– Miruzté, cada cual se sabe lo suyo… Ya va siendo hora de que me vaya.

– Calma. Quisiera contarle algo. Acerca mí y de esta señora que acaba de irse. Norma Valentí. Nos conocimos hace cuatro años. Yo tenía treinta y siete y ella veintitrés. Fue un milagro lo que nos juntó…

Yo me crié en lo alto de la calle Verdi, le expliqué, con los golfos sin escuela que merodeaban por el parque Güell y el Guinardó, en los duros años de la posguerra. Norma era hija única del difunto Víctor Valentí, fabricante de cinturones de cuero y artículos de piel que en los años cuarenta hizo una fortuna al obtener contratos en exclusiva del ejército. La chica se crió entre algodones en una fantástica torre del Guinardó rodeada por un inmenso parque. Vivía con sus padres y dos tías solteronas. Cuando tenía quince años, sus padres murieron en Montserrat en un desgraciado accidente de automóvil. Habían parado el coche en una cuesta para admirar el paisaje. No se apearon. Estaban contemplando el Cavall Bernat y el coche se desfrenó y retrocedió lentamente, sin que ellos se dieran cuenta, y se precipitó montaña santa abajo…

– El negocio quedó en manos de tío Luis, el hermano de don Víctor, y con el tiempo Norma acabaría heredando unas rentas superiores al mejor sueldo que yo hubiera podido soñar jamás en toda mi vida, y mire usted que he soñado…

– Zoñar e güeno, pero no conviene perdé el sentío de la realidá -me advierte muy sabiamente el limpiabotas.

– ¿Quiere usted saber por qué dichoso azar o extraña casualidad llegaron a conocerse y enamorarse una muchacha rica y un pelanas como yo, hijo de una ex cantante lírica alcohólica y del Mago Fu-Ching, un pobre artista de varietés? Se lo contaré…

Nos conocimos en la sede de los Amigos de la Unesco, le conté, en la calle Fontanella, durante una huelga de hambre contra el régimen organizada por un grupo de abogados e intelectuales de izquierda. Yo caí en medio de todos ellos como llovido del cielo… Fue en diciembre de mil novecientos setenta. Por esa época yo era un buen aficionado a la fotografía y solía acudir a exposiciones y muestras. Una tarde, saliendo del cine, entré en el local de los Amigos de la Unesco para ver las fotos de una exposición. Era casi la hora de cerrar y había en la sala unas veinte personas charlando animadamente, sin dedicar la menor atención a las fotografías. No tardaría en averiguar que estaban allí para otra cosa. Al no irse nadie, no advertí que ya habían cerrado el local, dejándonos a todos dentro: se iba a iniciar una huelga de hambre en protesta por los procesos de Burgos, en los que se dictaron nueve penas de muerte, y todos los que estaban allí lo sabían menos yo. Además de abogados, había en el grupo estudiantes, médicos y algún escritor y periodista, comandados por una impetuosa abogada de ojos verdes. No recelaron de mi presencia; como algunos no se conocían entre sí, pensaron que yo también era uno de ellos y nadie me preguntó nada. Todos tenían la consigna de juntarse allí a la misma hora y dejar que cerraran el local, negándose a salir. Me di cuenta de la situación al oír comentarios, y sobre todo al hablar con una joven universitaria que me preguntó de parte de quién venía. Era Norma. Le di el nombre de un colectivo teatral catalán que en esa época se distinguía por su antifranquismo. Norma me fascinó y por ella decidí sumarme a la huelga. Fueron cuatro días inolvidables. No comíamos nada, sólo bebíamos agua con un poco de azúcar, y fumábamos mucho. Recuerdo que Norma encendía los cigarrillos con cerillas del Bocaccio, el mítico local de la calle Muntaner que fue nido de progresistas… Nos proporcionaron mantas y dormíamos en el suelo, vestidos. Norma y yo nos hicimos inseparables durante todo el encierro. Recibimos adhesiones de comités obreros clandestinos y nos visitó la televisión sueca. Desde la primera noche, Norma durmió a mi lado. En la madrugada del cuarto y último día, cuando la policía forzó la puerta para desalojarnos, yo tenía la mano entre los muslos de Norma, debajo de la manta. No olvidaré nunca la seda caliente aprisionando mi mano, ni la mezcla de placer y de miedo en los ojos de Norma mientras la puerta cedía y la policía franquista irrumpía en la sala… Nos llevaron a todos a Jefatura, Norma y yo cogidos de la mano.

