– Marrano.

– Por dentro estoy limpio, señor. Palabra.

– ¡Hum!

– Soy un charnego en fase de reconversión. Palabra.

Carretera de Esplugues, última parada delante del edificio Walden 7. Ya estoy en casa, perdone usted las molestias. Marés salta del autobús con el acordeón a la espalda y los bolsillos repletos de monedas. Llegando al portal, las redes sobre su cabeza paran las losetas y otros objetos a menudo no identificables que caen desde lo alto. A saber lo que arrojan por las ventanas a estas horas de la noche. Vecinos desesperados. En las redes hay botellas de cava, recipientes de plástico, medias y calcetines, condones y pájaros muertos. El viento silba en los húmedos vestíbulos y en los oscuros pasadizos del maldito edificio, un laberinto de corrientes de aire ideal para pillar pulmonías. Hay que sortear los charcos de agua. El buzón rebosaba de propaganda y Marés la tiró al suelo, quedándose con un folleto al que iba pegada una sopa de sobre. También se quedó un impreso para una encuesta sobre diversas formas de consumo de las sardinas en aceite con el ruego de ser rellenado y remitido con opción a premio. El ascensor le llevó lentamente hasta la planta 12, Galería del Éxtasis, y al empujar la puerta golpeó a alguien parado en el rellano.

– ¡Podría tener más cuidado, usted! -Su vecina la señora Griselda, gorda, viuda y emperifollada, parpadeó furiosamente llevándose el dedo índice al ojo derecho, enrojecido-. ¡Mi lentilla, ay mi lentilla!

La viuda se arrojó al suelo con sus pieles de conejo que olían a rayos y, arrodillada, empezó a buscar la lentilla perdida, el enorme trasero en lo alto bloqueando la salida del ascensor. ¡Ay mi lentilla! Se le veía la combinación, se le torcía la peluca rubia, se le enganchó una pestaña postiza en el pantalón de Marés, se le cayó un paquete de compresas y la revista Tele-Guía, y siguió protestando y arrastrándose por el suelo en busca de su lentilla.

– ¡Cuánto lo siento, señora Griselda!

– ¡Otra vez borracho! ¿No le da vergüenza? ¡Quite de ahí, cochino! ¡Usted y su asqueroso acordeón de taberna! -le fulminó desde el suelo con su mirada estrábica-. ¡Ay Dios mío, si no encuentro mi lentilla estoy perdida…! ¿Qué espera usted? ¡Búsquela, debe estar por aquí!

Marés ni siquiera hizo el gesto de inclinarse a mirar. ¡No pienso ayudarte en absoluto, maldita cotorra! La lentilla seguía sin aparecer y la viuda de rodillas, congestionada y chillando. Tenía un ojo glauco inyectado en sangre y el otro risueño y verde, irradiando serenidad. Finalmente, sin dejar de piafar y lamentarse, desplazó su trasero enhiesto, permitiendo a Marés salir tambaleándose del ascensor y dirigirse hacia la puerta de su apartamento esgrimiendo la llave.

– Buenas noches, señora Griselda. Le deseo que encuentre su lentilla.

Ella soltaba espumarajos por la boca.

Marés entró en su apartamento, encendió las luces, dejó el acordeón en la sala de estar y depositó la recaudación del día en la gran pecera repleta de monedas. Decidió que mañana sin falta iría a ingresarlo en la Caixa. Se quitó la ropa de faena y se duchó, se enfundó el batín y se dispuso a servirse un whisky muy cargado. Mientras empuñaba la botella, se quedó parado y enarcó las cejas pintadas.

– ¿Por qué no te conformas con una tónica, Marés? Vas un poco cargado -se dijo a sí mismo-. Buena idea -se contestó-. Con mucho hielo-. Así me gusta, que seas prudente.

Luego enchufó la televisión, pero no se dignó mirarla. Entró en el dormitorio en busca de un pañuelo limpio y se vio a sí mismo entrando en el dormitorio en busca de un pañuelo limpio y de su vieja desdicha: su imagen reflejada en la luna del armario seguía siendo un calco de aquella otra imagen deplorable que le salió al paso diez años atrás.

– Hola, cornudo -se dijo-. Pasa, no te quedes ahí.

Entró apartando rápidamente la mirada del espejo, buscando cualquier otra cosa, y vio la peluca sobre la mesilla de noche. Se la había comprado hacía más de un año y sólo la había usado una vez, vergonzantemente. Dinero tirado. Era un postizo negro y rizado que se sujetaba a su propio y escaso pelo mediante cuatro clips. Algunas noches, estando en casa, solía ponérselo para ver si se acostumbraba, pero lo único que conseguía con ello era acentuar su inclinación a dialogar solo en voz alta. Además, con el postizo rizado en la cabeza, no se reconocía en los espejos. También guardaba un parche negro de terciopelo, para el ojo izquierdo, que había usado durante sus primeros tiempos de músico callejero para que no le reconocieran.

Volvió a la cocina, abrió la nevera y escogió una lata de espárragos. Abrió la lata, dispuso los espárragos en un plato rociándolos con vinagre y regresó a la sala de estar. Pero antes de sentarse a comer, fue al cuarto de baño a recoger la ropa de faena, y estaba en eso cuando, al colgar el viejo pantalón de franela, vio brillar algo dentro del dobladillo. Lo cogió. Era la lentilla de la señora Griselda.

Frente al espejo del lavabo, Marés observó la lentilla verde detenidamente. Le pareció la cosa más frágil e insignificante que había visto nunca, incapaz de transformar la visión del mundo y ni siquiera colorearla.

– ¡Aja! Esta lentilla no está graduada -dijo después de mirar a través de ella-. La señora Griselda lleva lentillas verdes por coquetería, por el capricho de cambiarse el color de los ojos. ¡Aja!

Probó a ponerse la lentilla verde en el ojo derecho, con algún esfuerzo, y se miró de nuevo en el espejo.

– Fabulozo -dijo ceceando suavemente como Faneca-. Colozal. Un ojo verde y un ojo marrón.

Escocía, pero el sereno fulgor verde le maravilló. Se acercó más y escrutó la pupila esmeralda en el espejo cerrando un instante el otro ojo sin lentilla.

– Podrías taparte el otro ojo con el parche negro y no te conocería ni Dios… Oye, ¿y si fuéramos a gastarle una pequeña broma a la gorda Griselda? -se preguntó, y esperó la respuesta en el espejo, súbitamente excitado-: Fabulozo, compañero… Pero ¿no estás un poco borracho para andar por ahí timándote con una pobre viuda?… Después de reírnos un poco con ella le devolvemos la lentilla, ¿vale?… Digo.

Se puso la peluca rizada, el parche negro en el ojo y ajustó la lentilla en el otro, y además echó mano de un truco que recordaba haber visto hacer a los caricatos amigos de su madre cuando él era un niño: rellenos de algodón en la nariz y en la boca. Con el lápiz negro se pintó las cejas muy finas y altas, con lo que su expresión de suficiencia socarrona se acentuó. El parche en el ojo gravitaba en una cara ahora muy alargada cuya novedad era un rictus de inteligencia. Escogió el anticuado traje marrón a rayas, de americana cruzada, una camisa de seda rosa -la que llevaba el día que Norma lo abandonó, y que no había vuelto a ponerse-y una corbata granate. Se irguió de perfil frente al espejo del armario y cruzó la mirada con un tipo esquinado y vagamente peligroso, más alto y delgado que él, y con más autoridad. Cogió un bolígrafo y una carpeta, metió dentro algunos papeles en blanco y el folleto de la encuesta que había sacado del buzón, y salió del apartamento cerrando la puerta.


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