– Una mica pero malamente -simulo aviesamente mi torpeza.

– No importa. Toma. -Me da el papel-. Seguro que te lo aprendes de memoria, es cortito.

– Sí, señor.

Y más que eso, por un duro, pensé.

Al día siguiente, domingo, mucho antes de la hora convenida, ya estoy listo. Faneca me quiere acompañar, pero por vez primera en la vida le digo que no. No vayas zolo, ¡mardita zea!, puedes correr un gran peligro, me dice. Ningún peligro, tonto, le digo yo, voy a ganarme un duro.

Bien lavado y peinado, vestido con mi mejor pantalón y una camisa limpia, a las cinco de la tarde cruzo la verja del jardín y entro en Villa Valentí como quien entra en un sueño. Un sendero de grava me conduce hasta el corazón rumoroso del parque, donde se abre un gran espacio ajardinado con el estanque de aguas verdosas y la torre con el esbelto porche. Flota en el aire el olor dulzón de la hojarasca putrefacta que no ha sido retirada de los parterres. Hay algunos automóviles y varios invitados en mangas de camisa, rodeados de niños y perros, comportándose todos como en familia y hablando en catalán. Trasladan sillas y banquetas desde un pabellón del jardín hasta la gran galería semicircular de la parte trasera de la villa, donde señoras muy atareadas y diligentes preparan una especie de escenario improvisado con cortinas y algunos muebles. En total habrá allí unas veinte personas, sin contar a los niños. A través de altavoces se oyen canciones populares catalanas interpretadas por el tenor Emili Vendrell. «Rosó, Rosó, llum de la meva vida…»

Me acerco a un señor que maneja unos cables eléctricos subido a una silla y le pregunto dónde está don Víctor Valentí, y me dice que está ensayando en la biblioteca. Yo llevo en la mano el papel con los versos que me he aprendido de memoria. Hasta dar con la biblioteca, que está en el primer piso, me pateo casi toda la torre y puedo contemplar los arcos altísimos, las maderas pulidas, los vitrales, los artesonados de minuciosa policromía, la reja de malla articulada y corredera, los azulejos componiendo en el amplio vestíbulo la imagen de sant Jordi y, sobre todo, el techo de un salón cubierto mediante un fantástico trencadís de cerámica blanca.

– ¡Ah, por fin llegó mi tarántula murciana! -dice el señor Valentí al verme entrar en la biblioteca-. No te enfades, es broma. Ven, siéntate aquí y espera un momento.

No lleva el traje blanco, sino que va vestido como un personaje noble del medievo, sostiene en la mano un cuaderno escolar abierto y da instrucciones a cuatro muchachas que lucen largos cabellos y largas túnicas. Tres hombres vestidos como él recitan versos en voz alta, cada uno por su lado, paseando de un lado para otro. Hay mucho trajín en la estancia, media docena de señores están poniéndose pelucas y barbas y un coro de muchachas probándose diademas y collares de flores. Dos biombos sirven de vestuarios y hay una larga mesa llena de prendas de vestir, espadas, postizos y utensilios de maquillaje.

Yo no acabo de entender lo que está sucediendo aquí ni para qué se me requiere, pero no tengo miedo. Sólo años después tendría una idea cabal del asunto. En una época en que la lengua y la cultura de Cataluña están siendo fuertemente represaliadas por el franquismo, y el teatro catalán está prohibido, en Villa Valentí, lo mismo que en algunos pisos del Eixample pertenecientes a la burguesía barcelonesa ilustrada, se dan representaciones clandestinas de aficionados. Son veladas poéticas organizadas por cuatro entusiastas patriotas letraheridos, destacados nacionalistas catalanes que también luchan en el campo de las finanzas, la enseñanza, la industria y el comercio, y en las que colaboran la familia y los amigos. Es gente afable y transmite una extraña beatitud

– eso al menos es lo que yo percibo a los diez años-, hay como un ritual de catacumbas elaborado con mucha fe y escasos medios, una forma de mantener el fuego sagrado de la lengua y la identidad nacionales. Tertulias teatrales y poéticas que son en realidad vetllades patriòtiques en las que reina un ambiente de fiesta familiar, floral y victimista. Víctor Valentí, el señor de la casa, ejerce de autor y director de escena, reservándose un pequeño papel en la obra. Se trata de una obra histórica cuya acción transcurre en la comarca de Anoia durante el poder sarraceno en el siglo x, en la frontera cristiano-musulmana poblada por gentes valerosas y avezadas en la lucha contra el moro. Una licencia poética del señor Valentí introducía en la ficción histórica a Sant Jordi matando a la Araña, y ahí era donde entraba yo, el niño-cangrejo.

