Cuando estos nebulosos huracanes de la velocidad se interrumpían por un solo instante, bajo ellos aparecían majestuosas y gigantescas plataformas atestadas de gente, como pistas de aterrizaje voladoras, que se movían en diferentes direcciones, se cruzaban, quedaban suspendidas, y por una ilusión de la perspectiva parecían traspasarse mutuamente. Era difícil fijar la vista en algo estable, porque toda la arquitectura del entorno daba la impresión de consistir exclusivamente en movimiento, en transformaciones. Incluso lo que al principio tomé por un techo flotante consistía en pisos colocados uno sobre otro. De pronto, en todas las curvas del interior del túnel por el que volábamos, en las facciones de la gente, filtrado a través de los techos de cristal y las enigmáticas columnas y reflejado por las superficies plateadas, se introdujo un resplandor púrpura, como si en algún lugar de la lejanía, en el centro de esta inmensa estructura, se hubiera producido una explosión atómica. El verde de las centelleantes luces de neón se hizo difuso, la leche de los soportes en forma de parábola se tiño de rosa. Contemplé esta invasión repentina de un resplandor rojo en el aire como indicio de una catástrofe. Pero nadie hizo el menor caso de este cambio, y ni yo mismo hubiera podido decir cuándo cesó.
En los bordes de nuestro andén aparecieron círculos verdes de veloz rotación, como anillos de neón suspendidos en el aire. Entonces una parte de la gente se dirigió hacia el desvío de otro andén o un plano inclinado; vi que podían cruzarse sin peligro las líneas verdes, como si no fueran materiales.
Durante un rato me dejé llevar con apatía por el blanco andén, hasta que se me ocurrió la idea de que tal vez ya estaba fuera de la estación y este paisaje inverosímil de cristal de diversas formas, que se elevaba constantemente como dispuesto a volar, era la propia ciudad, aunque la otra, la que había abandonado, seguramente sólo existía en mi memoria.
— Perdone — dije, dando una palmada al hombre de traje aterciopelado —, ¿dónde estamos?
Los dos me miraron. Sus rostros, levantados hacia mí, expresaban sorpresa. Abrigué la vaga esperanza de que la única causa fuese mi estatura.
— En el poliducto — contestó el hombre —. ¿Qué contacto tiene usted?
No comprendí absolutamente nada. — ¿Estamos…, estamos todavía en la estación? — Claro… — me respondió, aunque algo vacilante. — Y… ¿dónde se encuentra el Círculo Interior? — Ya lo ha pasado. Tendrá que repetir. — El mejor ráster lo encontrará en Merid — intervino entonces la mujer. Todos los ojos de su vestido parecían contemplarme con desconfiada sorpresa. — ¿Ráster? — repetí, desconcertado. — Sí, allí — dijo, indicando una elevación vacía, visible a través del círculo verde que se acercaba flotando; en los lados de la elevación había rayas plateadas y negras, como el fuselaje cómicamente pintado de una nave ladeada. Le di las gracias y salí del andén, pero por un punto equivocado, ya que la velocidad casi me paralizó las piernas. Me recuperé, recobré el equilibrio y di media vuelta de un modo que ya no sabía en qué dirección debía moverme. Reflexioné sobre lo que podía hacer. Entretanto, el lugar de mi trasbordo se había alejado bastante de la elevación plateada y negra que me indicara la mujer; ya no podía encontrarla. Como la mayoría de los transeúntes que me rodeaban se dirigían hacia un plano inclinado que conducía hacia arriba, yo les imité. Una vez allí, vi en el aire una inscripción luminosa, inmóvil y gigantesca: DUKT CENTR (las otras letras escapaban a la vista, eran demasiado gigantescas). Fui transportado sin ruido a un andén de un kilómetro de longitud, del que en ese mismo momento despegaba una nave con forma de huso, que al elevarse mostró su casco agujereado por las luces. Tal vez este enorme lugar era también un andén, y yo me encontraba en el ráster. A mi alrededor todo estaba desierto, así que ni siquiera podía hacer preguntas. Me hallaba en el camino hacia la dirección contraria. Una parte de mi «andén» consistía en espacios planos sin paredes delanteras. Vi al acercarse una especie de boxes bajos y mal iluminados que contenían hileras de vehículos. Los tomé por coches. Pero cuando los dos que estaban más cerca salieron y, antes de que yo tuviera tiempo de apartarme, pasaron por mi lado, vi mientras desaparecían en la perspectiva de curvas parabólicas, que no tenían ruedas, ventanillas ni puertas y eran aerodinámicos como enormes gotas negras. «Coches o no — pensé —, esto parece ser un aparcamiento.» ¿Quizá el de los rasters? Pensé que lo mejor sería esperar hasta que llegara alguien; entonces podría irme con él o al menos me explicaría algo. Pero mi andén, un poco elevado como el ala de un avión imposible, permanecía desierto. Sólo los vehículos negros se iban deslizando por las guías de metal uno a uno o varios a la vez, alejándose siempre en la misma dirección. Fui hacia el borde del andén, hasta que volvió a entrar en acción la fuerza invisible y elástica que garantizaba la seguridad. El andén pendía realmente del aire, sin ningún apoyo. Cuando levanté la cabeza, vi otros similares, flotando inmóviles en el espacio, con las luces apagadas; en otros, en cambio, se encendían las luces al aterrizar las naves. No eran cohetes, ni siquiera proyectiles como el primero que me trajo de la Luna.
