Pero ahora se le ocurría que podía ser una persona totalmente distinta y la curiosidad le iba invadiendo. ¿Suponiendo que llegara a convertirse en alguien totalmente nueva? ¿Suponiendo que empezara a hacer cuanto de verdad quería hacer, decir lo que deseaba decir, ir donde anhelaba ir? Todavía no era capaz de definir tales ansias, pero es que estaba acostumbrada a ser como era. ¿Y si estudiara sus propios deseos tal y como iban apareciendo, se decía a sí misma, dejándoles rienda suelta? De pronto se le ocurrió que en realidad era una reprimida, aunque sin haber tenido conciencia de su represión. La casa, por ejemplo. Si no se le ocurría lo que quería, podía empezar por rechazar lo que no quería.

Recorrió lentamente las vastas habitaciones, mirando cada uno de los objetos, hasta que poco a poco se dio cuenta de que no quería nada. No era en absoluto la idea que ella tenía de una casa para sí. Abuelos y padres la habían levantado, la habían llenado de muebles de su época, valiosos, pesados, inamovibles. Los vendería, no, regalaría toda la casa, la llenaría de huérfanos o ancianos, personas sin hogar a las que cobijaría como le había cobijado a ella.

¿Cómo se libraba uno de un cobijo? ¿Dónde volver a edificar? ¿Y qué debería edificar, qué podría edificar cuando ni siquiera sabía quién era? ¡Ni quién quería ser! Para Edwin era la mujer a quien amaba y por la que, amando, prolongaba su vida. Para Jared Barnow no era nada, apenas una conocida. De pronto recordó su decisión. Haría lo que deseaba hacer… así había decidido. Pero tenía que hacerlo en seguida, antes de que la decisión se desvaneciera según el antiguo hábito protector. Tenía que hacerlo de inmediato. Rápida atravesó tras cuartos y en la antigua biblioteca en sombras se sentó ante el escritorio de caoba de su abuelo y escribió una breve nota.

Querido Jared Barnow:

Mi casa ya no me gusta. Me he cansado de ella. Quiero construir otra nueva. Pero ¿qué? Esta es una ocasión para inventar, ¿no?

Buscó hasta hallar su nota con la dirección. Echaría la carta cuando fuera a comer a casa de Amelia Darwent, al lado. Pero ya en el buzón, con la carta en la mano, cambió de idea. ¿Qué iba a pensar? Metió la carta en el bolso y lo cerró con firmeza.

– Pero ¿por qué construirte otra casa? -preguntó Amelia.

Ambas almorzaban solas en el comedor oval. Amelia, hija única, seguía viviendo en la gran morada que hacía esquina sobre un amplio terreno de la Main Line, en medio de veinte acres, que era lo que quedaba de tres mil acres, cedidos a sus antepasados en tiempos de William Pean como recompensa de favores ya olvidados. Amelia se sentaba delgada y tiesa al extremo ovalado de la mesa, con un atractivo peinado en su cabello plateado que tan bien le sentaba. Rose, la muchacha irlandesa, una Rose ya mayor y reseca les servía.

– Porque quiero librarme de viejos trastos.

– No puedes librarte de una herencia -persistía Amelia. Probó el caldo y miró a Rose con reproche-. ¡No está caliente!

– Si bien recuerda señora, no ha venido cuando he llamado -repuso la mujer con truculencia.

– Oh, bueno…

Amelia alzó la taza y tomó el consomé como si fuera café.

– ¿Qué más?

– Pollito asado, como me ha dicho, señora.

– Póngalo a punto en la mesa, sirva la ensalada y déjenos.

– Sí, señora.

A solas con Amelia, Edith desplegó el plano de una casa, un sitio todavía poco claro en su mente.

– He conocido a un joven…

– Ajá -exclamó Amelia triunfante-. ¡Ya me lo parecía! Pareces diez años más joven. No hay nada tan cosmético para una mujer como un joven, al menos así me han dicho.

– Amelia, eres repulsiva -repuso con severidad.

– Querida, ¿cuándo no hemos sido sinceras? Desde que has vuelto de Vermont has estado más bella que nunca.

– Amelia, ¿quieres callarte?

– ¡Pues no finjas, Edie!

