– No te veo en esta casa, sabes -le dijo Jared.

Había llegado el viernes por la noche, exactamente como le aguardara, cosa que había estado haciendo y no, esperando que vendría y no esperándolo a un tiempo.

– Durante el primer año más o menos tendrás que tener cuidado -le había dicho Amelia. Amelia, su amiga de la infancia, cuya casa de Filadelfia era contigua a la suya heredada de padres y que vivía allí desde su propia infancia, soltera y sola en una mansión llena de servidores heredados también. Se lo había dicho menos de una semana después de la muerte de Arnold y ella no había podido pronunciar en alta voz el nombre de su marido. Pero Amelia carecía de tacto y decía lo que le parecía en todo momento. Se hallaban en la salita de arriba, donde las dos habían recortado muñecas de papel, habían acumulado discos, habían diseñado vestidos, se habían encontrado un último instante antes de la boda y ahora volvían a encontrarse en la muerte de Arnold.

– ¿Qué quieres decir, Amelia?

– No es que hable por experiencia, claro -le había contestado Amelia levantando los hombros-, pero he oído decir a mamá que a la muerte de papá (yo tenía sólo tres años) se sentía tan sola que sentía tentaciones de casarse con el primero que se lo pidiera. Cuando hubo pasado el primer año comprendió que no quería casarse con nadie.

– Tampoco yo querré casarme -había musitado.

Por mucho que confiara en Amelia para distraerse, jamás había sido capaz de contárselo todo, sobre todo porque Amelia, que no era muy bonita y sí demasiado franca, jamás se había enamorado, que ella supiera. La crudeza de las observaciones de Amelia había permanecido en su memoria, sin embargo, y ahora, al contestar a Jared, la recordaba.

– ¿Cómo me ves?

– En alguna mansión grande y hermosa en algún sitio -repuso con presteza, como si ya hubiera pensado en ello-. Te imagino con sirvientes que te atienden. Detesto que estés aquí sola. No quiero que me hagas el desayuno. Me hago la cama porque no soporto la idea de que tengas tú que hacerla. Sólo cuando te veo ante el piano o frente a la amplia chimenea, a la luz del fuego, es cuando me parece verte de veras.

– Gracias -dijo conmovida por sus palabras-. Y no sabes cuánto me ayudas. Sabía que tendría que volver a la gran casa, pero me faltaba valor. Me marché al morir mi marido y he seguido aquí, temiendo el tener que volver sola…

– Yo estaré contigo -le interrumpió-. Lo que quiero decir es… Vendré a verte inmediatamente y pasaré por lo menos un fin de semana de vez en cuando, si me lo permites.

– Pues claro. Me siento muy conmovida y no debes por ningún motivo considerarlo necesario. Una vez que esté allí estaré bien… después de un par de días. Mi marido y yo crecimos en aquel vecindario. Tengo amistades en la casa contigua. A decir verdad, cuando nos casamos, todo fue cuestión de si viviríamos en su morada familiar o en la mía. Pero la mía estaba vacía… mi padre murió poco después de mi matrimonio y mi madre había muerto antes. Yo era hija única, así que todo quedó para mí y tengo mucho cariño a la casa.

Hablaba sin interrumpirse, tratando de explicarlo todo a la vez, sin saber muy bien qué era lo que quería explicar. El escuchaba atento hasta que terminó.

– Perfecto. Allí es donde quiero verte, en una casa de tu ambiente. ¿Esto? -Extendió el brazo hacia la austera estancia-. ¡No!

Y entonces, como si hubiera concluido una discusión, se fue bruscamente al piano y se puso a ejecutar una sonora polonesa de Chopin, en tanto que ella se hundía en la profunda butaca ante el fuego y escuchaba, arrebatada por su nueva interpretación de aquella música familiar. Con su énfasis él eliminaba toda insinuación enfermiza que pudiera subrayar la música y en lugar de ello la convertía en una triunfal afirmación de vida.

– ¿Qué hubiera pensado Chopin de eso? -le preguntó Edith cuando concluyó con la misma brusquedad con que empezara y fue a plantarse ante ella clavados los oscuros ojos en su rostro.

Yo convierto en mía toda la música -replicó sin apartar la vista.

