San Juan de Dios

De rodillas junto al catre, en el rostro las ansias de la muerte, crispadas las manos sobre el mástil de un crucifijo -aún me parece estar viendo, escuálido y verdoso, el perfil del santo. Lo veo todavía: allá en mi casa natal, en el testero de la sala grande. Aunque muy sombrío, era un cuadro hermoso con sus ocres, y sus negros, y sus cárdenos, y aquel ramalazo de luz agria, tan débil que apenas conseguía destacar en medio del lienzo la humillada imagen… Ha pasado tiempo. Ha pasado mucho tiempo: acontecimientos memorables, imprevistas mutaciones y experiencias horribles. Pero tras la tupida trama del orgullo y honor, miserias, ambiciones, anhelos, tras la ignominia y el odio y el perdón con su olvido, esa imagen inmóvil, esa escena mortal, permanece fija, nítida, en el fondo de la memoria, con el mismo oscuro silencio que tanto asombraba a nuestra niñez cuando apenas sabíamos nada todavía de este bendito Juan de Dios, soldado de nación portuguesa, que -una tarde del mes de junio, hace de esto más de cuatro siglos- llegara como extranjero a las puertas de la ciudad donde ahora se le venera, para convertirse, tras no pocas penalidades, en el santo cuya muerte ejemplar quiso la mano de un artista desconocido perpetuar para renovada edificación de las generaciones, y acerca de cuya vida voy a escribir yo ahora.

Hace, pues, como digo, más de cuatrocientos años (no mucho después de que el reino moro, dividido en facciones, desgarrado en la interminable quimera de sus linajes, se entregara como provincia a la corona de los Reyes Católicos), este Juan de Dios, mozo ya avejentado y taciturno, enjuto de cuerpo, enrojecidos los párpados por el polvo de la costa, entró a servir en la guarnición de la plaza. Por aquel entonces, todavía el encono de las recíprocas ofensas y los rencores de familia no cedían en Granada a la nostalgia de una magnificencia recién perdida. Gómeles y Zegríes habían tenido que abandonar la tierra; los Gazules, los nobles Abencerrajes, recuperaron en cambio sus bienes, recibiendo mandos militares en las compañías cristianas, cargos concejiles en la ciudad. Pero la violencia -esa misma violencia que, más tarde, habría de derramarse a borbotones desde las cumbres alpujarreñas para escaldar la piel de España entera en la cruel rebelión de los moriscos- ahora, sofocada aún su furia, resollaba y gruñía en todos los rincones. A la saña de los antiguos partidos había venido a agregarse la desconcertada animadversión y el temor hacia las gentes intrusas llegadas con el poder nuevo. Y así, cada mañana, las calles y plazas famosas de Granada, las riberas del río, amanecían sucias con los cadáveres que la turbia noche vomitaba…

En medio de estas banderías civiles que doblan el odio de disimulo y la ferocidad de alevosía, supo nuestro Juan de Dios hallar su vocación de santo. La encontró – ¿quién era él, el pobre, sino un simple soldado?- a través de la palabra docta, ardiente y florida de aquel varón virtuoso e ilustre, Juan de Ávila, más tarde beatificado por la Iglesia, el cual, secundando la política cristiana de Sus Majestades, predicaba por entonces a los granadinos el Evangelio, con invectivas, apostrofes y amenazas que, como granos de sal, crepitaban al derramarse sobre tanto fuego. El fervor de uno de sus sermones fue, al parecer, lo que hizo a Juan abandonar el servicio de las armas, repartir sus pertenencias entre los pobres y, adquirido para sí el bien de la pobreza, consagrar su vida al alivio de pesadumbres ajenas.

