– Dime.
Entonces él se echó a su lado, sin tocarle más que para tomar su mano izquierda y sujetarla entre las dos suyas sobre el pecho. Aquella noche, al lavarse, a instancias de un inexplicable impulso, Edith se había quitado la alianza y ahora, al acariciarle él la mano, lo notó.
– No tenías que haberte quitado la alianza, amor mío -dijo llevándose la mano a los labios.
– No sé por qué lo he hecho -repuso un tanto confusa.
– Instinto.
– ¿De culpabilidad?
– De honor, pero totalmente innecesario. El amor jamás es culpable. Llega a nosotros, para ser bien venido de cualquier fuente, en cualquier momento. Un amor no desplaza otro. Cada amor es riqueza que se acumula.
– Pero ¿podía yo haber aceptado tu amor, como lo hago, si…? -se detuvo y él convirtió la pregunta en respuesta.
– ¿Si Eloísa, mi esposa, y Arnold, tu marido, hubieran vivido? Yo lo hubiera expresado de forma diferente, tú lo habrías aceptado de otra manera. No nos hallaríamos tumbados ahora bajo la luna. No hubiera sido necesario como lo es ahora, al menos para mí, y creo que para ti, o si no, no me habrías aceptado. Pero tal y como son las circunstancias, yo, porque siento próxima la muerte, tú, porque la muerte llamó a tu casa, sentimos necesidad de un contacto corporal antes de que llegue la separación final, como llegará, cariño. Por eso, deja que te diga lo que quiero decir.
– Dime…
El hombre suspiró hondamente, cerró los ojos y empezó, con la mano de ella siempre asida entre las suyas, sobre su propio pecho.
– Quiero decirte cómo te amo. Quiero decírtelo ahora, mientras estoy bien vivo, mientras mi cerebro retiene su claridad, mientras me late el corazón y tengo palabras en la lengua. Te amo. Siempre te he amado. Te amaba antes de conocerte, antes de que nos encontráramos. Te amaba porque sabía la clase de mujer a la que siempre amaría, a la que siempre tendría que amar, y cuando te vi, supe que eras aquélla. Por supuesto que amo tu cuerpo porque es tuyo y porque me agrada. Pero amo tu cuerpo porque tu espíritu mora en él, porque tu cerebro incomparable habita en tu bella cabeza, porque tu alma está acogida en tu corazón. No puedo imaginar tu cuerpo separado de tu esencia. Pero tampoco puedo imaginar lo que hay de esencial en ti en otra morada. Eres completa en todo tu ser. Lo amo todo de ti: tu cabello largo suelto, tus manos y tus pies, tus pechos adorables, tu cintura, tus muslos, la forma en que caminas y el porte de tu cabeza. Amo tu voz, la mirada de tus ojos… ¿tienes idea de cómo habla tu alma a través de tus ojos? ¡No, no contestes! Tengo más que decirte. Si no me hubieras permitido amarte (¿te has fijado en que nunca te he pedido que me amaras?) hubiera sentido temor de descender solitario a la tumba. Pero así mi amor por ti me sustenta. Nada temo. Voy a lo desconocido con paso firme, pues en mi corazón oigo el amor por ti. El amor es la antorcha que ilumina mi camino. «Oh, Muerte, ¿dónde está tu aguijón? Oh, Fosa, ¿dónde está tu victoria?.
Su voz resonaba en la noche. Se llevó la mano de ella a los labios y la mantuvo allí.
Pero Edith la retiró con suavidad, se incorporó a su vez y le tomó la cabeza entre sus palmas para besarle los labios.
– Me siento honrada. Mientras viva, me siento honrada. Jamás lo olvidaré… ¡jamás, jamás!
… Se hallaba de nuevo en casa. Edwin y ella se habían separado con más facilidad. Aquello que poseían era en cierto modo eterno. Toda impaciencia había desaparecido. Una profunda unidad existía entre ellos, mantenida por la corriente de sus cartas.
– Te escribiré cuando se me ocurra -le había dicho Edwin en el último momento-, pero no te sientas obligada a contestar. Me hace bien transcribir mis pensamientos, cristalizarlos en mis cartas hacia ti. Siento que una vez que te los he dado se vuelven permanentes. Si algo me ocurre, si una mañana no despierto, siempre tendrás contigo al hombre esencial. Puedes hacer de mí lo que quieras.
