Luciendo su cochambre singular y artificiosa -vestía harapos de pordiosero escrupulosamente limpios y escogidos: pantalón raído de franela gris, jersey deshilachado, americana zurcida, bufanda desgarrada y viejos zapatones sin cordones: un músico ambulante aparentemente desastrado y piojoso-, Marés estaba arrodillado sobre una hoja de periódico en la esquina de la plaza Sant Jaume con la calle Ferran, junto al escaparate de una perfumería repleto de frascos de colonia, dentífricos y pastillas de jabón. Ahora escudaba sus ojos tras unas gafas oscuras y regalaba los oídos de los viandantes con una esmerada versión de Suspiros de España trufada de acordes y florituras de dudoso gusto. Entre sus piernas brillaban seis monedas de cincuenta y cuatro de cien. Pasaron ante él cinco jóvenes melenudos portando estuches de violines y guitarras. De vez en cuando abandonaba la plaza un coche oficial en medio de un gran revuelo de municipales.

Iban a dar las dos de la tarde. De la Generalitat salían algunos funcionarios para ir a comer. Hoy no encuentro a mi público, se dijo Marés. Vio salir del ayuntamiento a una funcionaría impetuosa y parlanchína que parecía un hombre disfrazado de mujer de la limpieza. Marés se impacientó. De un momento a otro, Norma Valentí pasaría ante él camino del cercano restaurante L'Agout d'Avignon en compañía de Valls Verdú, después de recogerle en su despacho de la Conselleria. Se preguntó cuánto tiempo le duraría a Norma esta aventura marrana y monolingüe, cuántos jueves más tendría él que venir aquí a instalarse en esta esquina sólo para ver pasar al objeto de su pasión y recibir, ocasionalmente, alguna moneda. ¿Cuántas pesetas le habría arrojado Norma en total? Un precio ridículo para una pasión sin esperanza. Todas esas monedas, después de contarlas, las guardaba en casa, en una pecera de cristal.

De pronto vio a la pareja salir de la Generalitat y venir hacia él dispuesta a enfilar la calle Ferran. Y pensando una vez más en los gustos de ella, que siempre veneró la música del mestre, interrumpió el pasodoble y se arrancó con el Cant dels ocells, al tiempo que le daba la vuelta al cartón colgado en su pecho proclamándose nuevamente hijo natural de Pau Casals en busca de una oportunidad. Al pasar ante él, Norma Valentí hurgó en su bolso, sin detenerse. Llevaba una falda gris plisada, jersey negro y la gabardina blanca doblada al brazo. Su acompañante sonrió burlonamente al leer el cartel, tarareó entre dientes la consagrada melodía y arrojó un puñado de calderilla sobre la hoja de periódico. «I menys conya, tu!», dijo al pasar. Norma se disponía también a arrojarle una moneda y el sociolingüista intentó evitarlo, pero no llegó a tiempo, la moneda ya volaba en el aire y el acordeonista abrió la boca y la pilló con los dientes. Veinte duros que sabían a gloria, la gloria de sus manos… Lo mismo que otras veces, ella apenas le dedicó una mirada y se alejó sin reconocerle, sin sospechar que ese pobre artista callejero parapetado tras una costra de miseria, hundido en el fango de la vida, en el gueto del olvido, era su ex marido.

Norma y su acompañante se adentraron por la calle Ferran y Marés se levantó de un brinco, recogió sus monedas y fue tras ellos cargando el acordeón a la espalda. Poco después, parándose en el bordillo de la acera, el activista cultural enlazó a Norma por el talle y, sonriendo, deslizó unas palabras en su oído. Marés también se paró, dolido, y recordó la voz lenta y lubricada de Valls Verdú, su dicción ortodoxa y nasal y su alta y campanuda condición de centinela lingüístico en prensa y radio, en el doblaje de películas y en los programas de TV3, la televisión autonómica. Llepaculs i filiprim, lo insultó Marés en voz baja. Torracollons.