Cuentan que obedeció para ello a un impulso repentino: la voz del predicador, que tantas veces había oído distraídamente, le taladró ésta los oídos y le escaldó el pecho, invadiéndole con repentino espanto. Estaba -cuentan- perdido ahí entre los fieles, recogido, acurrucado, ausente la imaginación, cuando de improviso sintió que le asaltaba una rara evidencia, tan rara, en verdad, que tardaría un buen rato en rendirse a ella: la evidencia 'de que el Espíritu Santo se estaba dirigiendo personalmente a su olvidada insignificancia, y que los trémolos patéticos de su voz le increpaban a él, a él en particular, a Juan, desde el pulpito del orador… Por lo que uno de sus discípulos -empeñado más tarde en recoger de los labios reacios del santo algún detalle de esta revelación- dejara escrito, sabemos cómo el corazón le había dado un vuelco al apercibirse -eran sus palabras mismas- de que estaba descubierto. Fue, parece, una especie de sobresaltado despertar. Despertaba, sí, ahí, en aquel rincón umbrío, al pie de la columna, bajo el dedo acusador del padre… Quiso entonces poner atención, y apenas si podía, al comienzo, distinguir el sentido de sus atronadoras frases; pero sentía, ineludible, el índice tieso que le apuntaba sin vacilar, a él, precisamente a él, arrodillado allí entre tantos y tantos, señalándolo en medio del rebaño, distinguiéndole, sin que le valiera de nada su intento de disimular, fingir inocencia y hacerse el desentendido: dispuesto a engancharlo, a extraerlo del suelo, izarlo en el aire y -suspendido en medio de aquella luz lechosa que, desde arriba, atravesaba el crucero del templo- exponerlo como un guiñapo al ludibrio, el dedo inexorable volvía sobre su triste insignificancia una vez y otra, irritado, encarnizado, sañudo.

Juan humilló la cabeza y, con ella baja, pudo ahora entresacar algo, alguna que otra frase centelleante, en la abundancia del orador. «A ti me dirijo -clamaba-, a ti, cristiano viejo, que has sucumbido…» Juan de Dios, cristiano viejo del reino de Portugal, había sucumbido, y rodaba por el áspero despeñadero en que cada nuevo paso conduce hacia la oscura sima. Por las puertas de la carne se le había entrado en el alma el pecado mortal. Y así, entregado en cuerpo y alma al halago de las costumbres moriscas, apegado como gozque inmundo a los enemigos de la fe, su criminal amistad le había hecho oír en silencio, de sus bocas venenosas y dulces, atroces burlas contra Nuestro Señor y su Iglesia. Lejos de salir en defensa del verdadero Dios -antes se hubiera avergonzado de confesarlo- había oído las infamias mansamente, con falsas, cobardes sonrisas… Y ¿cuánto tiempo no había vivido en semejante abyección, revolcándose en las flores podridas de aquella ciénaga? «¡Ah, cuan largo, horrible sueño engañoso! Muchos son los que en medio del sueño fenecen. ¡Despierta tú! ¡Despierta, cristiano!…»

Juan de Dios se acercó después a pedir confesión, y Juan de Ávila, notándole en los ojos lágrimas de angustia, accedió a escuchar su culpa. «Durante años y años he vivido con una víbora oculta en el seno y hasta hoy no acordé al pecado mortal. Padre mío, vuestro grito me despierta. ¡Salvadme del pecado! ¡Confesión, padre!»

«Expulsa ya, hijo, esa víbora; habla, confiesa: ¿de qué te acusas?», fue la respuesta. Entonces comenzó Juan a acusarse. Declaró su pecado carnal. Y luego echó también sobre sí las blasfemias en que tácitamente le hiciera consentir su apocamiento: había escuchado, había asentido, había acompañado a las risas. ¿No era acaso un apóstata?, preguntaba, deshecho en lágrimas, el soldado. Y aunque el confesor hizo distingos y le otorgó su absolución sin grave penitencia, Juan no se daba por consolado ni se tenía por limpio: un ansia insaciable de confesión se apoderó de él desde esa hora; quería confesar públicamente; quería proclamar la abominación de su culpa, gritar su crimen a los cuatro vientos, declararse vendedor del Cristo, y sentir sobre su cabeza el horror, la piedad y -si posible fuera- el perdón del mundo entero.

