse a la idea de que el horizonte es inalcanzable, tanto hacia adelante como hacia atrás.

CARLO FRABETTI

I

No llevaba nada, ni siquiera un abrigo. Dijeron que no era necesario. Me permitieron conservar el jersey negro, menos mal. Y logré quedarme con la camisa; pensaba que me costaría un poco acostumbrarme a prescindir de ella. En el mismo pasillo, bajo el casco de la nave, donde nos agolpábamos, Abs rne alargó la mano con una sonrisa de complicidad.

— Ten cuidado…

Ya había pensado en ello; no le estrujé la mano. Me sentía completamente tranquilo. El quiso decir algo más, pero se lo impedí dando media vuelta, como si no hubiese advertido nada, y subí los peldaños hacia el interior. La azafata me condujo entre los asientos hasta la parte delantera. Yo no quería ir en primera clase, y pensé que ya la habrían puesto al corriente. El asiento se abrió sin ruido. Ella me ajustó el respaldo, me sonrió y se fue. Tomé asiento. Cojines blandísimos, como en todas partes. Los respaldos eran tan altos que apenas podía ver a los otros pasajeros. Ahora ya aceptaba sin resistencia la policromía de los vestidos femeninos. Sin embargo, continuaba viendo insensatamente en los hombres un disfraz de carnaval y había esperado en secreto que aparecerían algunos con trajes normales; un reflejo necio. Todos se sentaron en seguida; ninguno llevaba equipaje, ni siquiera una cartera o un paquete. Las mujeres tampoco. De repente Rae pareció que éstas nos superaban en número, Delante de mí había dos mulatas con chaquetones de piel que imitaban las plumas del papagayo; debía de imperar la moda de los pájaros. Más allá, un matrimonio con un niño.

Después de los cegadores? elenóforos del andén y los túneles, después de la insoportable luz propia de las plantas callejeras, la luz del techo convexo parecía un resplandor suave. Coloqué las manos sobre las rodillas, pues en cierto modo me estorbaban. Ocho hileras de asientos grises, una fragancia de abetos, la quietud de conversaciones ahogadas. Esperé el anuncio del despegue, una señal cualquiera, la orden de colocarse el cinturón de seguridad. No ocurrió nada. Por el techo mate empezaron a pasar sombras confusas, parecidas a siluetas de pájaros de papel. «¿Qué diablos significan estos pájaros? — pensé, desconcertado —. ¿O no significan nada?» Estaba como petrificado en mi tensa atención, procurando no hacer nada incorrecto.

Aquello duraba ya cuatro días. Desde el primer momento. Siempre me quedaba rezagado frente a los acontecimientos, y la tentativa constante de comprender una situación o un diálogo fue transformando poco a poco mi tensión en un sentimiento que se parecía mucho a la desesperación. Estaba firmemente convencido de que los deriás sentían lo mismo. Pero no hablábamos de ello, ni siquiera cuando nos encontrábamos solos. Sólo hacíamos bromas sobre nuestro exceso de fuerza, y era cierto que debíamos tener mucho cuidado: al principio, cuando quería levantarme, saltaba hasta el techo, y todo lo que agarraba con la mano se me antojaba como de papel. Entonces aprendí bastante de prisa a controlar mi propio cuerpo. Al saludar ya no estrujaba la mano de nadie, aunque por desgracia esto era lo menos importante.

Mi vecino de la izquierda, corpulento, bronceado, de ojos un poco demasiado brillantes — tal vez llevaba lentes de contacto —, desapareció de pronto porque los lados de su asiento se ensancharon: los brazos se elevaron y se unieron hasta formar una especie de capullo en forma de huevo. Otros desaparecieron igualmente en cabinas similares, que recordaban sarcófagos esponjados. ¿Qué hacían allí dentro? Cada vez que mi mirada recaía en semejantes apariciones, intentaba — si no tenían que ver directamente conmigo — desviar la vista.

Interesante: a los que nos miraban embobados, tras enterarse de lo que somos en realidad, les contemplaba serenamente. Su asombro me importaba poco, aunque en seguida comprendí que no había en él ni un ápice de admiración. Resultaban mucho más desagradables los que cuidaban de nosotros: los colaboradores de ADAPT. El doctor Abs era quien despertaba en mí mayor repugnancia, ya que me trataba como trata un médico a un paciente anómalo, simulando — por otra parte, de modo muy convincente — que se las tenía que haber con una persona completamente normal. Cuando esto era imposible, hacía frases ingeniosas. Yo ya estaba harto de su actitud jovial. Cualquier transeúnte — imaginaba yo — habría considerado a Olaf y a mí como sus iguales, si alguien le hubiera interrogado al respecto; lo extraño no éramos nosotros mismos, sino nuestro pasado: éste sí era extraordinario. Sin embargo, el doctor Abs, como todos los colaboradores de ADAPT, conocía la verdad: que somos realmente distintos.

Esta diferencia no era una distinción sino un obstáculo: en la comprensión, en el diálogo más sencillo, incluso en el acto de abrir una puerta, ya que hace cincuenta sesenta años — ya no lo recuerdo con exactitud — que los picaportes dejaron de existir.

El despegue se produjo de manera inesperada. La gravedad no cambió en absoluto, al interior herméticamente cerrado no llegó ni un solo sonido, por el techo seguían fluyendo rítmicamente las sombras. Tal vez a causa de la rutina de mi viejo instinto, supe en un momento determinado que volábamos por el espacio; pues fue una certidumbre y no una suposición.

Pero había otra cosa que me interesaba. Reposaba en posición casi supina, con las piernas estiradas, inmóvil. Me lo permitieron con excesiva facilidad; ni siquiera. Oswamm se pronunció demasiado en contra. Los argumentos aducidos por él y por Abs no pudieron convencerme — yo mismo hubiera encontrado unos mejores —. Sólo insistieron en que cada uno de nosotros debía volar solo. Y ni siquiera se tomaron a mal que yo impusiera mi rebeldía a Olaf, quien de otro modo habría aceptado quedarse allí por más tiempo. Esto me dio que pensar. Esperaba complicaciones, algo que invalidara mi plan en el último momento. Pero no sucedió nada parecido, y ahora yo estaba volando. Este último viaje terminaría dentro de un cuarto de hora.


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