Con aquellas palabras inició una correspondencia, cartas que llegaban casi a diario. Sin intentar responderlas, ella las recibía, las absorbía, y cuando sentía necesidad de comunicación escribía a cualquier hora del día o de la noche sobre aquello que ocupaba su mente en ese instante, tanto si era relevante como si no. Él le escribió:
«Me quedo atónito al darme cuenta de que cuanto más medito en la muerte más me sostiene una nueva confianza en la persistencia de la vida en el más allá. Puede que no sea más que mi deseo de que así suceda, pero creo que no. O puede que, infiltrado como estoy de amor (gracias a ti, querida mía), creo que la muerte final es irracional, por ende moralmente errónea, por tanto imposible. Afirmo la imposibilidad por una nueva fe en la inmortalidad. Y no es por mí por quien hago tal afirmación. Es por ti, a quien tomo como a la perfección, por lo que insisto en que es moralmente erróneo que la criatura de la perfección concluya en mero polvo. No es posible que todo el ser dependa así de una manifestación temporal, es decir, del marco humano, compuesto de agua y un puñado de elementos químicos. La capacidad de amar tiene que tener un significado, con toda seguridad tiene que contener una promesa. Sin amor es fácil creer que la muerte sea final, pero con él… ¡imposible! El mismo deseo de creerlo sugiere persistencia.»
A lo cual ella contestó:
«La primavera ha llegado. Los viejos arces, que ya de niña me parecían viejos como la eternidad, están revestidos de verde tierno. La casa está enriquecida de rosas tempranas. El jardinero se especializa en ciertas flores y las rosas son parte de ellas. En medio de todo este color y gloria, tu carta es como música, o mejor aún, una voz, que pone en palabras la promesa de la primavera inmortal. Aunque intervenga el invierno, la vida comienza de nuevo en primavera. En cuanto a mí, permanezco ociosa, limitándome a disfrutar, sin pensar en mucho, demasiado perezosa hasta para visitar a mis amistades. Ellas me visitan. Las tolero con afecto, pero sin entusiasmo. Me siento feliz conmigo misma.»
Pero aquello no era del todo cierto, se dio cuenta mientras cerraba el sobre. En medio de su ordenada vida de cada día, se sentía consciente de una inquietud secreta, de una duda que no quería profundizar: El aire era aún fresco. Ningún viento, ninguna tormenta alteraban el aire dorado. Jamás había parecido la casa más cómoda, los jardines tan acogedores, con los suaves céspedes bien cortados de su primer verdor, los arbustos podados, los árboles con hojas y capullos. Y sin embargo, en medio de todo aquello a cuanto estaba habituada, esperaba algo más y, más todavía, se daba cuenta de su espera.
Había recibido una breve nota de Jared Barnow dándole las gracias por haberle dejado estar en la casa de Vermont. No le había contestado. ¿Para qué? Una hospitalidad casual, una breve nota de gratitud, una invitación dada sin importancia, una semipromesa de aceptación… aquello era todo, y no era más que una telaraña.
Tenía que comprenderse pues a si misma. La soledad era inevitable y no podía mitigarse con cualquiera que pasara. Tenía que mantenerse ocupada, primero con la casa. Ahora era sólo suya. Podía cambiarla, mejorarla, renovarla. Después de todo, una casa debería cambiar con las generaciones cambiantes, transformarse en el marco de una nueva personalidad.
¿Nueva personalidad? ¡Ella misma… no otra! Ahora podría ser una persona distinta, alguien a quien no había conocido, menos tímida, menos reservada, más preocupada por su aspecto, por su mente… en resumen, por crecer. A su manera, Arnold había sido un retiro. Al cobijo de su edad superior, de su éxito como famoso abogado, no había sentido más estímulo que el de ser como él quería que fuera, su esposa, la madre de hijos inteligentes y relativamente razonables, anfitriona encantadora, una figura correcta a la manera convencional en la sociedad convencional y correcta de una ciudad antigua y conservadora. Ella misma no había sentido grandes deseos de ser otra cosa, pues Arnold no le había frenado, No se había dado cuenta de tener una ambición incumplida y en conjunto había disfrutado con su estado de ser. Sabía que, a su manera, Arnold la había amado más que ella a él, pero le había amado, sin echar nada en falta, y suponía que la relación entre ambos había sido la corriente entre personas en las mismas circunstancias vitales.