La gente se apresuraba hacia allí desde todas direcciones. Y de improviso choqué contra alguien. No me tambaleé, sólo me quedé como petrificado; el otro, un hombre grueso, vestido de luminoso color naranja, se cayó. Entonces ocurrió en él algo increíble: su piel o su traje pareció marchitarse, ¡y se arrugó como un globo agujereado! Permanecí junto a él, desconcertado; tan perplejo que ni siquiera fui capaz de murmurar una disculpa. Se levantó, me miró de soslayo, pero no dijo nada. Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas.
Mientras caminaba se tocó algo en el pecho; y su traje volvió a hincharse y adquirió un color naranja vivo…
El lugar que me indicara la muchacha estaba vacío. No había ni embudo ni ráster. Tras esta aventura renuncié a la búsqueda del Círculo Interior y de cualquier otro contacto. Decidí buscar la salida de la extraña estación. Así pues, elegí al azar la dirección indicada por una oblicua flecha azul, que señalaba hacia arriba. Sin gran excitación atravesé con el cuerpo dos inscripciones luminosas sucesivas: DISTRITOS LOCALES. Me encontré en una escalera automática bastante repleta de gente. El piso siguiente tenía la tonalidad del bronce oscuro, rayado por signos de exclamación en oro. Sobre el techo fluían pasillos y las paredes eran abatibles. Pasillos sin techumbre, que desde abajo parecían pulgares luminosos. Daba la impresión de que uno se acercaba a espacios habitados; el ambiente tenía una lejana similitud con un sistema de gigantescos vestíbulos de hotel. Ventanas pequeñas, tubos de níquel a lo largo de las paredes, nichos para funcionarios — tal vez eran agencias de cambio, tal vez oficinas de correos —. Seguí caminando.
Ya estaba casi convencido de que así no llegaría nunca a una salida. Contando con la duración aproximada del viaje hacia arriba, tenía que encontrarme todavía en la parte flotante de la estación. En cualquier caso, continué por el mismo camino.
De pronto me quedé solo. Placas de color frambuesa con estrellas centelleantes, hileras de puertas. La siguiente estaba sólo entornada. Miré hacia dentro: un hombre alto y ancho de hombros hacía en ese momento lo mismo que yo, pero en el lado opuesto. Era yo mismo en el espejo. Abrí un poco más la puerta; porcelana, tubos plateados, níquel: los lavabos.
Estuve a punto de reír, pero en el fondo estaba aturdido. Me volví rápidamente: otro pasillo, franjas verticales, blancas como la leche. La barandilla de la escalera automática era blanda y cálida; no conté los pisos que pasaba de largo. Cada vez había más gente subiendo por la escalera. Se detenían junto a cajas esmaltadas que a cada paso emergían de la pared: una presión con el dedo, y en la mano les caía algo que se metían en el bolsillo, tras lo cual continuaban su camino. Ignoro por qué hice exactamente lo mismo que el hombre vestido de lila que iba delante de mí: una tecla con una pequeña concavidad para la yema del dedo, una presión, y me cayó directamente en la mano alargada un tubito de color, medio transparente, que parecía calentado. Lo agité, me lo acerqué a los ojos; ¿una especie de píldora? No. ¿Un tapón de corcho? No tenía ninguna clase de tapón. ¿Para qué servía? ¿Qué hacían con él los demás? Se lo metían en el bolsillo. La inscripción de la máquina automática rezaba: LARGAN.
Estaba quieto, la gente daba empujones. De repente me sentí como un mono a quien se da una pluma o un encendedor; por una décima de segundo me invadió una cólera ciega y apreté los dientes. Pestañeando y un poco inclinado, seguí a la muchedumbre. El pasillo se ensanchó, convirtiéndose en una sala. Letras de fuego: REAL AMMO REAL AMMO.
Entre los transeúntes, por encima de sus cabezas, vislumbré a gran distancia una ventana.
La primera ventana. Panorámica, inmensa.
Como un firmamento nocturno horizontal. Lleno hasta el horizonte de una niebla incandescente. Galaxias de colores, apretadas luces en espiral. Resplandores como de incendios temblando sobre rascacielos, calles: un hervidero de perlas luminosas y encima, vertical, el destello de neones, plumeros y relámpagos, ruedas, aviones y botellas de fuego, las cerbatanas rojas de las señales de las torres, soles momentáneos y el reguero de sangre de los anuncios, mecánicos, violentos.
