– Y es cosa buena -añadió él sin sonreír-. Dudo de que yo tuviera tiempo de elegir por mí mismo. La clase de trabajo que hago me ocupa todos los pensamientos.

– Y el corazón…

El miró el reloj.

– Oiga, ¿le importaría que me fuera a la cama? Voy a levantarme temprano para salir pronto hacia el monte…, ¿no altera sus planes? Me prepararé mi propio desayuno. ¿Echo otro tronco?

– No, y también yo madrugo.

Se separaron con una inclinación de cabeza y una sonrisa y una vez que ella hubo levantado la mesa y lavado los platos, se sentó ante el piano y tocó bajo hasta que el fuego se consumió en cenizas.

… Y más tarde, una vez acabado su ritual del baño y cepillado del largo cabello rubio, echada ya en la amplia cama de su dormitorio, mientras el fuego ardía en la chimenea de piedra, cumplió con la misión final del día, tomó el teléfono y marcó siete números y luego esperó hasta escuchar la suave voz del anciano.

– ¿Eres tú, querida mía? -preguntó la voz.

– Yo soy.

– He estado esperándote…, una velada larga, esperando.

– ¿Estás solo?

– Si. Henry tenía que hacer un recado en el pueblo. He vuelto a leer mi ensayo sobre el mito en la mente abarrotada. La frontera entre el mito y la realidad es muy delicada. El mito es el sueño, la esperanza, la fe, la visión de una posibilidad que crece con naturalidad hasta cuajar en un plan, por lo que la posibilidad está en verdad muy cerca de la realidad, hasta puede incluso convertirse en realidad en cualquier instante, y en eso consiste su inefable magia, su atrayente encanto. ¿Te aburro, amor mío? Me temo que ya sólo puedo ser compañía para mí mismo, y, sin embargo, nunca sabrás aquello que eres capaz de darme… El rey David y su Betsabé… ¡dudo mucho de que hablaran, sabes! Yo imagino que era sólo el calor del cuerpo joven de ella contra el de él…, no tenían necesidad de hablar. A falta de lo cual, yo hablo…

Se interrumpió para soltar una suave risa y ella rió con él.

– ¿Te ríes de mí? -preguntó el hombre-. No me importa, niña querida, con tal de hacerte reír.

– No me río de ti. Pensaba en lo que me va alegrar llegar a ser tan vieja que pueda también yo decir cuanto se me ocurra. ¿Has tomado tu medicina hoy?

– Oh, sí… Henry se cuida de ello.

– ¿Dónde estás en este momento?

– Si quieres saberlo, mujer curiosa, acabo de salir de la bañera y estoy envuelto en una gran toalla, mojando el suelo de gotas.

– Oh, Edwin, eres incorregible. ¡Sí, si que lo eres, hablándome mientras te enfrías! Ponte ahora mismo el pijama y vete a la cama. ¿Estás usando el de franela?

– Sí, querida. Henry ha guardado los de verano. Los guardó el primer día de octubre, como de costumbre, y luego empezó a hacer calor, el veranillo de San Martin, ya sabes, pero no quiso volver a sacarlos, así que me he estado asando hasta que ha empezado a nevar. Pero ya sabes todo eso. ¿No te habrás olvidado de que mañana es mi cumpleaños?

– ¡Se me ha olvidado tu edad, si eso es lo que te preocupa!

– Setenta y seis, amor mío, y todavía siento un estremecimiento en mis entrañas cuando oigo tu voz.

– ¡Edwin!

– ¿Me reprochas?

– Buenas noches, buenas noches, y repito…, ¡eres incorregible!

– ¡Que Dios te bendiga, adorada! ¿Cuándo vendrás a verme?

– Pronto…, muy pronto.

