– No uno, sino dos.

– ¡Qué! ¿Es que ha asaltado el Banco Polski?

– He vendido un cuento.

– Enhorabuena. Cenemos juntos. Le invito.

2

Mientras cenábamos, Bamberg se acercó a nuestra mesa. Era un hombre menudo, con palidez de tuberculoso, encorvado y patizambo. Calzaba zapatos de charol, con botines. En su cráneo puntiagudo aún quedaban algunos cabellos grises. Tenía un ojo mayor que el otro, y el ojo mayor era saltón, rojo, y como aterrado por la visión de sí mismo, a cargo del otro ojo. Apoyó sus manos pequeñas y huesudas en la mesa, e inclinándose hacia delante, dijo con voz cascada:

– Jacques, ayer leí ese libro que me prestaste. El castillo de Kafka. Interesante, muy interesante, pero ¿qué pretende decir? Es demasiado largo para tratarse de un sueño. Las alegorías deben ser cortas.

Jacques Kohn tragó rápidamente la comida que estaba masticando y dijo:

– Siéntate. Los grandes maestros no están obligados a plegarse a la preceptiva.

– Hay ciertas reglas que incluso los grandes maestros deben seguir. Ninguna novela debe ser más larga que Guerra y paz. Incluso Guerra y paz es demasiado larga. Si la Biblia tuviera dieciocho volúmenes, habría caído en el olvido hace ya tiempo.

– El Talmud tiene treinta y seis volúmenes, y los judíos no lo han olvidado.

– Los judíos recuerdan demasiado. Esta es nuestra mayor desgracia. Hace dos mil años nos echaron de Tierra Santa y ahora intentamos volver. ¿No crees que es una locura? Si nuestra literatura reflejara este demencial estado de nuestras mentes sería una gran literatura. Pero nuestra literatura es increíblemente sensata. En fin, más vale dejarlo.

Bamberg se irguió, y, con un esfuerzo, frunció el entrecejo. A pasos menudos, arrastrando los pies, se alejó de nuestra mesa. Se acercó al gramófono y puso un disco de baile. En el club de escritores se sabía que Bamberg no había escrito ni media palabra en muchos años. En su ancianidad, aprendía a bailar, influido por la filosofía de su amigo, el doctor Mitzkin, autor de La entropía de la razón. En esta obra, el doctor Mitzkin intentaba demostrar que la inteligencia humana está en quiebra, y que la verdadera sabiduría sólo puede alcanzarse por la pasión.

Jacques Kohn sacudió pesaroso la cabeza:

– Un Hamlet de vía estrecha. Kafka temía llegar a ser un Bamberg, y esto fue lo que le impulsó a autodestruirse.

Le pregunté:

– ¿Le ha llamado la condesa?

Jacques Kohn extrajo el monóculo del bolsillo, se lo encajó y dijo:

– Y si hubiera llamado, ¿qué? En mi vida, todo se deshace en palabras. Todo palabras, palabras… En realidad, esta es la teoría del doctor Mitzkin: el hombre terminará siendo una máquina de palabras. Sí, y ahora recuerdo que el doctor Mitzkin también asistió a la orgía de Granat. Llegó a practicar lo que predicaba, pero también fue capaz de escribir La entropía de la pasión. Pues sí, la condesa me visita de vez en cuando. También ella es una intelectnal, aunque sin intelecto. En realidad, pese a que las mujeres hacen cuanto pueden para poner de relieve los encantos de sus cuerpos, saben tan poco acerca del significado de la sexualidad como acerca del significado del intelecto. Por ejemplo, fijémonos en la señora Tschissik. ¿Qué tuvo aquella mujer, salvo su cuerpo? Ahora bien, más valía no preguntarle qué es un cuerpo, en realidad. Actualmente, es una mujer fea. Cuando era actriz, en los tiempos de Praga, aún conservaba un algo… Yo era el primer actor. Ella era una actriz de segundo orden, con apenas una chispita de talento. Fuimos a Praga con la idea de ganar algún dinero, y allí encontramos a un genio, a un homo sapiens en su cumbre de actividad de autotortura. Kafka quería ser judío, pero no sabía cómo. Quería vivir, pero tampoco sabía cómo. En cierta ocasión le dije: «Franz, eres joven, haz lo que todos hacemos.» Había en Praga un prostíbulo en el que me conocían bien, y convencí a Kafka de que fuera conmigo a ese sitio. Kafka todavía era virgen. Prefiero no hablar de la muchacha con la que estaba prometido en matrimonio. Kafka vivía hundido hasta el cuello en el barro burgués. Los judíos de su círculo tenían un ideal, el ideal de convertirse en gentiles, y no en gentiles polacos, sino en gentiles alemanes. En resumen, convencí a Kafka de que debía intentar aquella aventura. Le llevé a una oscura calleja, en el ghetto antiguo, en donde se encontraba el prostíbulo. Subimos los empinados peldaños. Abrí la puerta. Parecía un escenario, con las rameras, los chulos, los visitantes y la madama. Jamás olvidaré aquel instante. Kafka se echó a temblar y me tiró de la manga. Luego dio media vuelta y bajó las escaleras tan de prisa que temí se quebrara una pierna. Al llegar a la calle se detuvo y vomitó como un colegial. De regreso, pasamos ante una vieja sinagoga, y Kafka comenzó a hablar del golem. Kafka creía en el golem e incluso estaba convencido de que el futuro nos depararía otro golem. Forzosamente tenía que haber palabras mágicas capaces de convertir un montón de arcilla en un ser vivo. ¿Acaso Dios, según nos dice la Cábala, no creó el mundo por el medio de pronunciar sagradas palabras? Al principio era el Logos. Sí, todo no es más que un inmenso juego de ajedrez. Siempre temí a la muerte, pero ahora que estoy con un pie en la tumba he dejado de temerla. No cabe duda de que mi adversario planea jugar lentamente. Seguirá con su táctica de quitarme todas mis piezas, una a una. Primero, me quitó mi arte de actor, luego me convirtió en pseudoescritor. Y tan pronto hizo esto último, me dio esa parálisis que afecta a algunos artistas de la pluma, incapaces de escribir media palabra. A continuación, me privó de mi vigor viril. Sí, ya sé que aún falta mucho para el jaque mate, y esto me da cierta fuerza. Que hace frío en mi dormitorio, pues bien, que siga haciendo frío. Que hoy no tengo ni para cenar, pues bien, nadie se muere por no cenar un día. Él me ataca y yo contraataco. Hace algún tiempo, regresé a casa a última hora de la noche. Hacía un frío terrible, y, de repente, me di cuenta de que me había olvidado la llave. Desperté al portero, pero resultó que no tenía llave. El portero apestaba a vodka y su perro me mordió un pie. En otros tiempos me hubiera desesperado, pero en esta ocasión dije a mi adversario: «Si quieres que coja una pulmonía, te diré que no tengo nada que objetar.» Me alejé de casa y me fui a la estación de Viena. El viento casi me llevó en volandas. Fui a pie porque, a aquella hora de la noche, hubiera tenido que esperar tres cuartos de hora para coger el tranvía. Al pasar ante la asociación de actores ví luz en una ventana. Cuando subí los peldaños, la punta de mi pie tropezó con algo que produjo un sonido metálico. Me incliné y vi que era una llave. ¡Mi llave! Las probabilidades de que encontrara la llave de mi casa en aquella oscura escalera eran una entre mil millones, pero, al parecer, mi adversario temía que rindiera el alma antes de que él estuviera dispuesto a recibirla. ¿Fatalismo? Bueno, pues sí, también se le puede llamar fatalismo.

Jacques Kohn se levantó, excusándose, para efectuar una llamada telefónica. Me quedé sentado, y observé a Bamberg quien, con las piernas temblorosas, bailaba con una dama del mundo literario. Bamberg tenía los ojos cerrados y apoyaba la cabeza en el pecho de la señora, como si fuera una almohada. Causaba la impresión de bailar y dormir, al mismo tiempo. Jacques Kohn tardó mucho en volver, mucho más de lo que es necesario para llamar por teléfono. Cuando regresó, su monóculo rebrillaba.

Dijo:

– ¿A que no adivina quién se encuentra en la otra sala? ¡Madame Tschissik! ¡El gran amor de Kafka!

– ¿De veras?

– Efectivamente. Creo que ya le he hablado de ella… Vamos allá, quiero que la conozca.

– No.

– ¿Por qué? ¡Una mujer amada por Kafka merece ser conocida!


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