– Una hiztoria mu bonita, zí, zeñó…

– Estudiaba filología catalana en la universidad y era una chica romántica y progre -sigo machacando al apabullado limpia-. No me pregunte cómo se enamoró de mí, cómo ocurrió el milagro. Usted pensará, como hicieron en su momento las tías de Norma y sus amistades, que me casé con ella por dinero. Pero yo mismo lo dudo, a juzgar por cómo me comporté después… La historia de Juan Marés es triste, amigo. Es la historia de un hombre que a los treinta y siete años dio un braguetazo y que luego no supo comportarse. He sido un braguetero sin convicción…

– En el fondo, uzté e güeno.

– Vivimos unos meses con las dos viejas tías solteronas en Villa Valentí, la fabulosa torre del Guinardó. No he olvidado sus cúpulas doradas al atardecer ni su plácido estanque de aguas verdes. Y después, siguiendo la moda de muchas parejas progres, Norma adquirió un apartamento en Walden 7, el controvertido edificio del arquitecto Bofill en Sant Just, este en el que ahora nos encontramos usted y yo sentados en una cama llena de zapatos…

– Termine ya, haga er favó.

El hombre deja los zapatos, se levanta, guarda el cepillo y las cremas en la caja y se queda mirándome, la caja de betún en la mano, esperando que termine de hablar.

– Yo estaba sin empleo -proseguí, inmisericorde-. Puesto que no tenía que ganarme la vida, al faltarme el incentivo, acabé abandonando mis tentativas de trabajo. Antes de conocer a Norma estuve empleado en una antigua tienda de guantes y sombreros del barrio gótico, y esporádicamente actuaba en agrupaciones teatrales de aficionados en Gràcia. Por aquel entonces mi madre ya había muerto, no me quedaba ningún otro familiar (mi padre, el ilusionista, se fue de casa cuando yo tenía doce años) y vivía con una actriz poco conocida en un pisito oscuro que ella tenía en la calle Tres Señoras. Con Norma, en este apartamento, todo fue distinto. Norma y yo formamos un matrimonio romántico, carnal y desastroso: una unión que no podía durar porque ninguno de los dos sabíamos qué diablos era lo que debíamos hacer durar, además de los revolcones en la cama…

– No llore uzté, por el amor de Dios.

– Norma no tardó en confundir la independencia económica con la emocional e inauguró un ciclo de depresiones que hace cosa de un año la llevó a vivir un par de sórdidas aventuras, la primera con un camarero y la segunda con un taxista.

– Un tropezón lo da cualquiera en la vida, ¿zabusté?

– Y ahora con un limpiabotas que ha recogido por ahí, en un bar… ¡Cielo santo, cielo santo!

– No se fíe uzté de las apariencias. Su mujé le quiere a uzté.

– Y termino. Durante estos cuatro años de casado, me he acostado temprano y he vuelto a soñar. Desde muy niño soñaba con irme lejos, lejos del barrio y de mi casa, del ruido de la Singer que pedaleaba mi madre y de sus rancias canciones zarzueleras, de sus borracheras y de sus astrosos amigos de la farándula. Lo conseguí con Norma. Y ahora sé que todo lo he perdido.

– Me tengo que ir, oiga. Ya no llueve…

– Quédese un poco más.

– No estaría bien, no, zeñó. Aquí le dejo tos sus zapatos limpios.

Observo fascinado los zapatos lustrados y alineados sobre la cama. Parecen sonreír. Se me ocurre que debería pagarle algo por su trabajo. Él ya está en la puerta.

– Creo que debería pagarle algo por su trabajo…

– No zea uzté capullo, hombre.

– Qué otra cosa puedo hacer, además de pegarme un tiro.

– No diga barbaridades. ¡Hala, quede uzté con Dios! Lo mejó que pué hacer es ir a buscar a su mujé.

Pero yo no me movería de allí durante horas y Norma no volvería nunca al apartamento de Walden 7. Se fue a Villa Valentí a vivir con sus tías y al día siguiente mandó a una criada a recoger su ropa y sus cosas. Conseguí hablar con ella por teléfono un par de veces, pero no pude convencerla para que volviera a casa. Me dijo que podía quedarme en Walden 7 el tiempo que quisiera -el piso aún hoy está a su nombre-, que no pensaba echarme a la calle. Después de eso, no quiso volver a saber nada de mí.


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