Se desprendió de sus humildes haberes y, después de muchos llantos y congojas, un domingo, a la hora de misa mayor, alzó su voz en la iglesia colegiata. Hincado en el centro de la nave, sus brazos en cruz parecían sostener con inaudito esfuerzo el fardo de sus pecados. Y los fieles, sacados de sus devociones por aquella voz áspera que se incriminaba sin descanso, miraban para el penitente, más tomados de sorpresa que de edificación: entre el esplendor del oro y los brocados, sus andrajos; en medio de tanta digna compostura, su cabeza rapada, su garganta reseca, sus manos implorantes. Con extrañeza lo contemplaban, casi con escándalo. Pero él seguía acusándose: castigaba su flaqueza, golpeábase la cara con los puños, se arañaba el pecho… ¿Hasta dónde habría de llegar en su frenesí? Ahora reconocía haber menospreciado a Dios por idolatrar en criaturas humanas: reconocía que, empujado por tal idolatría hasta la última debilidad de la razón, había llegado a poner en duda la Santísima Trinidad… Crecían sus lamentos y, con ellos, la gravedad de las culpas pregonadas y la estupefacción de los fieles. Hasta que, por fin, tras muchas vacilaciones y no sin algún revuelo, un diácono y dos acólitos se acercaron a rogarle con firmeza que saliera del templo, pues que aquella penitencia pública más podía -como le explicaron- ser ocasión de escarnio que de piedad.

Pero ¿cómo hubiera podido contener el infeliz la abundancia de su corazón? Una semana más tarde aparecía en plena Puerta Real gritando ante la multitud el dolor de su infamia. En medio de espeso corro, se tundía los costados y lloraba: ¡en apostasía había incurrido, abjurando de la religión verdadera para seguir la del falso profeta!… La gente reunida a escucharle pasó pronto de la curiosidad a la burla, y comenzó a alimentar su excitación con preguntas malignas. Y después de aquel día era frecuente hallarlo exponiendo sus tribulaciones en cualquier lugar público de la ciudad: ya en el mercado, ya en una placeta, y aun ante el palacio episcopal mismo. Por último, fue recogido e internado en una casa de orates.

Mas he aquí que su mansedumbre rompería luego sus cadenas, y su resignación no tardaría en quebrar los cerrojos del manicomio: supo hacer de la prisión escuela de caridad; y cuando le abrieron sus puertas, no tuvo ya otra mira en el mundo que la de fundar con su trabajo un hospital de pobres. A esta obra consagró el resto de su vida.

El pasaje de esa vida santa que se propone sacar a luz el presente relato tiene comienzo una mañana de verano en que Juan de Dios había salido, como de costumbre, a recorrer las calles implorando piadosa ayuda. Cerca ya del callado, desierto y cálido mediodía, sintió, pues, acercarse por el Zacatín, a cuya entrada estaba apostado, un caballo que con recortado paso hería las piedras del suelo. El bienaventurado mendigo le salió al encuentro y, tomándolo por la brida, suplicó al jinete con su habitual letanía: «Socorred, señor, a los pobres de Jesucristo. Una limosna para…» Mas el caballero, dando un tirón a la brida, levantó el rebenque y descargó un golpe sobre la cabeza rapada del pordiosero: «Señor, por el amor de Dios, ¡una limosna!», repitió Juan, caído a los pies de la encrespada bestia. Con el arrebato de la ira, el caballero se había empinado en los estribos, dobló el cuerpo e, inclinado hacia adelante, golpeó y golpeó al mendigo hasta dejarle cruzada la cara de sangrientos surcos. Juan se cubría los ojos con las manos, defendía con los codos sienes y orejas, en espera de que la furia se apaciguase; pensaba, al ver la bota del jinete tensa en el estribo: Con mi imprudencia lo asusté; venía desprevenido. Pensaba: Ya, ya va a cesar de maltratarme… Y antes de que hubiera acabado de pensarlo, volvió a oír las herraduras del caballo, que se alejaban batiendo el empedrado calle arriba.


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