Se sintió llena de una confusión totalmente nueva, pues en aquel instante había en él algo nuevo. Tal vez debido a la luz del firmamento a su espalda o al resplandor que le brotaba de dentro, por un momento se transfiguró, su rostro pareció muchísimo más joven, los ojos chispeantes, las mejillas levemente encendidas. Impulsivo, se inclinó hacia ella.
– ¡No tengamos reservas! Te deseo plenamente. Quiero darme a ti plenamente.
– ¿Qué quieres decir, Edwin?
Se sentía apresada por su mirada, por las manos que asían las suyas con inesperada energía.
– ¿Puedo ir a tu cuarto esta noche? -preguntó con brusquedad, como si de un solo golpe derribara una barrera.
La pregunta quedó suspendida entre ambos, increíble, pero dicha. Había hablado. No podía haber duda de que había hablado, y la pregunta exigía respuesta. Sentía obligada por la mirada que no había cambiado. Ante su silencio, él volvió a hablar, esta vez con dulzura, como con un niño.
– Habitamos estos cuerpos, amada. Son nuestro único medio de transmitir amor. Hablamos, desde luego, pero las palabras sólo son palabras. Besamos, sí, pero un beso no es sino la caricia de los labios. Existe todo el cuerpo por medio del cual puede transmitirse el mensaje. ¿Y para qué alimentamos el cuerpo con manjares, bebidas, sueño y ejercicios sino para transmitir amor?
Y como ella vacilara, clavada con repentina timidez, rió, pero bajo.
– ¡No temas, niña! Hace diez años que soy impotente. Sólo deseo yacer en silencio a tu lado en la oscuridad de la noche y saber que por fin somos uno, para no separarnos más, por lejos que estemos.
Por fin pudo hablar. Se oyó pronunciar palabras tan increíbles como las que él acababa de decir. Y sin embargo las dijo.
– ¿Por qué no? ¿Por qué no?
…Se separaron como de costumbre, después de la habitual cena tardía. En presencia de Henry, el mayordomo, se dieron las buenas noches con formalidad y tan como de costumbre, que ella se empezó a preguntar si no se habría imaginado la escena a la puesta del sol. Pero sabía que no, porque con un instinto, largo tiempo muerto, ya en su cuarto se puso a buscar entre su ropa hasta hallar un camisón adornado de encaje. De día se vestía trajes sencillos, pues la simplicidad le iba bien con su rostro clásico, pero en secreto, a la noche, desde que se quedara sola, ahora que Arnold había muerto, había comprado y se ponía aquellas prendas frágiles y exquisitas que a él le habían desagradado. Solía decirle que los pijamas le sentaban mejor, por eso siempre los había usado hasta que murió. Y entonces, y quién seria capaz de entenderlo, al mismo día siguiente del funeral había acudido a la mejor tienda de la ciudad y se había comprado una docena de camisones, copos de encaje y seda y, a solas, se adornaba cada noche para dormir.
Y así lo hizo ahora, tras un baño perfumado, y mirándose ante el espejo se cepilló el largo cabello rubio, lo trenzó como de costumbre y subió a la elevada y antigua cama como si nada fuera a suceder y aguardó, latiéndole el corazón con expectante calma que casi a su pesar era placentera. ¿Debería dormir… podría dormir? Mientras meditaba sobre ello quedó postrada sin darse cuenta. Su voz la despertó. Estaba inclinado sobre ella, con una vela encendida en la mano.
– He llamado, querida, pero no has contestado. Así que he entrado, esperando verte bella en el sueño, como lo he hecho desde hace cinco minutos. Ahora ya sé lo que el sueño hace a tu amado rostro. Casi sonreías.
Puso la palmatoria en la mesilla, se acostó junto a ella como si ya tuviera costumbre de hacerlo y deslizando su brazo derecho bajo la cabeza de la mujer la apoyó en su hombro.
– Así estamos cómodos; ¿verdad? Y somos lo que deberíamos ser, un hombre y una mujer echados uno al lado del otro con mutua confianza. No te pediré que te cases conmigo, amor mío. No sería justo para contigo. Soy demasiado viejo.
– ¿Y si yo te lo pidiera? -le preguntó, ella. Un consuelo dulce y profundo fluía por sus venas.
– Ah, ésa sería la cuestión.
Pero no, pensó Edith, nunca se lo pediría. ¿Casarse? No lo deseaba. El matrimonio le haría pensar en Arnold. ¡Tenía que explorar esta relación con Edwin libre de recuerdos!