Dejó el auricular y se echó en la almohada, sonriendo. ¿Cómo poder explicar a nadie el consuelo de saber que era el centro del amable corazón de un anciano filósofo? Aquello era lo que más había echado de menos al morir Arnold. Había dejado de ser lo primordial para nadie, es decir lo primordial para un hombre, siendo como era heterosexual. Si bien Edwin Steadley no le hacía estremecerse en sus entrañas, le permitía que la amara, aunque no podía saber qué es lo que componía el amor a tal edad. Quizá no fuera sino una fórmula, palabras a las que se había acostumbrado tanto durante los treinta años de feliz matrimonio con Eloísa, su esposa, fallecida hacía veinticuatro, que las había convertido en un hábito. El tiempo podía medirlo contra su propia existencia, pues a la muerte de Eloísa ella era una jovencita de dieciocho años que suplicaba a su madre que le dejara cortarse el pelo. Aún entonces había considerado a Edwin como un anciano, aunque en realidad estaba en el cenit de su carrera de famoso filósofo y ella era una de sus alumnas en la escuela superior.

Le había encontrado guapo y viril, pese a su edad, lleno de un élan que no había asociado nunca con la filosofía hasta no conocerle. Sería difícil adivinar cuánto de ello se debía a Eloísa, pero sin duda era mucho, pues había sido una mujer de ideas y palabras claras, ardiente y locamente enamorada de su esposo, y que sin duda había desarrollado en él todos los elementos del sexo. Adivinaba que así habría sido, pues Arnold le había desarrollado a ella en la misma forma, sacándola de su virginal timidez y conduciéndola a la plenitud de su potencialidad como mujer, hasta que a su muerte había sentido que las corrientes de su sexualidad se detenían y protestaban. Pero seguía intacta la delicadeza original. Seguía siendo el ser a quien había que ir a buscar, no el que buscaba.

El fuego iba apagándose también en el dormitorio y se quedó dormida.

Jared Barnow se había ido y el tiempo había pasado con tal rapidez que no podía creer que el reloj marcara las ocho de la mañana. Habían charlado sentados a la mesa del desayuno hasta que de pronto el reloj dio la hora en el rincón y él se había levantado de un salto.

– ¡Dios mío, y yo que he venido a esquiar! Usted me hace olvidar. Hala, le ayudaré a recoger los cacharros.

– No, no…

– Pues claro que sí.

Pero al fin ella le había convencido y le había acompañado a la puerta, pero luego, al recordar algo, le había llamado para decirle:

– ¡Vuelva si no encuentra nada más cerca de las pistas!

– ¡Gracias! -había gritado el joven.

Le miró bajar la colina hasta la carretera del valle donde torcería para ascender a la zona donde se esquiaba en el monte que quedaba frente a su ventana. Ya fuera de la vista en el bosque que quedaba en medio, ella volvió a entrar en la habitación. Parecía extrañamente vacía, una estancia demasiado grande, como siempre le había dicho Arnold.

– Es una estancia para perderse -le dijo una velada en que el fuego proyectaba sombras hacia los rincones distantes. Y de pronto ahora, aunque el sol brillaba por las ventanas, se sintió perdida.

Acabó de recoger los platos y luego fue al cuarto que perteneciera a Arnold pero que ahora era para los huéspedes. La cama estaba hecha y todo en orden. ¿Pensaría volver? De otro modo hubiese dejado la cama sin hacer. O, aunque la hubiera hecho, habría dejado fuera las sábanas. ¿Por qué seguía pensando en él? Llamaría a Edwin y le contaría lo del huésped y así se libraría a sí misma, quizás. Aquello era algo que había aprendido estando sola, que podía ponerse a darle vueltas a una cosa y preocuparse por ella hasta ser incapaz de nada más.

– Aunque no debería emplear a Edwin sólo para tranquilizarme -musitó para sí. Pero fue al teléfono y marcó el número. ¿Las diez? Estaría ante su escritorio, escribiendo sus memorias, la historia de una vida larga y distinguida, transcurrida entre famosos hombres de letras y ciencias.

A su oído sonó la voz:

– ¿Si? ¿Quién llama?

– Soy yo.

– ¡Oh, querida mía, qué maravilloso oírte al comienzo del día!

– No debería estar interrumpiendo tu trabajo, pero necesitaba oír tu voz. La casa parece vacía.

– Que me necesites me hace muy feliz.

«No, no hago bien en aprovecharme de él sólo porque echo a alguien de menos -pensaba-, y además a alguien a quien sólo conocí ayer, y que es lo bastante joven como para ser mi hijo. Sólo es que no consigo acostumbrarme a vivir sola… aún no.»

– ¿Cuándo vienes a verme? -preguntó la voz.


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