Mi actuación como araña maligna y andaluza es muy breve y asombra al público. Transportado en volandas sobre la gran bandeja de plata, imagino mi aspecto: una alimaña negra con el culo sobre la cabeza y moviendo cuatro extremidades como patas de crustáceo. Soy depositado junto con la bandeja en el centro de la mesa y los ilustres comensales, caballeros feudales pertenecientes a los más claros linajes de la nobleza de Cataluña, entre los que se halla el de Valentí, ancestros del anfitrión, se levantan de sus asientos comentando con admiración y recelo la arrogancia de la bestia cautiva, capaz de caminar de lado por entre los platos y los candelabros. Entonces, obedeciendo a una señal del señor Valentí, despliego brazos y piernas deshaciendo el monstruoso enredo y me incorporo lentamente sobre la mesa, me cruzo de brazos y, con voz clara y fuerte y un suave acento del sur que sé controlar muy bien, recito los versos de Sagarra que han de estremecer al auditorio, y que todavía hoy recuerdo de memoria:

Sant Jordi duu una rosa mig desclosa

pintada de vermell i de neguit.

Catalunya és el nom d'aquesta rosa

i Sant Jordi la porta sobre el pit.

La rosa li ha donat gaudis i penes

i ell se l'estima fins qui sap a on;

i amb ella té mes sang a dins les venes

per poder vèncer tots els dracs del món.

La cortina-telón se cierra bruscamente ante mí y una salva de aplausos acoge el final de la obra. En calidad de autor y director, el señor Valentí sale a saludar con los intérpretes, y en seguida público y artistas se funden en un emocionado intercambio de parabienes. Yo estoy confundido; las niñas me miran con curiosidad y recibo las felicitaciones de algunas señoras conmovidas y afables, pero no tardan en dejarme de lado. Me cambio de ropa. Vuelven a servir vino dulce y pastas en el jardín, y consigo hacerme con algunas galletas. El señor Valentí cuenta a sus amistades cómo descubrió al niño-araña en la calle, montado en un veloz patín de cojinetes a bolas e interpretando a la Araña-Que -Fuma como un consumado contorsionista.

Poco después, cuando el señor Valentí se dispone a pagarme lo convenido, le expreso mi deseo de cambiar el duro por otra cosa.

– ¿Qué otra cosa?

– Me gusta mucho el pez que he visto arriba.

– Pero ¿sabrás cuidarlo? Hay que darle de comer…

– Me gusta mucho.

Sorprendido, el señor Valentí medita unos segundos. Sonríe y me mira con afecto.

– Está bien. Llévate la pecera.

– Gracias, señor.

Salgo corriendo en busca de mi regalo. Luego, antes de irme, me siento al borde del estanque, delante de la fachada de la villa. Con la pecera sobre mis rodillas, estoy un buen rato contemplando el pez dorado. Los chiquillos juegan en el jardín y las parejas de jóvenes conversan paseando muy formales. Sobre las aguas sombrías del estanque planean raudos murciélagos. Me miro en esas aguas sin verme, una y otra vez.

El atardecer se ha detenido y parece que la noche no va a llegar nunca. De pronto se encienden todas las luces de la villa como si fuese un castillo de fuegos artificiales, y hasta mí llegan canciones tristes, apenas susurradas, desde la pérgola y la rosaleda al otro lado del estanque donde pasean los mayores y corretean los niños, voces melancólicas que hablan de una dulce patria perdida y añorada, de rosas encendidas y de amores muertos, y yo me abrazo a mi pecera apretándola contra el pecho como si fuera mi propia vida, mi felicidad futura, la promesa de un destino radiante. Algo me dice, oyendo ese rumor poético, clandestino y armonioso, que no estoy solo y que nada malo ha de pasarme en esta vida…

Rodeando el estanque, se me acerca un chico bien vestido. Tiene mi misma edad, lleva calcetines amarillos y hunde las manos en los bolsillos del pantalón con un gesto elegante y desdeñoso. Se para ante mí y dice, mirando la pecera:

– ¿Este pez es tuyo?

– Sí.

– Lo has robado del estanque.

– Me lo ha regalado el dueño de la casa. Es el pez de oro.

– No hay ningún pez de oro, bobo.

