Pese a la música, en medio del Andante, oyó que llamaban con fuerza a la puerta. Se volvió y, a través de la puerta de cristal, vio la silueta de un hombre con ropa de esquiar.

– No deberías estar allí sola -le habían dicho sus hijos-. Ahora que la montaña se va transformando, toda la región está cambiando. Toda clase de gente…

Dejó la barra, que era cuanto necesitaba como cocina, si bien Arnold había profetizado que pronto se cansaría de no tener más que aquel mostrador.

– Querrás volver a tus sirvientes y también a la casa grande.

Pero se alegraba de sentirse libre, al menos por un tiempo, de la presencia opresiva de los sirvientes y lo que deseaba comer se preparaba con facilidad en un rincón de la enorme estancia. Miró con más detenimiento por la puerta encristalada. La luz de la pantalla que había en la mesa iluminó el rostro del hombre, un rostro joven, de ojos oscuros e intensos, de rasgos fuertes. Abrió la puerta.

– Entre.

El hombre se sacudió la nieve de las botas y dejó los esquíes y bastones contra el muro exterior de piedra antes de entrar.

– ¿Y bien? -inquirió ella.

El vaciló, sonrió y tendió la mano.

– Me llamo Jared Barnow y no soy atrevido…, sólo estoy desesperado.

– ¿Sí?

– Me han dicho que usted tiene la única habitación libre de toda esta población ¡y no tengo donde descansar la cabeza! No tenía idea de que esta región se vería tan abarrotada. Estoy solo y creí que sería fácil encontrar un rincón para un solitario.

Tenía un buen acento, modales, pero…

– Me temo que seria de lo más inconveniente -le replicó con franqueza.

El seguía mirándole, esperando interrogantes los ojos oscuros e inteligentes.

– Jamás he recibido a extraños en mi casa -siguió ella, pero luego, a impulsos de su soledad, añadió-: Quítese la ropa y tome algo por lo menos.

– Gracias.

Se quitó la chaqueta, luego un grueso jersey y ella observó que era esbelto, de estatura bastante más que mediana, pero de figura proporcionada y fuerte, de movimientos rápidos y cabello rubio por encima de las oscuras pupilas.

– Querrá usted lavarse. Ese es el cuarto de mi esposo y su baño…, lo era, quiero decir. No… vive.

El joven fue allá sin decir palabra y ella añadió otras dos chuletas al horno y preparó otro cubierto en la mesa.

– … no suelo tener muchas vacaciones -decía él una hora más tarde.

Si se había fijado que ella se había puesto un vestido de lana de color rojo oscuro, sin mangas pero hasta los tobillos y de cuello alto, no dio muestras de ello. Comía con apetito concentrado.

– Usted se ha educado en un internado -comentó ella.

– ¿Cómo lo sabe? -alzó la vista.

– No tiene aire de estar deprimido -sonrió-, pero tiene que comer a toda prisa, antes de que los demás le quiten la comida. Y ello sólo significa otros chicos.

– ¿No puede haber sido en el ejército?

– No lo creo. Tengo un hijo y lo sé.

– Tiene razón -rió-. Internado. Luego colegio superior. Terminé a los veinte años.

Ya estaba acostumbrada a jóvenes taciturnos, pero éste no era tanto taciturno como absorto en sí mismo. Hombre de ideas fijas, adivinó, con una meta. Observó que tenía manos hermosas y bien cuidadas aunque no en exceso, manos masculinas, de dedos fuertes y palma hábil. Parecía lo bastante joven como para ser su hijo… ¡y no es que quisiera más hijos!

– ¿A qué se dedica?

– ¿Para ganarme la vida o para divertirme? -preguntó él apartando el plato.

– Las dos cosas.

– Tengo suerte. Me gano la vida con aquello que me divierte.

– ¿Y es?

– Supongo que no sabrá usted nada de electrónica.

– Conozco la palabra. Mi padre era físico.

– ¡No! -despertó al punto-. ¿Cómo se llamaba?

– Mansfield. Raymond Mansfield.

– No, él

– Sí.

– ¡Caramba! -dejó caer la servilleta-. ¡Qué suerte tan increíble! ¡Doy con una casa y resulta que encuentro a la hija de Raymond Mansfield!