Ahora los arrumacos de su amante la importunaban, y Norma se liberó de su abrazo. El la besó rápidamente en la mejilla, paró un taxi, montó y se fue en dirección a las Ramblas, mientras Norma seguía camino de L'Agout. Así pues, hoy no almuerzan juntos, se dijo Marés, y dando un corto rodeo esperó a su ex mujer en la entrada del callejón del restaurante, cobijado en las sombras de un portal. Y allí, sonriendo por un lado de la boca, el cuerpo retorcido, de poseso, le susurró al pasar, con la voz ensalivada y abyecta y el acento charnego, imposible de reconocer, un rosario de obscenidades de calculado efecto. Coño loco, niña pijo, mala puta; y deseos inconfesables, confusos recuerdos, elogios a su culo respingón, a su ardiente clítoris, a sus soñolientos orgasmos de miope. Repentinamente intercaló una misteriosa y gutural parrafada en catalán:

– Cigrony, capdecony, recony i codony.

Norma se paró y volvió la cabeza por encima del hombro simulando mirarse las pantorrillas, las medias color humo. Esa voz la estremecía; sólo podía estar dedicada a ella, nadie más pasaba por el callejón en este momento. Sintió una punzada ardiente en las entrañas, quiso echar a correr, pero la voz ronca y el lenguaje depravado le habían paralizado las piernas. Agazapado en la sombra, la sonrisa empapada de melancólica inteligencia, Marés le levantó la falda con el pensamiento: esa pequeña cicatriz en la cara interna del muslo izquierdo, esa marca indeleble de la brasa de un cigarrillo, aquella noche en Walden 7 que él enloqueció de celos y ella amenazó con abandonarle… Ahora sus manos de pedigüeño acordeonista acarician nuevamente los quemantes alrededores de la cicatriz, pero no puede precisar la seda y el placer. Su mente torturada cree percibir de nuevo el suave fulgor de la desnudez de Norma, un halo luminoso que desprende su cuerpo cuando pasa por su memoria con cierta parsimonia gestual, como al ralentí: dirigiéndose desnuda hacia la ventana restallante de sol sobre el jardín de Villa Valentí, ella se vuelve y le mira furiosamente por encima del hombro. ¡Qué lejos quedaba esa imagen quemante!

Siguió desgranando la cantinela soez y ella siguió escuchándola, parada, examinando las costuras de sus medias. Luego, agitando levemente su hermoso pelo castaño, Norma reanudó su camino hacia la puerta del restaurante. Había sacado del bolso un espejito de mano y se miraba la boca pintada, sonriendo. Marés percibió su hálito empañando el espejo, y el fugaz y húmedo destello sobre el grueso labio inferior, siempre un poco ansioso y derramado de carmín. Y vio también, por un brevísimo instante, a través de las lágrimas, la punta rosada y diabólica de su lengua.

6

El universo es un jodido caos en expansión que no tiene sentido, pensó Marés esta noche, subiendo por las Ramblas en busca del autobús que había de devolverle a casa. Caminaba cabizbajo y vio en el suelo una piel de plátano y en vez de esquivarla tentó la suerte y la pisó, resbaló y se cayó de culo. Después de lo cual, para celebrarlo -no todo lo que me ocurre carece de sentido-, entró en el bar Boadas y pidió un cóctel de champán y luego otro.

Poco después seguía Ramblas arriba con la memoria sumergida en el estanque de aguas verdes de Villa Valentí. Eran las diez y diez y pensaba coger el último autobús en la plaza Universitat. Los anuncios luminosos parpadeaban suspendidos en la bruma de la noche. Como una sombra sin rostro, volátil, un joven camello se le acercó por la espalda, compañero, ¿quieres un poco de felicidad? Algunos pedigüeños le salieron al paso, hermano, ¿me pagas un bocadillo? Detrás de un quiosco, una muchacha aterida de frío sobre altos tacones le llamó guapo, ¿no te gustaría metérmela hasta el alma?

Sí, hasta tocarle el alma se la metería a Norma, dondequiera que ahora estuviese. Un poco de ternura antes de rendirme a las pesadillas, eso me vendría bien. Enfiló calle Pelai y en la plaza Universitat cogió el último autobús. Vivía en un pequeño apartamento del edificio Walden 7, en Sant Just Desvern. El viaje era largo y, con la cabeza apoyada en el cristal, al borde de la noche y de la náusea, le sobraba tiempo para lamentarse de su suerte, para amodorrarse en la miseria y en la falacia de su vida.


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