Cuando termina con sus actores, el señor Valentí me entrega unos calzones negros y una camiseta negra de manga larga y me señala un biombo: «Cámbiate ahí detrás.» Las dos prendas son muy ajustadas y elásticas, y cuando salgo vestido con ellas, flaco y desmañado, parezco realmente una araña. El atuendo se completa con un pañuelo negro tapándome la cara y atado a la nuca, con dos agujeros para los ojos, y guantes negros. Me miro en el espejo y casi me doy miedo. El señor Valentí me ordena sentarme en una mullida butaca.

– ¿Te has aprendido la poesía?

– Sí, señor.

– A ver, recítala.

La recito de corrido con un leve acento charnego que me sale muy bien. El señor Valentí me hace un par de observaciones acerca de cómo pronunciar algunas palabras y sostener algunas pausas, y luego dice:

– No te preocupes por el acento andaluz, deja que se note; es precisamente lo que yo quería. Bien, ahora no te muevas de aquí hasta que yo venga a buscarte. La función va a empezar. Lo que tienes que hacer es muy sencillo: Guillem de Mediona y Sant Jordi, dos personajes de la obra, éstos -y señala a dos de los actores-te llevarán sobre una gran bandeja de plata, durante un banquete, y tú irás sentado y enroscado en esa bandeja igual que un contorsionista, replegado de piernas y brazos y convertido en una especie de araña. Debes retorcerte cuanto más mejor. Eso que tú sabes hacer con tu cuerpo: lo más parecido a una alimaña que puedas. Porque representa que tú eres la Araña que Sant Jordi ha de matar, ¿comprendes?

– Sí, señor.

– Quiero que hagas lo mismo que hacías ayer tarde en tu carrito de cojinetes.

– Sí, señor.

– Ellos dejarán la bandeja sobre la mesa y entonces quiero que camines de lado igual que un cangrejo, con la cabeza entre las piernas. Y acto seguido, cuando oigas parar la música, te despliegas, te levantas en medio de la mesa y, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas separadas, desafiante, recitas la pequeña poesía que te sabes de memoria. Yo estaré cerca de ti y te haré una seña. Y eso es todo. ¿Sabrás hacerlo? ¿Te acordarás?

– Sí, señor.

– Si todo sale bien, te haré un buen regalo.

Estoy en la biblioteca, clavado en la butaca de altísimo respaldo, durante casi dos horas. A mi alrededor hay mucho ajetreo. Tengo hambre, mis tripas vuelven a quejarse. En la gran galería ha empezado la función y de vez en cuando entran y salen corriendo los actores y se oyen aplausos y la voz del señor Valentí dando órdenes. Para entretenerme improviso algunas posturas cobijado en la butaca y, en una de ellas, me duermo. Me despierta un suave cachete del señor Valentí y su voz: «Despierta, nano, vas a salir.» A mi lado hay una mesita con libros, tallas policromadas y una pecera pequeña con un pez dorado que da vueltas compulsivamente. En el agua del recipiente centellea un rayo de sol y el pez de oro parece debatirse en un incendio. Con la cara pegada al cristal de la pecera, estoy mirando las evoluciones neuróticas del pez en el agua hasta que viene a buscarme una de las actrices y me lleva al escenario junto al señor Valentí.

– ¿Preparado? -dice el director.

– Sí, señor.

– Ten presente esto: no me importa que se te note el acento; al contrario, cuanto más acento charnego, mejor.

– Zí, zeñó.

Parapetado detrás de la cortina-telón, espío al público. Los niños están sentados en el suelo, delante de la primera fila. Hay un silencio reverencial, el sol rojo del atardecer enciende los vitrales de la galería y los diálogos de la obra declamados enfáticamente en catalán suenan como sentencias, parecen provenir de otro tiempo, otros afanes y otro país. El decorado representa una sala austera con una larga mesa en la que celebran un banquete doce caballeros cristianos, y en el techo fulge una gran lámpara de cobre con multitud de bombillas simulando llamas de velas. La función llega a su final, y sobre el jardín, al otro lado de los vitrales, se cierne el anochecer. De pronto, sin darme tiempo a salir a escena, hay un apagón y la función se interrumpe por falta de luz. Traen velas y se recitan poesías catalanas para entretener la espera. Muere el día lentamente y, a la luz fantasmal de las velas, resulta todo muy emocionante; las poesías son hermosas y tristes y hay lágrimas en los ojos de los mayores, y los niños están callados y respetuosos. Después se sirven unas pastas y vino dulce, y refrescos para la chiquillería -a mí me dan una gaseosa-, y cuando vuelve la luz se reanuda la función en medio de grandes aplausos.


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