– Por teléfono me habló usted de una sorpresa -dijo Norma-. De algo que pertenece a Joan…
– Digo. Unos cuadernos escolares donde él fue escribiendo sus recuerdos. Pensé que le gustaría a uzté conservarlos.
– ¿Es que Joan se los ha dado para mí?
– ¡Qué va! Él los quería quemar, el malaje, y yo me los quedé.
– ¿Ha traído esos cuadernos?
– No. ¿Le interesan?
– Me muero de curiosidad -sonrió Norma-. ¿Cuenta cosas íntimas?
– Bueno, algunas… Recuerda cómo uzté le abandonó. Pero sobre todo cuenta cosas de cuando éramos chavales, de nuestras correrías por el barrio, de mí. También de esta torre, de cuando uzté aún no había nacío.
– Me gustaría leerlo. Mucho.
– Se lo traeré. ¿O prefiere uzté que nos veamos en otro sitio? -se atrevió a decir.
Durante un breve instante, ella pareció considerar la posibilidad. Parpadeó tras los círculos concéntricos que agobiaban los cristales de sus gafas, admiró secretamente la orgullosa cabeza rizada del murciano y su mirada de serpiente, pero mantuvo su actitud hierática y dijo:
– Tendrá usted que volver.
Se levantó sonriendo, y él comprendió que era el momento de irse. Se sentía decepcionado. No había tenido tiempo de nada, apenas de exhibirse. Se despidió gentilmente y Norma lo acompañó por el vestíbulo.
– ¿Por qué no me da su teléfono, señor Faneca? Por si encuentro el álbum…
Marés sintió que se abría un abismo a sus pies. Ciertamente, había que suponer que vivía en alguna parte. Pero ¿dónde?
– La verdad es que no me sé el teléfono de memoria. -Decidió rápidamente-: M'alojo en una fonda, ¿zabusté? Dispongo de unos ahorrillos y pienso quedarme algún tiempo en Barcelona, esa gran ciudad del seny catalán y las mujeres inteligentes y emprendedoras y libres…
– Vive usted solo.
– Digo. Más zolo que la una. Pa servirla. Vale más vivir zolo que mal acompañao.
– Déme su dirección, haga el favor. Si aparece el álbum de Joan se lo envío con un mensajero. -Sonrió abiertamente y se mordió el labio inferior con los dientes-. O mejor, se lo doy cuando me traiga usted esos cuadernos…
Cuando ella terminó de hablar, saliendo al porche, el emboscado Marés ya había decidido dónde vivía y lo que iba a hacer. Pensó rápidamente: podía haberle dicho que provisionalmente me alojo en Walden 7, en su apartamento, pero estando allí Marés ella nunca iría… Debía atraerla a otro sitio. Tenía, pues, que vivir realmente en algún sitio, disponer de otra dirección, por si Norma quería encontrarse con él fuera de aquí. Así que, plantado ante ella de medio perfil, con la espalda muy recta y una mano en el bolsillo, habló despacio con la voz suavemente enronquecida, acariciadora:
– M'alojo en la pensión Ynes. Está en el barrio más cerca del cielo que uzté haya visto jamás, en la misma calle donde Joan y yo nos criamos. Verdi trescientos doce. E una pensión modesta del año de maricastaña que lleva una gente mu buena y mu simpática. Estoy allí desde que regresé de Alemania, ¿zabusté?, porque en Barcelona ya no tengo familia… La llamaré para darle el teléfono de la pensión y para invitarla a una copa. Si se digna uzté venir será bien recibida, la llevaré a una tabernita que conozco mu resalá…
– Hombre, gracias. -Norma le tendió la mano sonriendo-. Me lo pensaré. Buenas noches, Faneca.
– Hasta muy pronto, zeñora.
6
Al cruzar la verja, Marés se enfrentó al ruidoso tránsito de la avenida y sintió un amago de vértigo. Durante un brevísimo instante sufrió la sensación de no ser nadie y de hallarse en tierra de nadie. Volvió la vista atrás para mirar el parque anochecido, amodorrado bajo una tenue neblina. Las luces de la torre brillaban serenas y remotas entre los árboles, como en la otra orilla de la vida. Apoyó la mano en el dragón alado de la verja de hierro y dejó escapar un profundo suspiro. Su actuación ante Norma no le había divertido en absoluto, y se preguntaba la razón. No porque ella no le hubiese mirado con buenos ojos: la ardiente sociolingüista caería en los brazos expertos del murciano, maldita sea, era solamente cuestión de tiempo. Pero ¿acaso lo que se proponía no era, en el fondo, ponerse cuernos a sí mismo? La idea le hizo extraviarse un poco más en aquella tierra de nadie y luego sonrió. Y por qué no, se dijo: Si otros me los han puesto durante años, también puedo hacerlo yo, es decir, ese fantasmón llamado Faneca.
Su mano buscó en su espalda la lengua retorcida en la boca del dragón y se apoyó en ella, y entonces volvió a sentir la cabeza embotada y el alma amarga como si sufriera la resaca de un mal sueño. Recordó de pronto la mandarina podrida que un lejano día estuvo ensartada aquí, en la lengua del dragón, y volvió a su boca el agrio sabor. Sin embargo, a pesar del hambre que pasó de niño, no recordaba que él se hubiera comido aquella mandarina. Se la comió Faneca, que aún tenía más hambre que yo, se dijo. Una mariposa nocturna de alas blancas revoloteó en torno a él y chocó repetidas veces contra la cabeza del dragón arrapado a la verja de hierro.
No fue directamente a casa. Deambuló por los alrededores de la plaza Sanllehy cojeando levemente y luego enfiló la Travessera de Dalt buscando su imagen reflejada en los escaparates. La más turbadora y convincente la vio en el cristal de la tienda destartalada y sucia de un fotógrafo. Foto-carnet en el acto, leyó, y no se lo pensó dos veces. Entró y poco después, en un ámbito fantasmal lleno de polvo y de anticuadas escenografías florales, con cielos ilusorios y perspectivas de jardines intransitables, se sentó bajo dos focos cruzados mirando la nada y se hizo fotos que no necesitaba para nada. Mantuvo la boca un poco abierta dejando escapar el desasosiego que le aturdía, y en el momento del flash su respiración se hizo áspera y ronca, como de otra persona y con afanes urgentes: «Tienes que alquilar una habitación en la pensión Ynes ahora mismo -se dijo-, porque ¿y si Norma busca el teléfono en el listín y te llama a la pensión…?»
– Fabulozo -dijo admirando las cuatro copias que le entregó el fotógrafo-. ¿Uzté cree que a un hombre con esa jeta y con esa autoridad en la mirada lo habría abandonado su mujé?
El fotógrafo, un anciano torvo y decrépito que parecía una vieja arpía disfrazada de fotógrafo, se limitó a sonreír con una mueca artificiosa y a cobrarle cuatrocientas pesetas.
Cuando Marés salió a la calle ya había decidido lo que tenía que hacer. Ante la perspectiva de quitarse la máscara y volver a ser el astroso músico callejero torturado a todas horas por el recuerdo de Norma y por la nostalgia del paraíso perdido, se sentía avergonzado. Y haciendo acopio de toda su propia estima, o de aquello que consideraba su propia estima -comportarse como lo haría Faneca, no como lo haría Marés-, se tomó tranquilamente dos copitas de amontillado en un bar de la Travessera de Dalt y luego remontó a pie la calle mayor de su niñez, la arteria principal de su vida.