– Pero usted es demasiado joven para haberle conocido.

– He estudiado sus libros. ¡Dios, ojalá siguiera vivo! El sabría lo que quiero hacer.

– ¿Qué?

– ¿Cómo sé que me va a entender? -dijo mirándole con timidez y astucia a un tiempo.

– Tal vez le entienda.

– Verá, soy ingeniero, una especie de superingeniero, supongo. Pero…, mi verdadero trabajo es inventar. Tengo cosas que he inventado.

– ¿Qué clase de cosas?

– Pues… -la miró y se detuvo con brusquedad-. No le interesaría. No interesaría a ninguna mujer.

– Quizá yo sea diferente.

– Sí, supongo…

Levantándose se acercó a la chimenea y se quedó contemplando la caverna ardiente.

– ¿Le importaría echar un leño? -le llamó ella-. El cajón está en ese rincón.

– ¿Eso es un cajón para madera? Creía que era una especie de armario.

– Se burla de mí. Bueno, lo admito, tengo manía de grandezas.

El buscó un tronco, el más largo y pesado y lo echó al fuego.

Se alzó una fuente de chispas.

– Pues usted no es muy grande. ¿Quién toca el piano?

– Yo.

– Y yo.

Ocupó el asiento y sin esfuerzo ejecutó un movimiento de una sonata de Beethoven. A medio camino entre la mesa y la fregadera, con las manos llenas de platos, la mujer escuchó sorprendida. ¡Un músico, un músico de verdad, que tocaba como no había oído tocar a ningún hombre desde que muriera su padre, con precisión, elegancia y profundidad! Nadie comprendía de verdad la música como no fuera un científico, había declarado su padre, y no cualquier científico, oh, no, sólo los auténticos, los teóricos cuyo lenguaje eran las matemáticas. Ella no había comprendido las matemáticas hasta que su padre le había explicado que eran el lenguaje simbólico de las relaciones.

– Y las relaciones contienen el sentido esencial de la vida.

Con cuidado dejó los platos y de puntillas se dirigió a una silla. El joven tocó hasta el último movimiento antes del final. Luego se detuvo en seco y se volvió a ella.

– No toco el final. No encaja. Beethoven jamás sabía cómo terminar la gran música y o bien se repite hasta desaparecer o concluye con un súbito estallido. De alguna forma tenía que terminar.

– Es usted un blasfemo -rió-, pero tiene razón. Es lo que yo había pensado muchas veces sin atreverme a decirlo.

El se había puesto a dar vueltas por la estancia inquieto y ahora se acercó a la ventana. El borde de la luna relucía en el horizonte.

– ¿Vive usted aquí todo el año?

– No… sólo desde la muerte de mi marido.

– ¿Sola?

– Sí.

– ¿Y los hijos?

– Ambos casados y viviendo su propia vida…, ¡gracias a Dios!

– ¿No le gustan sus hijos?

– Les quiero mucho, pero cualquier mujer que se respete quiere ver a sus hijos ya independientes. Así sabe que ha ejecutado un buen trabajo.

– No tiene aspecto… maternal.

– ¿Vive su madre? -preguntó evadiendo el comentario anterior.

– No, ni mi padre. No les recuerdo. A decir verdad, jamás les conocí. -Se paró junto al piano y repitió algunos compases de la sonata, volvió a detenerse, se acercó al fuego y se quedó mirando las altas llamas que lamían la chimenea-. Me he criado con un tío, un viejo solterón que siempre parece sorprendido de verme en su casa, por mucho tiempo que lleve allí.

– ¿Qué hace?

– Está retirado…, desde que yo recuerdo. Amable y confuso…, escribe libros sobre poesía clásica francesa que nadie publica, pero no parece importarle. Ha sido buenísimo conmigo, sobre todo puesto que jamás ha tenido la menor idea de lo que me interesa. Mi madre era su hermana.

Musitaba distraído, como si hablara de algún otro.

– ¿Está usted casado?

– No, pero pienso en ello…, de vez en cuando.

– ¿Ya ha elegido a una chica?

– Bueno, más bien diría que ella me ha elegido a mí. Ella volvió a reír. Como vivía sola, reír era lo que más deseaba.

– ¿Eso es lo que hacen ahora?


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