Las dos mujeres se miraron por encima del cuenco de plata lleno de pequeñas rosas de invernadero. Los ojos negros de Amelia reían y Edith apartó su mirada azul.

– No sé por qué te tolero, Amelia Darwent.

– Porque sabes que jamás diré a nadie lo que tú me digas, Edith Chardman.

– No hay nada que decir. -Edith alargó la mano para acariciar una rosa-. No comprendo cómo es que tus rosas siempre son más lucidas que las mías.

– Abono orgánico. ¿Qué tiene que ver el joven con la casa?

– Nada -Edith se sirvió un pollito tomatero.

– Nada -repitió Amelia.

– Sólo que le he pedido sugerencias -se corrigió su amiga-. Pero eso no es nada.

– Entonces no hablemos de él. Hablemos de ti. ¡De ti sí que hay que hablar! Querida, ¿cómo vas a divertirte?

– Edificando la casa, por supuesto.

– Pero, ¿dónde?

– En alguna parte…, junto al mar.

Improvisaba al hablar. No había pensado en una casa junto al mar, pero en el momento de pronunciar las palabras supo que, naturalmente, era lo que había deseado durante años. Incluso se lo había mencionado una vez a Arnold hacía largo tiempo, pero él había rechazado la idea.

– ¡La marea golpeando toda la noche! No podría dormir.

– Tú no podrías dormir, para mí sería canción de cuna.

– Tú duermes en cualquier sitio -le había respondido con una de sus leves sonrisas, nunca desagradable, pero siempre con cierta ironía. Resultaba siempre el macho superior, actitud que ella atribuía a la combinación de elementos ingleses y alemanes en su genealogía, que databan del matrimonio de un antepasado inglés con una Mädchen alemana. El ambiente había desarrollado los ancestrales rasgos. No se había sentido impresionada por los brillantes resultados de ella en su último año en Radcliffe. Y ahora le iba a costar tiempo recuperarse de la presión atmosférica de su matrimonio.

Como si le adivinara el pensamiento, Amelia habló.

– Sabes, siento gran curiosidad por ti, Edith.

– ¿Por qué?

– Arnold te sujetaba con mano tan firme. -Siguió echando sal y pimienta con vigor a la ensalada-. Estaré observándote, con cariño, por supuesto, porque te aprecio muchísimo, para ver cómo floreces. Porque no me cabe duda de que vas a florecer, querida, con tantos rasgos encantadores como tienes. Existen jóvenes que prefieren mujeres de más de cuarenta. ¡Oh, sí, los hay…, no te sorprendas tanto!

– ¿Parezco sorprendida?

– Escandalizada, quizá.

Por un instante pensó si confiar a Amelia, su vieja amiga, la asombrosa noticia de su nueva e inesperada relación con Edwin. Al punto decidió no hacerlo. Jamás había sido dada a confidencias y, además, estaba segura de que Amelia sería incapaz de comprender la calidad de dicha relación. Amelia se reiría o haría comentarios burlones sobre viejos verdes, comentarios que sin duda serían aplicables a la mayoría de los hombres ancianos, pero no a un hombre tan inteligente, tan sabio, tan prudente como Edwin Steadley. Para Amelia amor era igual a sexo, como quiera que lo llamasen los demás. En lugar de la confidencia, respondió con leve evasión.

– Yo no me doy cuenta de que vaya a producirse en mí ningún gran cambio.

Monstruosa mentira, se dijo nada más pronunciar las palabras, pues seguía siendo increíble que hubiera aceptado a Edwin, que le hubiera admitido realmente en su lecho y con aquel sencillo acto hubiera afirmado su propia independencia de los pasados años durante los cuales no había conocido íntimamente a otro hombre que a su marido. Y a nadie podía explicar, ni siquiera a sí misma, por qué la intimidad con Edwin, plena y no consumada a un tiempo, no resultaba una infidelidad hacia Arnold, vivo o muerto.

– Cada experiencia del amor -le había dicho Edwin una noche en la oscuridad-, es una vida en si misma. Cada una tiene que ver con lo que antes haya sucedido o vaya a suceder de nuevo. El amor nace, prosigue su curso distinto, un mundo sin fin, transmutado en energía vital.


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