Era evidente que no les había cogido de sorpresa ni mi plan, ni la posición que adopté para lograr una salida más rápida. Ya tenían catalogado este tipo de reacción; era una conducta estereotipada, propia de tipos impetuosos como yo y que en sus tablas psicotécnicas tenían su correspondiente número ordinal. Me permitían volar…, ¿por qué? ¿Porque la experiencia les decía que no sería capaz de llevarlo a cabo? Pero ¿por qué no, cuando toda esta escapada «independiente» consistía en volar de una estación a otra, donde alguien del ADAPT terrestre ya estaría esperando, y todo cuanto yo debía hacer se reducía a encontrar a esa persona en el lugar convenido?
Entonces ocurrió algo. Oí levantarse unas voces. Me incorporé en el asiento. Dos hileras delante de mí, una mujer empujó a la azafata, quien a causa de un movimiento defensivo lento y automático, retrocedió entre los asientos. La mujer repitió: «¡No lo permitiré! ¡No me dejaré tocar por ésta! — » No pude ver su rostro. Su vecino la agarró por el hombro y le habló en tono conciliador. ¿Qué significaba esta escena? Los otros pasajeros no le prestaron atención. Me invadió una vez más la sensación de una extrañeza inverosímil. Miré a la azafata, que se había detenido junto a mí y me sonreía como antes. No era la sonrisa superficial de una cortesía obligada, ni pretendía minimizar el incidente. La azafata no fingía serenidad; la sentía realmente.
— ¿Le gustaría beber algo? ¿Prum, extran, morr, sidra?
Una voz melodiosa. Negué con la cabeza. Quería decirle algo amable, pero sólo se me ocurrió la consabida pregunta:
— ¿Cuándo aterrizaremos?
— Dentro de seis minutos. ¿Desea comer algo? No tiene por qué apresurarse; se puede quedar aquí después del aterrizaje.
— No, gracias.
Se alejó. En el aire, justo delante de mi rostro y contra el fondo del respaldo delantero, centelleó, como escrita con el extremo encendido de un cigarrillo, la palabra STRATO. Me incliné hacia delante para ver cómo había surgido este letrero, y me estremecí. Mi respaldo se curvó y me rodeó elásticamente. Yo ya sabía que los muebles se adaptan a cualquier cambio de posición, pero no dejaba de olvidarlo. No era agradable; más o menos, como si alguien siguiera a cada uno de mis movimientos. Quise volver a mi posición anterior, pero lo hice con demasiada energía. El asiento me interpretó mal y se abrió como una cama. Me caí de espaldas. ¡Qué idiota! ¡Más control! La palabra STRATO osciló y se fundió en otra:
TERMINAL. Ninguna sacudida, ningún aviso ni pitido. Nada. Se oyó un sonido lejano como el de una corneta de postillón, se abrieron cuatro puertas ovaladas al extremo de los pasillos entre los asientos, y en el interior sonó un bramido sordo e inmenso: el bramido del mar. Las voces de los pasajeros que se levantaban de sus asientos se hundieron sin dejar rastro en ese bramido. Yo permanecí sentado, pero ellos salieron, y las hileras de sus siluetas, contra el telón de fondo de las luces exteriores, se iluminaron de color verde, lila, púrpura — un baile de máscaras —. Ya habían salido todos. Mecánicamente, me estiré el pullover. Era una sensación tonta estar así, con las manos vacías. Por la puerta abierta entraba un aire fresco. Me volví. La azafata se encontraba ante el tabique, sin tocarlo con la espalda. En su rostro había la misma sonrisa alegre, ahora dirigida hacia las hileras de asientos vacíos, que ya empezaban a plegarse lentamente, como flores carnosas, unos más de prisa y otros más despacio; era el único movimiento en medio del bramido retardado y penetrante, parecido al del mar, que entraba por las aberturas ovaladas. «¡No me dejaré tocar por ésta!» De repente noté algo maligno en su sonrisa. En la salida dije:
— Hasta la vista.
— Siempre a su servicio.
El significado de estas palabras, que sonaban de modo muy peculiar en boca de una mujer joven y bonita, me pasó desapercibido mientras le daba la espalda y me asomaba a la puerta.
