– Perdone que le haya hecho esperar…

– No z'apure uzté por mí. Encantao de zaludarla -dijo el charnego con la voz impostada, una voz de oruga mecánica que ni él mismo se acababa de creer-. ¿Me permite expresarle mi agradecimiento por su confianza y su interés, y decirle de paso que e uzté más bonita de lo que m'habían dicho?…

Ella le miró sorprendida, sonriendo, y se dieron la mano.

– Es usted muy amable. La verdad es que tengo el tiempo justo… Siéntese, haga el favor. -Sentándose frente a él, suspiró con aire de fatiga-. Me temo que le he hecho venir para nada. No he tenido tiempo de buscar ese álbum de… de…

– Fu-Manchú. Er chino traisionero de los tambores.

– Llevo una semana que no sé ni dónde estoy, lo siento. Tía Elvira ha encontrado unos libros que pertenecieron a Joan, pero ni rastro del álbum.

Mientras ella se excusaba, Marés se echó un poco hacia atrás en la butaca buscando para su cabeza la zona de sombras, y se ofreció de medio perfil a la mirada cristalina e inquisitiva, pero afable. Observó que, en efecto, Norma le miraba con curiosidad, pero sin recelar nada: sonreía ligeramente por un lado de la boca, como si la situación la divirtiera íntimamente, como si el aspecto refinado y chulesco y las maneras resabiadas y estatuarias de este murciano de cabellos ensortijados y ojos verdes, uno de ellos tapado por el parche negro, le resultaran cuando menos interesantes. Prometió buscar el álbum, puesto que tanta ilusión le hacía a Joan.

– Ya le dije que si está todavía en casa, lo encontraré. Pero tendrá usted que volver otro día.

– Lo que uzté diga, zeñora. Ningún problema.

Norma se acomodó en el sofá y guardó silencio unos segundos observando al envarado y elegante charnego. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas con un gesto que era un reflejo inconsciente de su curiosidad, y con leves crujidos de seda que estremecieron a Marés. Gingiol

– ¿Cómo dijo usted que se llama? ¿Fanega…?

– Faneca. Juan Faneca.

– ¿Y dice que es un buen amigo de mi marido?

– Mucho. De toa la vía.

Norma suspiró.

– Hábleme de él. ¿Qué le pasa?

– Le pasa que es un hombre que s'ha hecho a sí mismo -dijo él con parsimonia, girando la cabeza para ofrecer el perfil duro y aguileño con el parche en el ojo-. Y esa clase de hombres son muy misteriosos, zeñora.

– Pero ¿por qué le han ido tan mal las cosas?

– Se abandonó a su suerte, y la suerte no quiso tratos con él.

– ¿Y no desea salir de esta situación? ¿Qué piensa hacer?…

– Piensa mucho en uzté. To er día. Una cosa mala, oiga. Estás perdío, Marés, le digo yo, este amor loco te va a matar. Pero él ni caso. Desesperao me tiene, zeñora Norma. ¿Y por qué esa locura tan grande?, me pregunto yo. ¿Hay en er mundo alguna mujé que merezca tanto amor? Amor loco, el peor, el más infernal, retorció y puñetero de los amores. Y si lo pensamos bien, ¿qué es el amor loco? Miruzté, menda no sabría definirlo, la verdad… Lo han definió poetas, grandes pensadores, catedráticos incluso, pero nadie ha dicho aún la última palabra. El amor loco e una cosa muy seria, zeñora.

Hablaba ayudándose con una gestualidad barroca y fantasiosa, y Norma lo miraba hipnotizada.

– Me han dicho que anda por ahí como un mendigo -dijo Norma-. ¿Es verdad que toca el violín en las escaleras del metro?

– El acordeón.

– Nunca me dijo que supiera tocar el acordeón…

– Tampoco nunca le diría que es medio contorsionista y ventrílocuo. Son habilidades de las que siempre se avergonzó un poco, pobre infeliz.

– ¿Y dónde aprendió a tocar el acordeón?

– Aprendió siendo un chaval. Le enseñó el Mago Fu-Ching, el ilusionista. Este Mago hacía unos juegos de manos extraordinarios, fabulozos… No fue un buen padre para Marés, pero el chico le quería mucho. No con la cabeza, ¿m'en-tiende?, lo quería con el corazón. Y el corazón es el que manda, zeñora.

Norma sonreía discretamente.

– Es usted muy gracioso.

– ¿Uzté cree? -entornó el charnego el ojo esmeralda, mirándola de perfil.

– ¿También toca usted algún instrumento en la calle, como él?