Su aire de suficiencia me cabrea. Observo su nariz respingona e impertinente, sus labios bien dibujados, y escupo entre sus pies:

– Lárgate, chaval.

– Es japonés -me dice-. Y tú no sabes una cosa.

– Qué.

– Estos peces se dejan coger con la mano.

– Ningún pez se deja coger con la mano.

– Que sí. Te lo voy a demostrar. Mira.

Sigo apretando con ambas manos la pecera contra mi pecho. El niño sabiondo introduce la mano en la pecera, agarra el pez sin dificultad y lo saca del agua, abriendo la palma para mostrármelo. Entonces, repentinamente, mientras suelta coletazos, el pez da un brinco y, trazando por encima de nuestras cabezas un arco muy amplio, festivo y luminoso, se sumerge en el estanque de aguas muertas y desaparece. En menos de un santiamén, no deja tras de sí ni rastro. Aparto de un manotazo al niño pijo, me arrodillo al borde del estanque y escruto las aguas turbias por si veo deslizarse o asomar el pez. Nada. Remuevo el agua con la mano, en un desesperado intento de acariciar su estela misteriosa. Es inútil, no volveré a verlo jamás, y alzo la cabeza, que me estalla de rabia, y lanzo al aire un grito desgarrador y desesperado, el grito de guerra de Faneca que todos los de la pandilla habíamos adoptado como contraseña:

– Hi ha cap peeeeeell de coniiiiiill…!

Al oír ese grito, el imprudente chaval huye despavorido. Paralizado por la rabia, lleno de desconsuelo, permanezco allí imaginando al pez de oro que nada en el fondo sombrío del estanque, entre líquenes putrefactos y algas cimbreantes. En esas aguas verdosas y pútridas, pienso con tristeza, el pez está condenado a morir…

Y así me veo todavía, a pesar del tiempo transcurrido, a mí y al pez: yo inclinado sobre el estanque como si fuera a beber en él, y el pez removiendo el limo del fondo, deslizándose en silencio sobre un musgo imperecedero y perdiéndose en la sombra, para siempre.

4

El día de su cita con Norma, viernes, Marés trabajó en la plaza del Pi de diez de la mañana a dos de la tarde. A las doce hizo una pausa y acudió al mercado de la Boquería. Compró una lechuga y dos filetes de ternera, y luego fue otra vez a la posticería de la calle Hospital y adquirió cejas y pestañas postizas. Cuando volvía a la plaza del Pi, hallándose en la calle Cardenal Casanyes, sintió el impulso inexplicable de hacer algo que luego no iba a recordar con precisión: entró en un bar y compró un paquete de cigarrillos Ducados Internacional.

Más tarde vio a Cuxot y a Serafín y tomaron juntos unos vinos, pero no quiso comer con ellos y se fue a casa. Allí comió ensalada y un filete a la plancha y descorchó una botella de Rioja. Después se encerró en el dormitorio con la botella y durmió una siesta de veinte minutos. Le habría gustado dormir más, pero los nervios se lo impidieron. Al despertar vio los cigarrillos Ducados sobre la mesita de noche y no supo cómo había llegado el paquete hasta allí ni para qué, puesto que él no fumaba.

– Bueno, manos a la obra -se dijo, y arrimó una pequeña mesa escritorio a la ventana y sobre la mesa colocó un viejo espejo rectangular cegado por salpicaduras de herrumbre y dos nubes alargadas. Lo apoyó en una pila de libros y dispuso ante él los postizos, los afeites y los pegamentos.

Se sentó a la mesa y durante un buen rato estudió su cara reflejada en el espejo, una cara pálida y contrita, castigada por los años, la memoria amarga de un amor fracasado y el fogonazo intolerante de un cóctel Molotov-Tío Pepe. Cuántas cosas borradas en esta cara. Se miraba en el espejo fríamente, contemplando sin pena ni dolor el tipo ansioso y anodino en que se había convertido. Se llevó las manos a la cabeza, sin ánimo para nada. Su cabello blanquecino y escaso parecía muerto, de hecho no parecía cabello, sino más bien resecos mechones de alfombra. El fuego había desfigurado la expresión tensando la piel, moldeando el cráneo con súbita firmeza. Sospechó, lo mismo que el poeta, que detrás del rostro que le miraba no había nadie.


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