– Dudo de volver a amar a nadie más -le había respondido ella en la oscuridad. En aquel instante amaba profundamente al bello anciano. Jamás había conocido otra mente como la suya, cristalina en su pureza. Aquélla era la sorprendente calidad. Incluso cuando la estrechaba contra sí, la calidad no cambiaba. Edith había amado también a Arnold, pero había sido un ser dividido: por un lado el hombre inteligente, aunque no creador, un hombre seguro de sí, decidido, calculador, a quien ella había amado y en quien había confiado; por otro lado, el hombre callado, posesivamente apasionado, que aparecía con regularidad y sin preámbulos en el dormitorio de ella a satisfacer su necesidad primaria. No podía imaginarse a sí misma charlando en la noche con Arnold sobre la vida y la muerte y la posible comunicación entre ambas. Arnold daba por descontado que la muerte era el final absoluto.

– Ya observo cierto cambio en ti -declaraba Amelia en aquel momento, metiendo los dedos en un aguamanil de cristal veneciano.

– Dime qué ves.

Animada, Amelia encendió un delgado purito y siguió:

– Verás, eres menos tensa, más desenvuelta, hasta en tu forma de andar.

– Supongo que antes siempre me sentía inconscientemente consciente de ser esposa de Arnold.

– Te criticaba demasiado. -El tono de Amelia reflejaba su poco agrado por Arnold.

– No realmente. Siempre era amable conmigo.

– ¡Cariñoso como el hierro! -rió Amelia.

– Quizás es que yo necesitaba hierro -repuso humilde.

Para si decidió que Amelia no le gustaba tanto como pensara, o quizá fuera que ahora, al vivir sola y sin Arnold, a quien volverse en busca de apoyo masculino, su amiga le resultaba agresiva y dominante. En tanto que Amelia abría camino hacia la sala, seguía reflexionando que no tenía que caer en el error de verse envuelta con amigas, siempre mujeres, y sus intereses cada vez más estrechos en sí mismas y en las demás del grupo. Tenía que emprender alguna actividad intelectual, descubrir algún interés individual, sola y para sí misma. En ese momento le parecía que la casa, construida enteramente para si sola, satisfaría la inmediata respuesta a la incógnita. Pero ¿qué búsqueda intelectual, qué actividad mental? Permaneció media hora más en casa de Amelia, sin embargo, siempre amable y atenta, con aquella personalidad que Arnold tanto admiraba y que, por supuesto, amaba.

– Querida -le había dicho más de una vez-, qué agradable es vivir con una mujer tranquila, tan bellamente serena.

Se le ocurrió que, cuando tuviera tiempo para ello, echaría de menos observaciones como aquélla. Por el momento las cartas de Edwin, casi diarias, llenaban el vacío. Las cartas de Arnold, en sus raras separaciones, no se habían parecido en nada a las de Edwin.

– Realmente, Amelia, debo irme.

– ¿Qué puedes tener que hacer para marcharte con tanta prisa?

– Siempre hay algún quehacer -dijo con cierta sonrisa ausente y se levantó para marchar.

…La nueva casa tomó posesión de ella. Se alegraba de no haber enviado la nota a Jared, pues de haberlo hecho ya habría en cierto modo compartido la casa. En lugar de ello había sacado la carta del bolso haciéndola pedazos en cuanto regresó de comer con Amelia. Aunque se trataba de una morada inexistente, ya estaba viviendo en ella. A la mañana siguiente, sentada ante el escritorio de la biblioteca, ni siquiera esperaba impaciente el correo. Cuando el sirviente se lo trajo en una bandeja de plata, vio encima un sobre grueso, escrito con la letra sorprendentemente osada de Edwin, pero, al revés que de costumbre, no lo abrió de inmediato. En vez de ello terminó el ala de la nueva casa que ya iba tomando forma en el plano diseñado en un gran pliego de papel. Luego abrió la misiva. Empezaba exactamente como si no se hubiera interrumpido:

«Querida mía: ahora se me ocurre que la muerte sirve al menos para algo importante. No hay progreso humano sin muerte. La vida nunca es estática y por eso, inevitablemente, progresa de la juventud a la ancianidad. Pero los viejos se vuelven demasiado prudentes, demasiado sabedores, y por ello la vida tiene que volver a empezar una y otra vez en los jóvenes, si queremos que haya progreso. Porque los jóvenes no saben lo bastante para volverse prudentes y por ende intentan lo imposible… y lo consiguen, generación tras generación. ¡Ya ves, busco excusas para morirme! Lo admito. Cuando no estás aquí, me siento morir. Debería morir. Ya es hora. Pero me aferro a ti, amada. Me he prolongado a través del amor. Y, sin embargo, reflexionando más, me doy cuenta de que yo mismo necesito morir para que mi vida sea completa, entera. Sólo cuando tenga fin, igual que principio, mi individualidad será definitiva. Cuando digo Yo, significa un ser humano. No, me equivoco. Desde que me abriste la puerta de tu cuarto me siento apartado de los demás contra todo sentido común. El tiempo se ha convertido en mi posesión más valiosa. "Tienes que vivir lo bastante para volver a verla"… es lo que le digo a mi cuerpo cada noche cuando me tiendo a dormir. Es necesario que viva, aunque la muerte aguarda, impaciente.»

Leyó con atención la carta hasta el final, la dobló, la metió en el sobre y deslizó éste en un cajoncillo secreto cerrándolo con una llave de combinación. Sus sirvientes, curiosos como cualquiera ahora que Arnold había muerto y ella se hallaba sola, por así decirlo, no tendrían remilgos en leer una carta que procedía sin duda de un hombre, a juzgar por la gruesa y atrevida letra. Después volvió a tomar el lápiz. Como había escrito Edwin, era necesario vivir y también para ella lo era. Y puesto que era necesario, ¿qué cosa más lógica que tener la clase de vivienda en que una querría habitar? Pues se daba cuenta de que nunca había tenido una casa así. La vasta estructura que la rodeaba, sus veintidós habitaciones desparramadas sobre un gran terreno, era sólo la casa donde había nacido y donde ella y Arnold habían vivido con sus dos hijos.

Tampoco la casa de Vermont había sido construida para ella sola. No, quería una casa donde no hubiera sitio para nadie más que ella. Podía ir a ver a Edwin y acudiría a él siempre que le apeteciera, pero él nunca podría visitarle a su vez, así que no había razón para hacerle sitio. De vez en cuando ella se deslizaría en su vida y de nuevo fuera de ella. En cuanto a sus hijos, ya tenían sus propias moradas a las que podía ir o no, según quisieran, y no tenían necesidad de sitio en la nueva vivienda. ¿Y tener una habitación para invitados? Su mente voló a aquella noche de nieve en que Jared Barnow se detuvo en su umbral. ¿Y si volvía a aparecer? Pero si no aparecía nunca más, un cuarto para él sería algo inútil. Además, para eso tenía la gran casa de la ciudad, con sus hermosos cuartos vacíos, así que siempre podía volver allí para recibirle. Ya estaba decidida. No tendría cuarto para invitados. La casa sería enteramente suya. En lugar de un ala para invitados tendría un jardín hundido.

…Sería como una semana más tarde cuando el teléfono sonó poco antes de medianoche. Había estado trabajando todo el tiempo desde que acabó su solitaria cena a las ocho, trazando con meticuloso detalle las habitaciones de la casa. Sólo porque iba a vivir allí sin nadie no quería decir que iba a tener pocos cuartos. Nada de eso. Quería que sus intereses estuvieran separados por paredes y espacios, la biblioteca separada del cuarto de música y, sobre todo, deseaba una estancia para meditar, cuyas ventanas semicirculares dieran al mar. No se imaginaba cómo amueblaría dicho cuarto, pero cuando llegara el momento lo sabría… y por supuesto, tenía que haber los habituales cuartos para dormir, comer y servicio, pero el comedor tenía que estar abierto al jardín y el dormitorio abierto a las estrellas.

En medio de su total absorción oyó el apagado sonido del teléfono que llamaba con persistencia. Supuso que seria su hija, quien desde que Arnold muriera tenía la costumbre de llamarle tarde, en la creencia de que su madre llevaba una agitada vida social, cuando la verdad es que vivía como una reclusa, con la excusa de que no se había recuperado de la muerte de su marido. Por eso, preparada para oír la aguda y argentina voz de Millicent, no lo estaba para aquella otra impetuosa de barítono, que al punto reconoció como de Jared Barnow.


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