Me quedé mirando y oyendo tras de mí el movimiento rítmico de centenares de pies. La ciudad se desvaneció como por ensalmo, y apareció un rostro enorme, de tres metros.
— Hemos incluido el resumen de las crónicas de los años setenta en el ciclo «Visiones de antiguas capitales». El transtel amplía ahora su campo con los estudios de los cosmolitos…
Quería irme de allí. No era una ventana, sino una pantalla de televisión. Aceleré el paso y empecé a sudar. ¡Abajo! ¡Más de prisa! Dorados ángulos de luz, y en su interior una muchedumbre, espuma en las copas, un líquido casi negro que no era cerveza y tenía un brillo verdoso de veneno. Y la juventud, chicos y chicas, abrazados en grupos de seis y de ocho, venían hacia mí por toda la anchura del pasillo. Tuvieron que soltarse para dejarme pasar. Me estremecí. Sin darme cuenta, entré en la cinta transportadora. Vi muy cerca de mí unos ojos asombrados; una espléndida muchacha morena, cubierta con algo que brillaba como metal fosforescente. La sustancia la ceñía como una segunda piel: iba como desnuda. Rostros — blancos, amarillos-; algunos negros altos, pero yo era más alto todavía. Me abrieron paso.
Arriba, detrás de cristales abovedados, revoloteaban unas sombras, tocaban orquestas invisibles. Y allí seguía el singular paseo, por oscuros pasillos; formas femeninas sin cabeza: los plumones que cubrían sus hombros brillaban tanto que sólo se les veía el cuello, como un tallo blanco, y sus cabellos titilaban; ¿unos polvos luminosos? El estrecho pasillo me condujo hasta una hilera de estatuas grotescas, porque se movían; una especie de calle ancha que discurría por la parte superior de los lados, se estremecía de risa. Se divertían; ¿qué encontrarían tan gracioso? ¿Estas esculturas?
Figuras gigantescas bajo la luz cónica de unos reflectores; una luz roja como el rubí, espesa como un jarabe, extrañamente concentrada, fluía de ellos. Continué sin rumbo, con los ojos muy cerrados, ausente… Un pasillo verde y empinado, grotescos pabellones, pagodas a las que se entraba cruzando pequeños puentes, locales limpios y reducidos, el olor de algo asado, fuerte, penetrante, hileras de llamas de gas detrás de unos cristales; tintineo de copas, metálico, insistente, sonidos incomprensibles. El gentío que me había empujado hasta allí chocó contra otros grupos; entonces todos se unieron y subieron a un vagón abierto por ambos lados. No, es que era transparente, como de cristal fundido; incluso los asientos, aunque blandos, parecían cristal. Yo no tenía idea de cómo había subido; ya estábamos en marcha. El coche iba a gran velocidad, la gente gritaba más que el altavoz, el cual no cesaba de repetir: «Plano Meridional, Plano Meridional, ¡contactos con Spiro, Átale, Blekk, Frossom!» Atravesado por haces de luz, todo el coche parecía derretirse, las paredes se deslizaban por los lados, rayadas con estrías de llamas y colores, arcos parabólicos y blancos andenes.
«Forteran, Forteran, contactos con Galee, contactos de los rasters exteriores, Makra», anunció el altavoz. El coche se detuvo y reemprendió la marcha, y yo descubrí algo asombroso: no se sentía ni el freno ni la aceleración, como si la inercia hubiera sido eliminada. ¿Cómo era posible? Lo comprobé doblando ligeramente las rodillas en tres paradas consecutivas. Tampoco en las curvas se notaba nada. La gente subía y se apeaba; en la plataforma delantera estaba una mujer con un perro. Jamás había visto un perro como ése: enorme, de cabeza redonda, muy feo; en sus ojos nardos y tranquilos se reflejaban las guirnaldas de luz que dejábamos atrás.
RAMBRENT, RAMBRENT. Centellearon tubos de neón blancos y azulados. Escaleras de luz cristalina, fachadas negras. La luz se inmovilizó poco a poco, el coche se detuvo. Me apeé y quedé desconcertado.