De pronto él apartó la ropa que les cubría y se sentó a mirarla.
– ¿Qué es esta cosa tan preciosa que tienes puesta, esta prenda sutilísima, esta telaraña de plata?
– ¿Te gusta? -sonrió ante su placer y agrado.
– Mucho, pero…
Se interrumpió y ella sintió que sus manos le apartaban con destreza el encaje de los hombros, de los senos, de la cintura y los muslos, hasta que la prenda que la cubriera quedó a sus pies en suave montón.
– ¡Benditos sean nuestros cuerpos, pues son el medio por el que se expresa el amor! -suspiró Edwin.
Ella no contestó, sino que prefirió que él la condujera como quería, tratando sólo de descubrir si sentía desagrado. Pero no sintió ninguno. Nada de cuanto conociera la había preparado para su gracia, su delicadeza, la seguridad de su caricia. ¡La filosofía del amor! Le saltó la frase al pensamiento. Fuera lo que fuese, esto era algo más que físico. Luego él se quitó la bata que le cubría y volvió a tenderse a su lado.
– Ahora ya nos conocemos. A partir de esta hora jamás volveremos a ser extraños el uno para el otro.
Y así en la noche yacieron la una en brazos del otro, apasionados y sin pasión. La luna ascendió brillando por la gran ventana y ella vio el cuerpo del hombre, bello incluso a su edad, derechos los hombros, liso el pecho, las piernas delgadas y fuertes. Había cuidado respetuoso de su cuerpo y ahora recibía la recompensa. ¿Cuántas mujeres habrían amado aquel cuerpo? ¡Era imposible que una belleza mental y física tan poderosas no se hubieran combinado con frecuencia en el acto amoroso! Pero no sintió celos. Era su hora, su noche. Y era cierto que, conociéndose como se conocían, ya jamás volverían a estar separados.
– Sí -dijo con voz alta y clara.
– ¿Sí qué, amor mío?
– Sí, te amo.
El suspiró hondo y la estrechó hacia sí.
– Doy gracias a Dios. Gracias a Aquel a quien no he visto. ¡Una vez más, antes del fin, amar y ser amado! ¡Qué más puedo pedir!
Y así quedó dormido con ligero sueño. Pero ella siguió despierta, aún en sus brazos, despierta y pensando en lo extraño que era estar en brazos de Edwin, en este cuarto, en su casa. No sentía el menor remordimiento. Lo que él había dicho era cierto, estaba bien, pero aun así resultaba extraño. Y de pronto se olvidó de dónde estaba y en cambio se puso a pensar en Jared Barnow. ¿Volvería alguna vez? ¿Por qué iba a hacerlo? Y además, ahora ya no le importaba si volvía o no. A la luz lunar el perfil de Edwin era blanco como el mármol, puro y perfecto. Sintió una nueva reverencia por la hermosura de aquel cuerpo y el esplendor de sus pensamientos. Era un honor haber sido elegida por amor por aquel hombre, un hombre famoso a quien incluso ahora visitaban hombres y mujeres de todas partes del mundo. Y si su tranquilo amor era capaz de añadir un día a su vida, palabras a sus pensamientos, fuerza a su cuerpo, ¿no era acaso también aquello cierta clase de alegría?
Al día siguiente regresó a su casa del monte y esperó el fin de semana. La nieve caía y siguió cayendo noche y día, hasta que en el lado norte de la casa llegaba casi a los aleros. Sam, que traía leños, tuvo que cavar un túnel a la entrada de atrás.
– ¿Cómo podrá venir la gente a pasar el fin de semana, aunque sea a esquiar? -preguntó ella.
– Vendrán porque las carreteras estarán abiertas -le sonrió el vecino-. La gente de aquí sabe que la nieve es la que les da de comer.
Tranquilizada, esperaba el fin de semana. Entonces él vendría. Jared Barnow… pronunció para sí el nombre en voz alta y se escandalizó. ¿Cómo podía pensar en él después de lo que había sucedido con Edwin? Buscó en su corazón, en su mente, para descubrir recuerdos, no tanto de culpabilidad como de desagrado. No los había. ¿Sería posible que estuviera buscando completarse de alguna otra forma? ¿De qué forma? ¿Y qué tenía que ver Edwin con Jared? ¿Y por qué hacerse preguntas, sobre todo cuando no deseaba respuestas? ¡Que la vida la condujera donde quisiera! Se sentía flotando, pasiva, esperando algo, a alguien, no sabía qué o quién, no quería preguntar.