Y ella siguió sonriendo, medio tímida medio asustada. No le conocía. Seguía siendo un desconocido. Por ello era más peligroso aquel poderoso atractivo que no se basaba en el conocimiento. Le hubiera gustado preguntarle en qué pensaba, pero no se atrevió. Y él le contestó sin ser preguntado.

– Quiero que mañana vengas a esquiar conmigo.

– ¡Imposible! -la respuesta brotó instantánea.

– ¿Por qué no?

– Bueno, para empezar no tengo esquíes.

– Los alquilaremos.

– Hace años que no esquío.

– Más a mi favor… y además va a ser la última nieve buena del año.

– No es nieve buena. Sam dice que las pistas están heladas… el sol cálido las funde de día y se hielan de noche.

– Puede que nieve esta noche. La cumbre está cubierta de nubes.

– ¡Y brilla la luna!

– Por la mañana terminaremos la discusión.

– La respuesta será la misma.

– No, si nieva durante la noche… ¡no, no hables! No te lo permitiré.

Le puso la mano en la boca manteniéndola allí hasta que, ahogándose de risa, ella se apartó.

– ¡Dios, qué boca tan suave tienes! -exclamó admirado.

– De no haber sido tan dura te hubiera mordido la mano. Y no quiero esquiar.

– Cállate o volveré a hacerlo. No aceptaré un no por respuesta.

– Pues tampoco tendrás un sí.

– Entonces, por esta noche, no será ni sí ni no.

Se levantó, medio asustada. El seguía mirándola, especulando, pero ¿acerca de qué? Edith retrocedió un paso y él movió la cabeza.

– No lo creo.

– ¿Qué?

– Tu edad.

– Tienes que creerlo.

Volvió a negar con la cabeza y de pronto le tomó la mano, la volvió y le besó en la palma.

– Nunca lo creeré.

Ella no prestó resistencia, atónita, con aquel beso en la mano como un regalo inesperado. El la soltó con suavidad y la mano cayó a su costado.

– Buenas noches -saludó brusco y se fue a la puerta de su cuarto. Allí se detuvo-. Rezaré para que nieve -dijo y cerró la puerta.

…Durante la noche nevó. Edith despertó al cabo de unas horas de inquieto sueño, se levantó de la cama y descorrió las cortinas rosadas de las puertas de cristal que daban al monte. La luz de su mesilla de noche se reflejó en un velo de suaves copos de nieve que caían densos. La terraza de fuera estaba recién cubierta. Jamás sería capaz de resistir a la determinación del joven y, sumisa ya, se volvió al lecho y durmió.

– Mis oraciones siempre son escuchadas -declaró él por la mañana mientras desayunaban.

– Sigo sin ropa de esquiar.

– ¡Más divertido! Te equiparemos en la tienda al ir de camino. ¡Vamos, date prisa, nada de entretenerte con el café, por favor! ¡El sol está ascendiendo con rapidez! Pero habrá como quince buenos centímetros de nieve…

– ¡La verdad es que eres bastante dominante!

– Es mi manera de ser -repuso con animación. Mientras hablaba se levantó, recogió los platos y los fue lavando y secando mientras ella le observaba divertida y terminaba su café.

– Eres muy experto.

– He acampado por todo el mundo. El año pasado en el Himalaya.

– ¿Haciendo qué?

– Estudiando rayos cósmicos. ¿Has oído hablar de un tipo llamado Tesla?

– Naturalmente. Quería electrificar el globo, ¿no?, y procurar una fuente eterna de energía eléctrica.

– Cielos, eres muy culta.

– Soy hija de mi padre. El creía que Nikola Tesla era un científico infinitamente más grande que Edison. A decir verdad, escribió artículos sobre Tesla… y a veces le presentó a benefactores millonarios.

– Tendremos que hablar de Tesla esta noche, ante el fuego. Ahora el monte nos aguarda.

La atosigó sin piedad, impaciente, inquieto, y a la media hora se hallaban en la tienda de equipos de esquiar, donde él se puso a pedir ropa con toda experiencia, negándose a aceptar las últimas novedades, pidiendo cosas de las que ella no había oído hablar durante los años transcurridos desde que enseñara a esquiar a sus hijos.


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