– No, zeñora. Yo estuve trabajando en Alemania muchos años. Yo m'he labrao un porvenir. Represento una marca muy prestigiosa de persianas venecianas… Pero Marés y yo semos amigos desde niños. Nos criamos juntos en el mismo barrio.

– Ya sé, en lo alto de la calle Verdi.

– Mismamente. Un barrio mu bonito. ¿Lo conoce?

– Joan no solía hablarme de su infancia. Ni siquiera de su familia.

– Ya no tiene familia. Está solo como un perro.

– ¡Ay, no diga eso!

– E la verdá, zeñora. Me da una pena mu grande verle así.

– Tiene amigos, supongo.

– Una pareja de vagabundos. Gente derrotada, como él.

Las gafas habían resbalado un poco sobre la nariz de Norma y ella las empujó hacia la frente con el dedo corazón, mediante un gesto frío y aséptico, como si la gente derrotada no tuviera nada que ver con ella.

– Pero… habrá alguna mujer en su vida -dijo en un tono neutro-. Una mujer que se ocupe de él.

– En su perra vida sólo hay una mujé. Uzté.

Norma se rascó una rodilla y suspiró.

– Pues, vaya… Cuánto lo siento. Y tendrá problemas económicos, supongo.

– Dinero no le falta, no, zeñora. Se gana la vida honradamente y bien; por ese lao no se queja. Pero qué vida más arrastrá y desgraciá. ¿Quiere saber cómo transcurre su jorná de trabajo, qué hace desde que se levanta por la mañana hasta que s'acuesta por la noche? Va uzté a llorar, zeñora…

Mientras hablaba, Marés se levantó y, lento y envarado, los codos muy separados de los costados y la barbilla enhiesta, empezó a moverse por la salita cojeando levemente y como si vistiera galas renacentistas. Giraba sobre los talones como una peonza, la mano en la cintura, el perfil levemente desdeñoso sobre el fondo austero de oscuros cortinajes y altos ventanales. Con manos tan parsimoniosas que le parecían de otra persona, encendió un cigarrillo y se interrumpió:

– Uzté perdone… ¿Le desagrada que le hable de Joan Marés? ¿Tiene uzté miedo de avivar el fuego de antiguos sentimientos, zeñora, miedo de los recuerdos felices, del gran amor que sintió por él en el pasado y que hoy ya sólo es ceniza que lleva er viento…?

Norma Valentí parpadeó, fascinada.

– No -dijo tranquilamente-. Joan no es ni siquiera un recuerdo. No es nada.

– ¡No diga uzté eso, por el amor de Dios! ¡No tiene uzté corazón!

– Es la verdad.

Marés notó que estaba siendo estudiado y, mientras hablaba, paseó la mirada en torno procurando evitar la de ella.

– Tiene uzté una casa que parece mismamente un palacio… Fabulozo. Joan me habló de sus tías muy viejecitas. ¿Viven todavía?

– Una de ellas murió. Tía Marta.

– L'acompaño en er sentimiento. Se lo diré a Joan.

– Era su preferida.

– Y ahora que m'acuerdo… M'ha dicho Joan que le pregunte cuándo quiere uzté divorciarse. Ahora la gente ya puede divorciarse en este país.

– Sí, habrá que arreglar eso -suspiró Norma-. Pero por mí no hay prisa, no tengo intención de volver a casarme.

Seguía mirándole con un aire entre reflexivo y divertido. Era una mirada inteligente que, en otras circunstancias, podía halagar a cualquier hombre. Pero ahora Marés recelaba. Dentro de un instante me va a desenmascarar, se dijo. Gritará. Se pondrá histérica. Me insultará, me cubrirá de improperios, me despreciará. Sus ojos medio cegatos, amodorrados tras los cristales como culos de vaso, pueden tardar en identificarme, pero su sensible nariz montserratina es capaz de olfatear la impostura y el serrín del falso charnego a varios kilómetros de distancia.

Sin embargo, cuanto más acentuaba él su envarada gestualidad y sus maneras acharnegadas, más confiada y a gusto parecía ella. Más enigmática, también, más calculadora: mirándole como si empezara a considerar ciertas posibilidades. Finalmente Marés se tranquilizó del todo y pudo exhibir aún más al personaje, mimándolo y perfeccionándolo, permitiéndose incluso alguna coquetería, como ajustarse el parche del ojo con una sonrisa ladeada o pasarse la mano por los cabellos mientras miraba las piernas de Norma. Creía conocer a Norma lo suficiente como para saber cuándo una persona le gustaba, y Faneca le gustaba, o cuanto menos de momento le interesaba.


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