No me movía hasta que contra el fondo de algún vestíbulo — aunque ignoraba si era realidad o un reflejo — vi unas letras de fuego que se balanceaban rítmicamente en el aire:
SOAMO SOAMO SOAMO; una pausa, un resplandor azul y luego NEONAX NEONAX NEONAX. Tal vez nombres de estaciones, tal vez propaganda de productos. No me sugerían absolutamente nada.
«Ya es hora de encontrar a este hombre», pensé, me volví, hallé un 'andén que fluía en la dirección contraria y fui por él hacia abajo. Resultó que no era el mismo plano, ni siquiera el vestíbulo del que me había elevado; lo supe porque carecía de grandes columnas. Quizá se habían trasladado a otra parte; todo me parecía posible.
Me encontraba en una selva de surtidores; más allá había una sala blanca y rosa, llena de mujeres. Al pasar alargué la mano como por casualidad hacia el chorro del surtidor iluminado, quizá porque era agradable ver algo que me resultara un poco conocido. Pero no tuve ninguna sensación, porque de ese surtidor no manaba agua. Al poco rato me pareció oler una fragancia de flores. Me llevé la mano a la nariz. La mano olía a mil jabones de tocador.
Involuntariamente, me la froté contra el pantalón. Ya estaba ante la sala donde sólo había mujeres. No tenía el aspecto de ser la antesala de un lavabo de señoras, pero tampoco lo sabía seguro y, como no quería preguntar, di media vuelta. Un joven, disfrazado con algo que parecía mercurio líquido sobre los hombros, que terminaba en unas mangas anchas y le ceñía las caderas, hablaba con una muchacha rubia que se apoyaba contra el surtidor. Llevaba un vestido claro muy corriente, lo cual me prestó algo de valor. Sostenía un ramo de flores de color rosa pálido, ocultó en él la cara y sonrió al joven con los ojos. En el último momento, cuando me hallaba junto a ellos y ya había abierto la boca, vi que la muchacha se comía las flores. Esto me hizo enmudecer unos instantes. Ella masticaba tranquilamente las hojas tiernas. Levantó la vista y me miró. Su mirada era impasible. Pero yo ya me había acostumbrado a esto y pregunté dónde se encontraba el Círculo Interior.
El joven pareció desagradablemente sorprendido, incluso enfadado de que alguien osara interrumpir su diálogo. Por lo visto yo había hecho algo inaudito.
Me miraron de arriba abajo, como para cerciorarse de si mi altura se debía a alguna clase de zancos. El no dijo una sola palabra.
— ¡ Oh, allí! — gritó la muchacha —. ¡ El ráster de Wuka, su ráster; aún puede cogerlo, de prisa!
Corrí en la dirección indicada, sin saber hacia dónde; todavía no tenía ni idea del aspecto de ese maldito ráster. Diez pasos más allá observé un embudo plateado que bajaba de las alturas; podía ser el pedestal de una de las gigantescas columnas que antes me habían asombrado tanto; ¿serían columnas voladoras?