Quería poner el pie en los peldaños de la escalerilla, pero no había peldaños. Entre el cuerpo de metal y el borde del andén se abría un vacío de un metro. Como no estaba preparado para semejante trampa, perdí el equilibrio, salté torpemente y, ya en el aire, sentí que una fuerza invisible me sostenía desde abajo, por lo que floté sobre el vacío hasta que fui depositado con toda suavidad sobre una superficie blanca que cedió elásticamente bajo mis pies. En este vuelo mi expresión no debió de ser muy inteligente y sentí miradas divertidas, o al menos así me lo pareció; entonces me volví con rapidez y eché a andar por el andén. El vehículo con el que había venido descansaba en un lecho profundo, separado del borde del andén por un vacío completamente descubierto. Como por casualidad me acerqué a este vacío y sentí por segunda vez la presión invisible, que no me dejaba abandonar la superficie blanca. Deseé buscar el origen de aquella fuerza extraña, pero de improviso tuve la sensación de despertarme: me encontraba en la Tierra.
La oleada de transeúntes me absorbió: seguí avanzando a empellones entre el gentío. Pasó un buen rato antes de que me apercibiera de las gigantescas proporciones de aquel vestíbulo.
Pero ¿era acaso un vestíbulo? No había paredes; una explosión blanca y brillante de alas inverosímiles, mantenidas en el aire, y, entre ellas, columnas que no eran de ningún material sino que surgían de una vorágine.
¿Altas y enormes cascadas de un líquido más denso que el agua, iluminadas desde dentro por focos de colores? No. ¿Verticales túneles de cristal por los que volaban hacia arriba enormes cantidades de vehículos engullidos? No lo sabía. Empujado por la apresurada multitud, intenté llegar a un espacio vacío, pero allí no había espacios vacíos. Como pasaba por una cabeza a la gente que me rodeaba, vi alejarse ahora al vehículo vacío — no, éramos nosotros los que avanzábamos junto con todo el andén —. Desde arriba caían haces de luz y la multitud refulgía y se irisaba. Una superficie en la que todos nos agolpamos empezó a elevarse. Abajo, lejos ya, vi franjas blancas dobles, llenas de gente, con negros espacios huecos a lo largo de las naves inmóviles — había docenas de naves como la nuestra-; el andén movible describió una curva, aceleró el ritmo y ascendió a superficies más altas. Por encima revoloteaban alargadas y veloces sombras — su corriente de aire despeinaba a los ocupantes de la superficie —, que temblaban sobre viaductos increíbles, desprovistos de todo apoyo, con largas hileras de señales luminosas; entonces la plataforma que nos sostenía se dividió en tramos invisibles y mi parte se deslizó a través de espacios interiores llenos de gente sentada y de pie, rodeada de pequeñas luces intermitentes, como si fuera un policromo fuego de artificio.
Yo no sabía adonde mirar. Delante de mí había un hombre vestido con algo aterciopelado que centelleaba como el metal bajo el reflejo de la luz. Daba el brazo a una mujer ataviada de color escarlata; su vestido tenía un estampado de grandes ojos, casi como de pavo real, y estos ojos pestañeaban. No, no era una ilusión: los ojos de su vestido se abrían y cerraban de verdad. La plataforma sobre la que me hallaba detrás de esta pareja, entre docenas de otras personas, aceleró la marcha todavía más. Entre superficies de cristal empañado se abrían pasajes iluminados por luces de colores, de techos transparentes, sobre los que caminaban sin interrupción centenares de pies por el piso inmediato superior; el bramido incesante se extinguía o retumbaba de nuevo cuando miles de voces y sonidos humanos, incomprensibles para mí, pero importantes para los otros, volvían a ser engullidos por un túnel en este viaje de destino desconocido. Más abajo, en otras superficies, pasaban como una exhalación vehículos que yo no conocía — tal vez aviones —, ya que ascendían o descendían verticalmente y penetraban en el espacio de tal modo que yo temía instintivamente un pavoroso choque, pues no veía ningún cable, ningún carril, suponiendo que se tratara de transbordadores aéreos.